El presidente Hipólito Yrigoyen fue derrocado el 6 de septiembre de 1930 por el general José Evaristo Uriburu. Fue el primer golpe de Estado del siglo XX.
“Von Pepe” –así como le decían al flamante mandatario por su simpatía hacia Hitler– apuntaló su gestión en un implacable aparato represivo. Por ese motivo puso al frente de la sección de Orden Social de la Policía de la Capital al hijo del escritor Leopoldo Lugones, bautizado con su mismo nombre, al que todos llamaban “Polo”. El tipo tenía cierta notoriedad por haber incurrido, dos años antes, en un desliz: violar niños en un reformatorio administrado por él.
– No lo defraudaré, mi general –proclamó con voz atiplada, al asumir el nuevo cargo, en el Patio de las Palmeras del Departamento Central.
En primera fila estaba el jefe de Investigaciones de esa área, comisario Juan Garibotto, y su lugarteniente, el inspector Idelfonso Pastrulli.
Ellos, una herencia del gobierno depuesto, no fueron removidos por una razón de peso: desde 1925 le venían pisando los talones al enemigo público número uno: el anarquista Severino Di Giovanni.
Contra los “camisas negras”
Costaba creer que el 6 de junio de aquel año dichos sabuesos lo habían tenido entre sus manos. Tanto es así que conservaban de él dos fotografía en sepia con y sin sombrero, sobretodo negro y un ojo morado, después del arresto de diez ácratas que malograron en el Teatro Colón el fastuoso acto organizado por el embajador del gobierno de Benito Mussolini para conmemorar el 25º aniversario del reinado de Víctor Manuel III.
La gala, que contó con la presencia del presidente Marcelo T. de Alvear y su gabinete, fue súbitamente interrumpida por una voz que, desde el paraíso, colapsó la acústica del primer coliseo porteño, al grito de “¡Ladri! ¡Assassini! ¡Viva l’Anarchia!”.
Era la voz de un muchacho rubio que empezaba a forcejear, al igual que otros revoltosos, con los integrantes de la escuadra de “camisas negras” a cargo de la seguridad del evento. Pero ninguno con tanta eficacia como la suya. Mientras que sobre la platea caía una lluvia de panfletos, él se defendía como un león. Sus brazadas arrojaban una y otra vez a los rivales sobre las butacas; parecía imbatible. Y seguía gritando “¡Viva l’Anarchia!”. Hasta que la correlación de fuerzas le fue desfavorable, ya que a los “camisas negras” se les sumó una turba de invitados con vestimenta de etiqueta.
De modo que el grupo ácrata terminó en los calabozos de Orden Social, con el rubio a la cabeza. Era nada menos que Di Giovanni.
El dúo Garibotto-Pastrulli no tardó en lamentar la rapidez con la que un juez de turno les firmó la libertad.
Porque desde entonces, y hasta el putch contra Yrigoyen –quien había reemplazado a Alvear en octubre de 1928–, el accionar de Di Giovanni y sus amigos incluyó un bombazo en el hogar de un alto jefe policial con fama de corrupto y represor, el comisario Eduardo Santiago (quien resultó ileso); otro en la residencia del teniente coronel del ejército italiano y delegato de Fascio, Césare Afeltra (quien resultó muerto); otro en el Consulado de Italia (con un saldo de nueve fascistas fallecidos); otro en un comité fascista de la Boca (sin víctimas), además de unos diez atracos a sucursales bancarias y empresas.
Al empezar octubre de 1930, ya bajo el régimen castrense, el comisario Lugones, muy ofuscado, les soltó a Garibotto y Pastrulli en la cara:
– ¡Quiero la cabeza de ese gringo de mierda ahora mismo! ¿Estamos?
Los dos policías tragaron saliva.
Aquel mismo día hubo un asalto a los pagadores de Obras Sanitarias en los viveros de Palermo. El botín: 286 mil pesos (una fortuna, por entonces).
No fue un dato menor que todo haya ocurrido a solo 50 metros de donde una compañía de la policía montada efectuaba un ejercicio de tiro. Ni que la prolijidad del plan se sacudiera a raíz de un alocado tiroteo que culminó con un empleado y dos policías abatidos, además del chofer de los atacantes. Era Paco González, un ladero de Severino Di Giovanni.
Pero la gavilla se había hecho humo.
No obstante, el grupo de Di Giovanni volvió a desafiar a las autoridades el 20 de enero de 1931, cuando, en plena madrugada, estallaron dos poderosas bombas en las terminales ferroviarias de Plaza Once y Constitución, además de otra en la estación Maldonado.
La trascendencia pública de esos episodios puso en crisis a la institución policial, al punto de provocar la renuncia del jefe de la policía, contraalmirante Ricardo Hermelo, y del subjefe, el teniente coronel Alsogaray, dada la falta de resultados en su misión de mantener el orden. Pero “Polo” –quien cifraba su gestión el uso de su invento, la picana–- conservó el cargo.
En tanto, Di Giovanni, junto a su amada América Scarfó y el hermano de ésta, Paulino –otro cuadro anarco-expropiador–, se encontraban recluidos en una quinta de Burzaco, alquilada con nombres falsos. Allí habían montado una imprenta. Y matizaban la planificación de “acciones directas” con tareas editoriales. De ahí salían periódicos, volantes y folletos.
Pero Di Giovanni también se había empecinado con editar libros. Y a tal fin tuvo que recurrir a una imprenta céntrica. De modo que durante la tarde del 29 de enero fue allí a corregir las pruebas del tercer tomo de Escritos Sociales, de Eliseo Reclus. Sería su perdición, ya que la policía mantenía bajo vigilancia todos los establecimientos del ramo.
Exactamente a las 16:15, Garibotto recibió por teléfono la noticia sobre un tiroteo en la zona del Congreso.
Cuando llegó allí con Pastrulli lo vio a Di Giovanni al ser subido a una ambulancia. De su pecho manaba sangre.
Luego supo que él mismo se había disparado al verse sin escapatoria. Y también supo que tal escena era el epílogo de una desaforada persecución que se inició al salir de la imprenta situada sobre la avenida Callao, a 20 metros de la esquina con Sarmiento. La huida de Di Giovanni se prolongó por esa calle, luego giró hacia Cangallo hasta llegar casi a la esquina de Ayacucho, donde se metió en un hotel. Allí alcanzó la azotea antes de saltar al tejado de una casa para volver a Sarmiento. Y quedó acorralado. Entonces intentó suicidarse.
La ambulancia partió en medio de un concierto de sirenas.

La sociedad del espectáculo
Tras una parodia de juicio efectuada por un tribunal militar, Di Giovanni fue condenado a muerte.
Scarfó, quien había sido capturado en la quinta de Burzaco el mismo día que su amigo, corrió idéntica suerte.
La ejecución se efectuó el 1º de febrero en un patio de la Penitenciaría Nacional, situada sobre la avenida Las Heras.
Esa madrugada el asunto congregó a una multitud frente al penal. Entre los cronistas estaba el del diario El Mundo, Roberto Arlt.
Y bajo el título He visto morir, concibió lo que quizás sea el texto más trágico y bello del periodismo argentino.
“Las balas han escrito la última palabra sobre en el cuerpo del reo”, dice y, refiriéndose al público –entre quienes estaban los que venían de algún cabaret–, remata: “Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: ‘Está prohibido reírse’. ‘Está prohibido venir con zapatos de baile”.
Días después, Gariboto y Pastrulli fueron condecorados por Lugones.