Mañana del 27 de mayo de 2020. Un virus recorre el mundo y la mayoría de lxs ciudadanxs permanecen en sus casas, encerradxs. Lo denominan cuarentena. Lxs que deambulan por las calles, haciendo sus compras, trámites o incumpliendo ciertas normas, llevan horribles barbijos o una suerte de máscaras futuristas. No es posible visualizar las bocas, los labios ni las sonrisas. Ciertos grupos, en una insólita comparación, asimilan la medida sanitaria con una dictadura. Las películas y los libros de ciencia ficción han quedado desactualizados. Las personas se observan con desconfianza, se les aprieta en los ojos toda la expresión. Incluso, cierta forma de seducción ha caducado. Toda acción es compleja, cada movimiento es medido, la película Cuando el destino nos alcance parece haberse hecho realidad. Ese 27 de mayo, contradiciendo el calendario, el clima es benigno. Lorena Battistiol Colayago, que había dormido salteado, se calza el correspondiente barbijo y sale de su casa ubicada en Carapachay, en la zona norte del conurbano bonaerense. La acompañan Leo, su compañero, y sus dos hijxs, Juan y Kiara. Juan tiene una sonrisa stone desde el día que nació y Kiara es una suerte de copia en pequeño de la música islandesa Björk. Inician su viaje en el auto familiar. Los destinos son diversos: geográficamente, van hacia la localidad de Garín, partido de Escobar, en el noroeste de ese conurbano que resulta, ciertamente, una extensión de la ciudad de Buenos Aires; pero el destino, ya personal, de esa travesía es la casa de su hermana Flavia, y el siguiente es indagar en la memoria, generar justicia: deben declarar en la causa que investiga “la caída de los ferroviarios”, como es conocido el tramo de la megacausa por los crímenes de lesa humanidad cometidos en el centro clandestino de detención, tortura y exterminio de Campo de Mayo.
LA CONSTRUCCIÓN DE LA MEMORIA
Durante el viaje, Lorena repasa en silencio su relato, Flavia hace lo mismo mientras la espera. Los hechos podrían relatarse siguiendo, justamente, la ruta de la espera: esperar el regreso, esperar la verdad, esperar la justicia, esperar el encuentro. Una espera que devino búsqueda, resistencia y lucha. ¿Dónde comenzó ese viaje? ¿Dónde comenzó la peste? Flavia, la mayor de las hermanas, prepara el rincón desde el que van a dar sus testimonios. Su casa es un chalé de estilo alpino. La decoración y los muebles son campestres. Un amplio jardín embellece el lugar, típico de las viviendas del conurbano bonaerense, y, en el fondo, la inevitable parrilla y una larguísima mesa albergadora de encuentros. Flavia prepara diversos elementos para esa ocasión. Un mantel colorido, los pañuelos blancos y las fotos: Juana y Gigio –la madre y el padre– se toman de la mano y miran a la cámara en el retrato, sonríen; otra enmarca a la abuela Negra portando su pañuelo, junto a Estela de Carlotto, tomadas del brazo, también sonríen; en la siguiente, Juana, desde esa foto que se ha transformado en símbolo, luce una panza que le agiganta el vestido celeste, la cámara eterniza su mirada. Ahí están dispuestas las imágenes, para abrazar y observar la escena. Las sonrisas signan esos recuerdos, porque a pesar de las dificultades diarias de la vida y la complejidad de la época en que las fotos fueron tomadas, siempre les gustó reunirse, preparar comidas sabrosas, celebrar encuentros, cantar y bailar. Se mezclaron en ellos las memorias italianas de la familia paterna, el alboroto, los gritos… Y las memorias tucumanas de la rama materna, que preservan ese espacio familiar al fondo de los ranchos, junto a la música y el fuego.
Flavia dispone el rincón a la luz de una ventana de vidrio repartido, de la que cuelgan dos pañuelos con inscripciones emblemáticas: “Son 30.000” y “Abuelas de Plaza de Mayo”. Otros pañuelos se reparten por la casa con consignas no menos significativas: “Nunca más”, “Juana Colayago”, “Egidio Battistiol”. Espera junto a sus hijxs. Lucas es el mayor, rubio y con unos ojos claros que no portan ni su padre ni su madre: los heredó de su abuelo; Flor, que hace honor a su nombre y que también, por su esbeltez y sonrisa, podría ser Margarita, y Juanita, que es la menor y se llama de tal modo en homenaje a su abuela Juana. Juanita se llama así: Juanita. No se trata del simple diminutivo de un nombre. El nombre de la hija de Flavia no es una cierta disminución del habla, por el contrario, es un gesto de memoria, una herencia. Parecería que los gestos de memoria se refuerzan cuando se privan forzosamente las herencias. “Ni un recuerdo nos han dejado”, va a gritarle Lorena a la pantalla, al declarar, pero el juez no va a dejarla llorar ni gritar y va a pedirle que se tranquilice para poder continuar. Como si ese llanto no fuera parte esencial de su testimonio y su relato. Ella va a sentir que le tapan la boca otra vez y que los barbijos que ahora preservan la salud se convierten en el dedo índice que sella los labios y dicta “el silencio es salud”, los ve en las bocas acalladas por décadas, bajo los ojos que se afilan, y escucha los portazos que retumban en la memoria de la abuela, “no, señora”, pum, “no, señora”, pum, “no, señora”. Los objetos perduran aunque los venza el tiempo; los gestos de memoria se reencarnan. La memoria no se corroe. Es una posta, se construye y se transmite. Pasaron cuarenta y tres años y por primera vez iban a ser escuchadas por un tribunal. Los hechos que iban a relatar comenzaron el 30 de agosto de 1977, en la casa familiar de Boulogne Sur Mer, provincia de Buenos Aires. En verdad, comenzaron mucho antes.

ESA NOCHE EN QUE TODO CAMBIÓ
Sin bien Flavia contaba entonces con tan sólo tres años y medio, conserva fragmentos de aquella noche, retazos de recuerdos, imágenes del espanto. La irrupción en la casa. Los golpes, los gritos, el miedo. Lorena todavía no había cumplido un año, pero sabe que algo la atragantó y que permaneció horas y horas como una estatua. Ella espera dejar de atragantarse alguna vez, pero de vez en cuando vuelve a quedarle atrapado algún trozo de comida y hay que sacudirla y darle palmadas para que respire. Flavia supo desde ese momento que no debía olvidar aquellos flashes grabados en su memoria. Y que debía realizar el ejercicio arduo y necesario de enseñarle a su hermana la tarea de recordar; la agarraba de su manito y la llevaba hasta el armario de la abuela Negra, el lado interno de la puerta tenía pegada una foto que ella señalaba indicándole a su hermana: “Mamá, papá”. La noche del 30 de agosto las habían encerrado en una habitación junto a su madre, su tía y su prima, y los secuestradores se instalaron a esperar. Flavia recuerda el abrazo de su madre, acostada entre ella y su hermana, una de cada lado. Juana las abrazaba, Flavia creía haberse dormido por un rato. El padre llegaría recién de madrugada, pasadas las seis.
Dicen que Flavia es el vivo retrato de su mamá, como antiguamente decían las comadres. Pero Juana llegó a tener 26 años y Flavia ya tiene 46. Bien podría ser la madre de su madre. Si bien tiene su mismo rostro, es Lorena la que adora bailar tanto como lo disfrutaba Juana. Las herencias se reencarnan, son un legado, se cuelan en las grietas del tiempo. ¿Qué habrá de todo eso en lx hermanx? Saben que debió haber nacido en la maternidad clandestina que funcionó en el Hospital Militar de Campo de Mayo. Al momento de ser secuestrada, su mamá tenía seis meses de embarazo, lx esperaba para noviembre o diciembre de 1977. Por entonces, los partos ya no ocurrían en el centro clandestino de Campo de Mayo conocido como El Campito, sino en el hospital del predio. Habían organizado sistemáticamente la sustracción de los bebés de las detenidas, programado cesáreas. El hospital funcionaba de manera abierta y regular, por lo que preferentemente las operaciones se efectuaban de noche. Todavía existe la sala a la que llevaban a las mujeres para robarles del vientre a sus bebés. Tenían esposas o estaban maniatadas, la cara vendada, a veces incluían la presencia de vigilancia armada, y utilizando poca anestesia –según indica el testimonio de un enfermero– realizaban la cesárea, separaban a lx bebé y a la mujer le exigían que caminara unos cuarenta metros por el pasillo hasta la sala en la que la recibía personal de enfermería del hospital, que tenía prohibido mostrar su nombre, hablarles, completar registros, hacer historias clínicas y que sólo contaban con una hojita caratulada N.N. Existe también la sala que, por entonces, funcionaba como nursery, donde dejaban a lxs bebés. ¿Cuánto de alguien podrá guardar un espacio transcurridos más de cuarenta años? ¿Acobijará aún esos primeros llantos? Una vez una enfermera puso a un recién nacido sobre el pecho de su madre, pero le ordenaron de inmediato que no lo volviera a hacer, desde entonces apenas tenían en sus manos a lxs bebés, lxs separaban de sus madres. Había listas de espera. Lxs bebés eran robadxs y las mujeres regresaban al centro clandestino.
¿Dónde están? Tantas veces la abuela Negra tocó puertas con esa pregunta. Comisarías, cárceles, juzgados, ministerios, iglesias, hospitales. Pero esa mañana del 27 de mayo del pandémico 2020, la abuela no iba a poder estar; sus palabras ya salen desordenadas y su memoria se debate entre el pasado muy lejano y la inmediatez. Flavia y Lorena desearían que la miraran y le pidieran perdón, que le ofrecieran verdad. Verdad y justicia. Desearían que volviera a estar bien y que un domingo como tantos preparara empanadas y locro, compartir una copa de vino.
LA CAÍDA
Hay crónicas que no logran regirse por la temporalidad de los sucesos. Pues las cosas se encadenan de manera simultánea y los hechos se explican a la par de otros, así parece la historia de las pestes y de las resistencias. La opresión y las luchas hermanan todos los tiempos.
Cuando Lorena llega a Garín, las hermanas se abrazan en el umbral. Lorena acumula una larga lista de insomnios, palpitaciones y años de profunda tristeza, le duele el duelo de una vida esperando justicia y los ojos de la abuela, que se vuelven más transparentes. Flavia lxs recibe aliviada de que ya estén ahí, en su hogar. Una casa no es necesariamente un hogar. Lxs primxs han estado tan cerca siempre y se conocen tanto que los une un lazo entrañable.
Un hogar. La casa y la causa es justa: “La caída de los ferroviarios”. Aquella noche comenzó una secuencia de secuestros de trabajadores ferroviarios, que a partir de ciertos documentos, testimonios e investigaciones del Equipo Argentino de Antropología Forense, Lorena logró comenzar a reconstruir. Se inició la noche en que se llevaron a Juana y Egidio; continuó al día siguiente en los talleres de José León Suárez, de donde se llevaron a Enrique Montarcé y Juan Carlos Catnich; luego buscaron a sus compañeras, primero a Iris Pereyra y después a Leonor Landaburu, embarazada de ocho meses; siguió de madrugada con Enrique Gómez junto a su esposa Nilda Acosta; luego fueron a la casa de Héctor Pablo Noroña y se lo llevaron junto a su compañera Esther Nieve y sus dos hijas; por la tarde buscaron a Carlos Moreno, su compañera María Aurora Bustos y sus dos hijas también; al día siguiente fueron por Carlos Raúl Parra y su compañera. Cuatro días después fueron secuestrados Juan Carlos Barrionuevo y Oscar Barrientos Ríos, y al día siguiente, Rosa Nusbaum, también embarazada. Gigio trabajaba en aquellos talleres del Ferrocarril Mitre, estación José León Suárez. Estaba ahí aquella noche del 30 de agosto mientras el grupo de tareas se dirigía hacia su casa para secuestrarlo. Paralelamente, un tío que había estado de visita y había compartido un mate, se despedía de la familia. A pocas cuadras, aún con el gusto dulce en el paladar, vio pasar un operativo con autos y camiones, pero cómo adivinar el destino de esa patota, cómo imaginar que el objetivo era su familia. Gigio regresó recién al amanecer. Apenas pudo dejar la bicicleta, ya lo tenían secuestrado.
Existían, en cierta época, cuentan, trenes y ferroviarixs rigurosamente vigiladxs. Y mucho más. El Ferrocarril Mitre recorre varios kilómetros del suelo argentino. Sus vías llegan hasta el norte del país. Su cabecera está en Retiro, ese nodo donde confluyen tantxs pasajerxs, como también ocurre, por ejemplo, en Constitución, Once o Nueva Pompeya. Lugares de paso, de incansable circulación de seres que los utilizan como espacios de trasbordo para ir al trabajo o regresar a sus hogares. A veces surgen algunos lujos, como comprar algún regalo para lxs hijxs, saborear un pancho de paradx o disfrutar, en el mejor de los casos, una cerveza helada sentadx a la mesa de alguno de los boliches que rodean esos edificios.

LOS FERROVIARIOS
La historia de lxs ferroviarixs se remonta a más lejos que sus vías, porque cruza los mares en barcos que demoran meses en arribar. Los sostiene la ilusión de llegar a una tierra alejada de la guerra, el hambre y la miseria de la que huyen. “Lxs prefiero lejos que muertxs”, obligaban lxs xadres a sus hijxs, “¡hacer la América!”. Hubo tantxs que besaron a sus madres mientras dormían para evitar el dolor que lxs pudiera retener. Se despedían así, sabiendo que seguramente no volverían a verse más. Llegaban a esta tierra con un baúl del que habían tenido que desprender más recuerdos de los que hubiesen querido, y sin embargo muchxs de ellxs traían consigo más anarquismo, socialismo y deseo de libertad de lo que en esos baúles pudiera caber. Un deseo tan firme y convincente que no tardó en diseminarse rápidamente entre lxs obrerxs de nuestra incipiente nación. La ilusión de una tierra lejana a la miseria, para muchxs se desarmó apenas pisar el puerto, llegar al conventillo, ingresar a la fábrica o al trabajo rural. La miseria forma parte de ciertos poderosos diseños para algunos territorios. Para fines de 1800, la economía agroexportadora se expandía y requería de mano de obra en el campo, gran parte de lxs que llegaban debían trasladarse a las zonas rurales y encontrarse con condiciones de explotación y maltrato que hicieron crecer sus ideas y sus luchas. En los inicios, los conflictos no salieron de los ámbitos locales, pero luego, cuando comenzaron a necesitarse más manos en la naciente agroindustria y manufactura, muchxs de los obrerxs rurales migraron hacia los centros urbanos, donde las luchas se empezaron a solidarizar. Las problemáticas eran las mismas: jornadas extensas, salarios bajos, necesidad de descansos, malas condiciones de trabajo. Los ferrocarriles concentraban gran cantidad de trabajadorxs, las leyes de trabajo estaban presentes por su ausencia y las condiciones laborales resultaban precarias. Tuvieron su primera huelga en 1888, organizada por la Unión Ferroviaria y La Fraternidad, cuando la red de ferrocarriles estaba en manos inglesas representadas por oligarquías locales. Por entonces, las huelgas y acciones del movimiento obrero comenzaban a ser crudamente reprimidas. Estado de sitio, masacre, represión… No tan distintas las de entonces a las de después, ni a las de antes. No tan distinta la Ley de Residencia de 1902 a la de proscripción de 1956. Echar a los pueblos originarios, echar a lxs inmigrantes revolucionarixs, echar a lxs peronistas, echar a los movimientos de liberación nacional. Echarlxs, y si eso no fuera posible, eliminarlxs.
Gigio llegó a la Argentina más cerca de la ley proscriptora del 56, huía con su familia de la hambruna de Italia, tenía dos años nomás, pero era 1950 y por esta tierra, por primera vez, las clases trabajadoras ganaban derechos, algo inusitado e imperdonable para ciertos centros de poder. Los pequeños gremios de oficios ya conformaban una nueva clase obrera, anclada en las fábricas e industrias. Poco tiempo soportó la oligarquía esa avanzada de la justicia social. En 1955, los militares bombardearon a su propio pueblo en la plaza, y tres meses después se produjo el golpe de Estado que expulsó a Perón. Con el exilio de Perón comenzó la Resistencia.
Lxs ferroviarixs fueron gente de lucha y convicciones fuertes. Gigio trabajaba en los talleres de José León Suárez, una de las estaciones intermedias del ramal. En las cercanías, en una zona de basurales, ocurrieron los fusilamientos de 1956. Allí fusilaron a un grupo de civiles y fusilaron a la sublevación del pueblo. Aquel hecho fue investigado y narrado por Rodolfo Walsh en su libro Operación Masacre, a quien seis meses después de lo sucedido, mientras jugaba al ajedrez en un bar, alguien le comentó: “Hay un fusilado que vive”. Los pasos de Gigio estuvieron emparentados con los de aquellos fusilados, él también fue hijo de aquella Resistencia y de sus sobrevivientes, formó parte de la Juventud Trabajadora Peronista y de Montoneros.
CAMPO DE MAYO
El terreno de la casa de Boulogne es muy extenso, declara Lorena a distancia, es algo bastante típico en el conurbano. Lorena regresa a aquella noche y describe la casa: tenía una cocina, un dormitorio para su tía Ema y su prima Sandra, y otro en el que dormían ella, Flavia, Juana y Gigio. Afuera, en el patio, estaba el baño, algo usual a comienzos del siglo XX. Cuando la patota entró, apoyó un bolso con armas en la cocina y a ellas cinco las encerraron en una habitación. Así pasaron la noche entera. Cerca de las seis y media de esa mañana, llegó el papá. Lo entraron a golpes recorriendo todo el largo del terreno. Luego hubo una discusión entre los represores, primero metieron a todxs en un auto pero después bajaron a las nenas, discutieron y finalmente las dejaron en la casa de la vecina. La casa de la derecha, especifica Lorena. Pero la vecina no conocía a la familia y no las quería tener. La amenazaron, no tuvo opción. El resto se fue en ese auto hacia un destino incierto. Flavia recuerda la mano de su mamá que la saluda. Luego supieron que habían sido llevadxs al centro clandestino de detención, tortura y exterminio de Campo de Mayo.
Se estima que por El Campito –uno de los cuatro campos de concentración que funcionaron allí– pasaron más de cinco mil detenidxs, de lxs que sobrevivieron menos de cien. Fue uno de los principales centros de exterminio. Todavía es terreno de investigación judicial, aún se intenta reconstruir su funcionamiento y se buscan restos humanos enterrados en el lugar. Sin embargo, a fines de 2018, el por entonces presidente Mauricio Macri firmó un decreto a través del cual creaba en Campo de Mayo una reserva ambiental. No tan distinto a 1998, cuando el entonces presidente Carlos Menem anunció la demolición de lo que era la ESMA para dar el espacio a la creación de un parque y un monumento al símbolo de la unidad nacional. En una y otra ocasión, los organismos de derechos humanos exigieron la preservación del lugar. Es una marca territorial de la memoria que se disputa entre quienes quieren escribirla y quienes la quieren borrar.
Hubo alguien que supo que no debía olvidar todo aquello que pudiera registrar su memoria, y que, como hacía Flavia con su hermana pequeña, debía realizar el ejercicio arduo y necesario de enseñarles a otrxs a recordar; con los ojos vendados y maniatado, contaba los pasos entre los galpones, los pasos desde los baños hasta las piletas, las duchas, las columnas de luz, pasos hasta el quincho, la ubicación del tanque de agua, la maternidad clandestina, el sonido de los vuelos, memorizaba apodos, nombres, movimientos: Juan Carlos “Cacho” Scarpati, secuestrado en una cita en abril de 1977. Después de recibir nueve balazos, uno en la cabeza, otro en la boca, llegó a El Campito casi muerto. Allí permaneció cinco meses, hasta que logró fugarse. Su fuga constituiría una nueva crónica, pero lo cierto es que salió hacia Uruguay, luego Brasil y logró llegar a España, donde lo recibieron sus compañerxs. Desde entonces, comenzó a volcar su memoria en montones de listas, notas, bocetos, planos, hizo sus denuncias en el exterior, se reunió con familiares de detenidos-desaparecidos y comenzó a reconstruir lo que, aún hoy, más de cuarenta años después, la Justicia sigue investigando. A partir de sus testimonios y documentos fue posible ubicar El Campito, excavar y encontrar –tal como él había descripto– los cimientos de las estructuras que se habían demolido. Cacho había iniciado su militancia durante la Resistencia Peronista, en movimientos de base de la ciudad de Mar del Plata, luego integró las Fuerzas Armadas Peronistas y se incorporó a Montoneros.
Sandra y Ema fueron liberadas cinco días después de la noche del secuestro. Por eso, años más tarde Flavia y Lorena pudieron saber que habían sido llevadxs a Campo de Mayo, que al llegar les asignaron un número, que mientras las interrogaban a ellas torturaban a Gigio en la sala contigua. Sandra vio que lo pateaban entre varios como a una pelota y vio a Juana también, acostada y atada a una cama, vio que lloraba, se acercó pero la vieron y la sacaron de los pelos. Tenía 13 años, declara Flavia. Sobre sus recuerdos se fueron superponiendo la oscuridad del espacio, los gritos, los olores, la confusión, pero Sandra no olvida haber visto detenidos cavando pozos cerca de los árboles, los vio por ahí, o por ahí, los recuerdos se escurren y cambian y por momentos es difícil hablar. Una niña que había descendido a los infiernos. El día que la liberaron junto a su madre, estaban en una fila, pero alguien ordenó sacarlas, “estas van para otro lado”.
La abuela Negra buscó a sus nietas apenas supo, algunas horas después de sucedido el operativo. Una tía había llegado a la casa de Boulogne para tomar un mate con Juana y se encontró con los restos de la operación. No quedaba nada, se habían robado todo, hasta los objetos más insignificantes. La vecina vio movimiento y corrió a avisarle que “las nenas” estaban ahí. Las nenas. La abuela Negra fue quien las cuidó desde entonces. Flavia y Lorena. Hermanas, nietas, hijas. Madres.

JUSTICIA A DISTANCIA
La declaración es en modo remoto, gracias a los nuevos sistemas de conexión: micrófonos, auriculares, pantallas. El virus de la covid-19 recorre el mundo con furor. Los alegatos no son presenciales como deberían haber sido, la emoción tampoco, sin embargo, no mengua. Se trata del tramo conocido como “La caída de los ferroviarios”, a cargo del Tribunal Oral Federal Nº 1, originado en la Megacausa Nº 4.012 Campo de Mayo, del Juzgado Federal Nº 2 de San Martín, que investiga los secuestros y desapariciones de 323 víctimas que pasaron por Campo de Mayo entre 1976 y 1978 y que implica a veintidós genocidas, de los cuales nueve ya tienen condenas previas. Lorena explica que el resto nunca fue juzgado porque no era posible identificarlos, actuaban dentro del campo bajo seudónimos. Recién a partir del trabajo de una de las áreas de la Secretaría de Derechos Humanos que estudió los expedientes laborales de militares activos durante la dictadura, en 2014 fue posible comenzar a vincular datos de testimonios y genocidas. Tal es el caso de uno de los más cruentos jefes de los torturadores y uno de los más mencionados en los testimonios, que estaba a cargo de los interrogatorios a militantes montoneros. Fue una pregunta durante todos estos años y la respuesta portaba nombre y apellido: Carlos Francisco Villanova, dentro del campo, el “Gordo 1”.
Lorena y Flavia jamás imaginaron que deberían declarar de esta manera, por medio de un sistema de videoconferencia, en una sala virtual, desde la intimidad, a distancia. Presenciaron tantas audiencias, juicios tardíos por crímenes de lesa humanidad, exigidos durante décadas, sentadas en silencio, agarradas de las manos de otrxs o paradas en las calles agitando justicia. ¿Dónde empieza la peste? El paso del tiempo, cuando es impune, echa a perderlo todo, pruebas, testimonios, información que era fresca y certera se pierde. El aislamiento obligatorio del anómalo 2020 dispuesto a partir de la pandemia hizo que esta audiencia sea así, desde la casa, hablando a la pantalla, superponiéndose las voces, en la soledad familiar, sin los abrazos que esperan afuera y fortalecen el ánimo. En la sala virtual están el juez Daniel Omar Gutiérrez, la fiscal Gabriela Sosti, algunos funcionarios judiciales, las querellas, defensas y testigos. Lo judicialmente correcto.
Imágenes recurrentes, instaladas en memorias infinitas. ¿Cuál de las pestes? ¿Cuál de las resistencias? Se robaron todo, repite Lorena, hasta se sentaron a comer mientras esperaban. La perversidad no tiene escrúpulos. Comían mientras esperaban la llegada del padre de las hermanas, Lorena y Flavia, “las nenas”. Fue una noche oscura, de una negrura inusual, impensada, un camino con mano única hacia el espanto. Por eso las hermanas sintieron tanta fuerza aquel día de la primera audiencia de la megacausa, todavía presencial, en abril de 2019, en tiempos previos a esta pandemia, cuando pudieron pararse junto a sus hijxs y junto a su familia ante los genocidas, mostrándoles cuántxs son y todo lo que no habían podido con ellas.
Lorena y Flavia piden justicia, que “nos digan qué hicieron con ellos y quiénes se quedaron con mi hermano o hermana, con el bebé de Leonor Landaburu y el de Rosa Nusbaum, que le pidan disculpas a mi abuela por todo lo que le hicieron vivir y que le cuenten qué le han hecho a su hija, y a nosotras qué les han hecho a nuestros padres”. “Lamentó que haya pasado tanto tiempo para llegar a esta instancia –declara Lorena, refiriéndose a la abuela– porque ella merecía ser escuchada y que se supiera todo lo que había hecho buscando a mis viejos y a ese bebé que tendría que haber nacido a fines de noviembre, principios de diciembre de 1977”.
El 24 de agosto, mientras esta crónica se escribe, privada de justicia y de verdad, muere María Ángela Lescano. La abuela Negra.
Colaboró Daniela Drucaroff