Junto al Covid-19, la fiebre amarilla fue la epidemia más trágica de la historia de la ciudad de Buenos Aires. En una población de unos 200 mil habitantes, en 1871, se llevó la vida catorce mil porteños en apenas seis meses. Un siete por ciento de sus vecinos. Una catástrofe que cambió por completo la vida social de la Ciudad. La zona sur dejó de ser el lugar donde vivían los ricos, la población negra fue diezmada (la mayoría enterrada en fosas comunes), se creó el cementerio de la Chacarita porque el viejo Cementerio del Sur no daba abasto para albergar cadáveres y se realizó la primera cremación. Al igual que lo que vivimos en estos tiempos de Coronavirus, el mes de abril fue el pico de la pandemia. En una Ciudad en la que moría unas 20 personas por día, la cifra se elevó a 500. Los pobres, que eran los que no tenían condiciones económicas para huir, morían en las calles porque los inquilinatos en los que vivían eran incendiados por el pánico que generaba la crisis sanitaria.
La epidemia comenzó en un barco llegado desde Paraguay. Eran tiempos de la Guerra de la Triple Alianza y muchos soldados volvieron infectados. El 27 de enero de 1871 se detectaron los primeros tres casos por parte del Consejo de Higiene Pública de San Telmo. La Comisión Municipal, que presidía Narciso Martínez de Hoz, desoyó las advertencias médicas sobre el brote epidémico, no dio a publicidad los casos y continuó con los preparativos de los festejos del Carnaval. Recién el 2 de marzo, se prohibieron los bailes.
Para entonces, el Hospital General de Hombres, el Hospital General de Mujeres, el Hospital Italiano y la Casa de Niños Expósitos no podían contener a la cantidad de enfermos que se acercaban a sus instalaciones. Se crearon otros centros como el Lazareto de San Roque -actual Hospital Ramos Mejía- y se alquilaron otros privados. El puerto fue puesto en cuarentena y las provincias limítrofes impidieron el ingreso de personas y mercaderías procedentes de Buenos Aires. Como la especulación no solo es un tema de nuestros días, los alquileres aumentaron fuertemente. Por otro lado, el número de saqueos y asaltos a viviendas aumentaron y existieron casos en los que los malhechores se disfrazaban de enfermeros. Además muchas casas era deshabitadas y la policía no llegaba a poner candados.
Por aquellos días se pensaba que la enfermedad era contagiosa y que uno de los vectores para propalarla eran la contaminación del agua y la insalubridad de los barrios pobres. Recién diez años después se descubriría que el transmisor era un mosquito llamado Aedes aegypti. “Los desdichados inmigrantes, desarraigados, perdidos en medio de la locura en que se hallaban sumergidos, contemplaban entre desolados y temerosos a esos señores que les impartían órdenes incomprensibles. Recién comenzaban a entenderse cuando a empujones los echaban a la calle, muchas veces sin dejarles recoger sus pertenencias (…) Policías y comisionados recogían las míseras camas, los tristes muebles, los pobres enseres e incluso la ropa de los inquilinos, los apilaban en el patio y encendían una estupenda hoguera, verdadero auto de fe. El conventillo era encalado, desinfectado y cerrado. Los comisionados y la policía se iban y quedaban los inmigrantes en la calle librados a su suerte”, relataba aquel drama Mardoqueo Navarro en su diario personal.

ABANDONAN EL BARCO
Más de la tercera parte de los ciudadanos decidió abandonar la ciudad, entre ellos el presidente Domingo Sarmiento y su vice Adolfo Alsina, los miembros de la Corte Suprema y varios legisladores, lo que generó la indignación social. Los diarios La Nación, La Tribuna y La República, comenzaron una campaña periodística que derivó en que unos ocho mil vecinos se congregaron el 13 de marzo en Plaza Victoria (actual Plaza de Mayo) y designaron una Comisión Popular que enfrentara el caos ante la inacción de los gobiernos nacional de Domingo Sarmiento y de la Comisión Municipal de Narciso Martínez de Hoz.
Entre las víctimas estuvo el propio presidente de la Comisión, José Roque Pérez, quien falleció el 24 de marzo. Ya había escrito su testamento cuando asumió el cargo ante la certidumbre de que moriría contagiado. También murieron muchos médicos como Manuel Argerich, su hermano Adolfo, Francisco Muñiz, Zenón del Arca -decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires-, y Vicente Ruiz Moreno. Entre los médicos que permanecieron en su puesto o incluso acudieron a la ciudad, y sobrevivieron, estuvieron Pedro Mallo, José Almeyra, Juan Antonio Argerich, Eleodoro Damianovich, Leopoldo Montes de Oca y Pedro A. Pardo. Tomás Liberato Perón, abuelo de Juan Perón, miembro de la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y primer docente de la cátedra de Medicina Legal de la UBA, formó parte de los equipos médicos que combatieron la enfermedad.
El pico de fallecimientos fue durante la Semana Santa y los días posteriores. El10 de abril se llegó a la cifra máxima con 563 muertes. Todos los diarios cerraron, con dos excepciones: La Prensa redujo a dos páginas su edición, que normalmente era de cuatro; y el diario La Nación continuó normalmente, pese a la gran cantidad de enfermos de su personal incluyendo a su director.
Ayudada por los primeros fríos del invierno, la cifra comenzó a descender en la segunda mitad de abril, hasta llegar a 89. Sin embargo, a fin de mes se produjo un nuevo pico de 161, probablemente provocado por el regreso de algunos de los auto evacuados, lo que condujo a su vez a una nueva huida. El mes terminó en definitiva con un saldo de más de 7 500 muertos por el flagelo. Los decesos disminuyeron en mayo, y a mediados de ese mes la ciudad recuperó su actividad normal; el 20 la comisión dio por finalizada su misión. El 2 de junio, por primera vez, ya no se registró ningún caso.
Una de las consecuencia de la pandemia, fue que como se pensaba erróneamente que era un problema de contagio por salubridad, se iniciaron obras de saneamiento en toda la ciudad y se prohibieron los saladeros de carne, localizados todos sobre la margen derecha del Riachuelo. En 1874, el ingeniero John Bateman dirigió la construcción de la red de aguas corrientes y, en 1873, se inició la construcción de obras cloacales.
En 1884, el porteño Pedro Doime falleció por fiebre amarilla. Temiendo la aparición de un nuevo brote, los doctores José María Ramos Mejía, director de la asistencia pública, y José Penna, director de la Casa de Aislamiento (actual Hospital Muñiz), decidieron por cremar su cuerpo, convirtiéndose en la primera realizada en la ciudad de Buenos Aires.