16 de marzo
Divisadero y Oak
Una mujer cruza la calle en diagonal, descalza y sin medias. Lleva los pies vendados con un trapo color salmón. Se queda parada por unos segundos en la intersección de Fulton y Shrader. Grita algo que no entiendo. No veo a nadie más. Es lunes y el sol tibio de marzo suaviza el aire casi apocalíptico que se respira.
Salgo del consultorio médico. Fui a hacerme el test del coronavirus 2019, por las dudas. Ni me hicieron la prueba ni les gustó que fuera. Igualmente, me cobraron el co-pay, 25 dólares. Subo a mi auto y decido aprovechar la ciudad desierta para practicar un poco frente al volante. ¡Qué tentación son las calles vacías! Ir más allá de las rutas aprendidas de memoria, de las señales de tránsito esperadas. Me aventuro a Divisadero. Una avenida de doble mano con dos carriles a cada lado que divide a San Francisco en dos: este y oeste. El pavimento suave y limpio se me abre como una alfombra de terciopelo gris a medida que avanzo. Cuando llego veo que la calle no está tan vacía como esperaba. Autos y más autos. Quizá no son tantos, pero yo los siento como un enjambre de abejas. Ya no soy tan valiente, el corazón se acelera y empiezo con mi mantra: “Lo estoy haciendo bien, respeto todas las reglas, nada me va a pasar, no son muchos autos, sigo mi carril”.
En ese momento de autorregularme veo, a lo lejos, la esquina sudoeste de Divisadero y Oak. Allí se congregan los jornaleros –en su mayoría, inmigrantes sin papeles– esperando trabajos ocasionales. Mexicanos, guatemaltecos, hondureños, nicaragüenses, salvadoreños comparten la esquina y el idioma. Se arriman cuando una camioneta pasa despacio. Se acercan, ofrecen su cuerpo joven y fuerte. Los más viejos se apañan en la experiencia. Supongo que tendrán sus reglas para no pelearse por un cliente. Hoy el paisaje al que nos tienen tan acostumbrados es diferente: casi vacío, a tono con la ciudad. En ese espacio estratégico –como varios en San Francisco y en el área de la Bahía–, ellos se juntan con sus ropas de trabajo, listos, sin un segundo que perder, a que los levanten para una faena quizá mal pagada. Y digo quizá porque hoy tengo ganas de creer en que hay gente buena.
Siempre están apoyados en un poste o en la pared, conversando de a dos, de a tres, en grupitos. Veinte o veinticinco hombres hispanohablantes aguardan en la intemperie, a veces bajo la agresividad del viento y la lluvia que les hace la ropa más pesada. Sin vergüenza a su vulnerabilidad. Hoy hay tres.
Todos los días (de suerte), un patrón nuevo. Cada mañana, un trabajo desconocido que encarar. Pintan, limpian, hacen mudanzas, levantan escombros, cavan la tierra, tiran paredes. En una ciudad tan cara como San Francisco, la mayoría vive el día a día, pero ellos más que nadie. Dueños sólo de unas manos fuertes y unas espaldas anchas acostumbradas a cargar. Pienso en estos hombres y en esta realidad furiosa que les está tocando vivir, un meteorito que va a sacudir la Tierra: cuarentena. No hay ningún lugar a salvo. Intuyo que no poseen ahorros con los que amortiguar la caída. Varados en el limbo de quien decide la legalidad de un ser humano. Yo me pregunto cómo harán para afrontar estos días.
Más tarde, la alcaldesa de San Francisco, London Breed, anunciará que a partir del martes las medidas se restringirán aún más y la cuarentena será obligatoria. Hoy hay tres jornaleros, mañana no habrá ninguno.
Quiero acercarme, charlar con ellos, saber de sus vidas, contarles que estoy practicando mi manejo, pero me da miedo de ilusionarlos, hacerles creer que voy a ofrecerles algún trabajo.
Los lunes son siempre un poco tristes. Yo tomo coraje –“lo estoy haciendo bien, respeto todas las reglas, nada me va a pasar, no son muchos autos, sigo mi carril”– y enfilo hacia mi casa a cumplir aislamiento.
El mundo se va a poner difícil.
17 de marzo
En casa
No tengo ganas de hacer nada. Me asomo a la ventana. Veo mi Honda Fit que está estacionado justo en la puerta del edificio donde vivo. Está sucio. Ojalá que mañana llueva.
19 de marzo
La Misión
Las calles desiertas son un paraíso para el conductor novato. Los semáforos son todos míos. Los stop signs son para mí. Todas las reglas de tránsito son mías, las respeto para mí. Me equivoco y yo soy mi única víctima. Doblo a la derecha, hago la señal para mí. Doblo a la izquierda y hago la señal para mí. Alardeo de velocidad (dos o tres millas más por hora). Soy dueña de la ciudad.
Hoy decido ir a La Misión, el barrio latino, a proveerme de yerba mate para la cuarentena. Es uno de los pocos lugares que quedan donde todavía se ve gente caminando en la calle considerablemente cerca una de la otra. Sólo compro tres paquetes de medio kilo cada uno. Lo que usualmente me llevo. No acumular me da esperanza de que todo esto termine pronto. A unos pasos del minisupermercado me encuentro con un argentino. Nos damos un codazo y charlamos en la vereda como si estuviésemos en un barrio porteño; sin embargo, mantenemos las distancias.
Me cuenta que lo echaron de donde vivía. Hacía diez años que le alquilaba un cuarto a una mujer de… no importa la nacionalidad. Hace dos días está parando en lo de un amigo, espera encontrar un lugar fijo en época de cuarentena. Me dice que está desesperado. No me atrevo a preguntarle si tiene trabajo, si después del aislamiento va a volver a su vida laboral. Creo que no, siempre tuvo changas.
Por un segundo se me cruza por la cabeza que me va a pedir dormir en el sofá de mi casa. Quiero evitar el momento de decirle que no.
Es tan fácil quedarse sin un techo. En un pestañeo, uno se encuentra en la calle. En estos días donde se vive al extremo me doy cuenta de que hay que tener más de lo justo y un poquito más. Una vez leí que al tratar de explicarle lo que era el ahorro a un hombre de los pueblos originarios, este se quedó totalmente escandalizado. “Ahorrar”, dice, “eso es terrible”. Para él significaba sacarle lo que en algún momento le podría servir al otro. Él veía los recursos, sean cuales fueran, como agotables. La capacidad de saber ahorrar tiene un dejo de egoísmo. No hay nada que hacerle.
Recuerdo que cuando estaba recién llegada se me iba acabando el dinero y yo no encontraba un trabajo fijo. Poco a poco iba vaciando los bolsillos. Me había quedado con veinticinco centavos nada más y los guardaba como si fueran de oro. Me moría de hambre y no aguanté más, lo que tenía era lo que costaba un bagel pelado en el lugar más zaparrastroso del Upper West Side en Manhattan. Me lo compré, y mientras me lo comía vagando sin rumbo por las calles de la Gran Manzana, en el medio de la vereda, vi algo que brillaba: una pulsera gruesísima de las que usan los raperos, sin nombre ni ninguna otra identificación. Miré a todos los costados con el pan todavía en la boca, la levanté, me la puse en el bolsillo y me fui directo para Time Square a venderla. Tal vez tenía suerte. Para mi sorpresa, era de oro macizo. Y si bien la persona que me la compró me habrá dado una limosna, para mí fue una fortuna. Tiré una semana más. De esto hace más de dieciocho años.
Por suerte, el argentino se despide sin pedirme nada. No me doy cuenta de darle un paquete de yerba. Siempre lenta yo.
Regreso a casa con mi mercadería. La semana que viene me animo a la Avenida 19: doble mano, tres carriles a cada lado.

20 de marzo
Rainbow
Ya no me entusiasmo tanto con la reclusión. Me pierdo en mi departamento de un ambiente. Afuera hay un mundo ni tan fácil ni tan vacío como esperaba. La gente tiene las mismas ideas que yo: aprovechar la cuarentena. Hacer lo que nunca pudo hacer. Tampoco sé muy bien a qué barrio ir. Todos los caminos conducen a Roma: o sea, a la autopista. Las calles siguen siendo brutales, rápidas y una vía de escape para los conductores enojados. Gritan, insultan, tocan bocina con ganas de pelear. El otro día venía respetando todas las señales de tránsito, y de una camioneta sale la cabeza de un viejo. “Wake up”, grita. A mí se me pasó por la mente responderle en argentino: “Pelotudo, andá por Geary si querés ir rápido”. Me quedé con la puteada en la garganta, la camioneta aceleró y me pasó haciendo ruido, como el bufido de un toro, para demostrar que era grande, fuerte y sin miedo. Las puteadas en la calle tienen que ser rápidas y precisas. Estoy pensando que la próxima les voy a dar the finger. Hoy veo el mundo agresivo y violento. Además estoy cansada. Sin ganas de vivir y en cuarentena.
Igualmente voy a Rainbow, un supermercado cuyos dueños son los mismos empleados, una cooperativa. Tienen de todo, orgánico y fresco. A mí me encanta, es como ir a una de esas dietéticas de Buenos Aires, pero gigante. Hago mi camino de memoria. No hay mucha aventura. Dejo para otro día lo imprevisto, la valentía, la decisión a último momento. Cuando ya estoy a una cuadra de mi destino puedo ver que de la puerta del supermercado nace una cola que da vuelta la esquina. Para entrar en el estacionamiento espero media hora. El encargado del parking me indica un rincón entre dos autos. Un espacio estrecho que me hace acordar a un nicho. Y yo tengo que encajar mi auto ahí.
Hay un sentido que nos ubica en el espacio, se llama sentido de la propiocepción. En el interior de nuestro cuerpo, los músculos y tendones tienen conocimiento de lo que nos rodea, de las distancias, de los pesos. Así mi brazo, sin pensarlo, apenas se estira para alcanzar un libro que está al lado mío; sin embargo, se extiende lo más que puede para agarrar un objeto a medio metro de distancia aunque no lo esté mirando. Mi cuerpo se prepara para levantar una pluma de distinta manera que para levantar una maceta de diez kilos. No tendríamos noción de la velocidad o lentitud en la que nos movemos de no existir este sentido. Me resulta fascinante. Sin él viviríamos chocándonos con las cosas, caminaríamos hacia la pared cuando lo que realmente querríamos es salir por la puerta. No tendríamos armonía en los movimientos. Sería imposible adaptarnos a la vida.
Ahora tengo que aprender mi sentido de la propiocepción con el auto. No soy sólo yo, sino mi auto y yo. Aprendo qué espacio ocupo con la carcasa: mi cuerpo termina donde acaba mi Honda Fit 2007. Me veo en el aprieto de entrar en el hueco al que me mandó el empleado de Rainbow, ingenuo –o confiado– de mi experiencia detrás del volante. Calculo la anchura del carro y la del lote, tengo que entrar sin tocar los dos vehículos que me flanquean: una camioneta Ford negra y un BMW blanco. No hay lugar para la equivocación y mucho menos para el ring raje. Entro, el coche me queda medio torcido pero zafa. Abro la puerta unos veinte centímetros y salgo de costado. Todavía queda la cola de una cuadra para entrar al supermercado.
De repente viene un virus inesperado, se transforma en pandemia y retrocedemos años, décadas, a aquella época en la que hacíamos cola. La vereda está marcada: hay que mantener seis pies de distancia, algo así como un metro ochenta. Hora y media. Dos horas. Escucho dos podcasts, leo de parada y boludeo. La gente en barbijo respeta el orden. Por momentos, se saltan las restricciones y charlan. Entre palabra y palabra se olvidan y se van acercando a una distancia poco prudente. Las ganas de comunicarse pueden más que el miedo. Mientras tanto yo me pregunto cómo voy a hacer para salir de ese estacionamiento tan apretado.
Ya me toca. Frente a la entrada hay una mesa con desinfectante, guantes de látex y toallas de papel. Me lavo las manos, me pongo los guantes y entro a hacer mis compras: unas verduras, frutas, algodón y acondicionador para el pelo. Veo unos chocolates, también los meto en el carrito.
Termino el recorrido. Pago en efectivo. Siento que el cajero me mira con mala cara por andar pasando dinero posiblemente contaminado. Y enfilo hacia el auto. Entro de costado. Pongo la bolsa en el asiento de copiloto. Veo que estoy rodeada de autos. Tenía la esperanza de que estuviera más vacío. Me pongo nerviosa y empiezo a comer uno de los chocolates. Doy marcha atrás. Me digo que despacio se llega a todas partes. Logro salir después de casi diez minutos. Me veo en la obligación de pedirle perdón al empleado de Rainbow. Me voy a casa comiendo el resto del chocolate.
Llegando a Castro, a mitad de cuadra, se me cruza un hombre. Es joven. Debajo del brazo izquierdo lleva un montón de ropa hecha un bollo. Con la mano derecha se sostiene los pantalones que se le están cayendo. Cuando ya me da la espalda puedo verle las nalgas blancas. Están llenas de cortes y raspaduras. Habla solo.
21 de marzo
En casa
Hoy llueve. Qué bueno. Miro por la ventana. Otra vez mi Honda Fit está estacionado justo debajo de mi apartamento. He tenido suerte. Con la cuarentena, encontrar lugar para dejar el auto se ha hecho más fácil. Quieto, con la trompa inclinada, parece un pajarito bebiendo agua de un charco. Es azul Francia.
No tengo ganas de poner un pie en la calle. La cuarentena me succiona, para lo único que saldría sería para comprarme una botella de vino. Mejor dos. Y quedarme en casa hasta el otro día. Si me voy a deprimir, lo voy a hacer bien.
22 de marzo
En casa
El auto sigue igual de sucio. La lluvia trae viento, este sacude los árboles y se me llena la carrocería de florecitas. Estamos en primavera.
23 de marzo
En casa
24 de marzo
En casa
Hoy limpian la calle del lado de mi casa. Estaciono el auto en la vereda del frente. Tengo suerte, hay un solo espacio para aparcar y está libre. El resto son garajes y una parada de autobús.
25 de marzo
Downtown
Hoy me decanto por Downtown, el microcentro de San Francisco: un puño apretado de oficinas, bancos y calles angostas. Como no quiero tomar ni Geary, ni Fell, ni Oak –tres aortas que bombean la ciudad de tráfico–, hago zigzag buscando las calles menos transitadas porque, a pesar de la cuarentena, no están tan vacías como quisiera. Me asombran las ganas de vivir que tiene la gente.
Agarro Eddy. Conozco las calles a pie o desde el colectivo, pero estoy en ascuas detrás del volante. Tengo miedo de terminar en una que confluya en la autopista. Igualmente, me echo a la suerte. Cuando ya estoy llegando a Van Ness me doy cuenta de que voy a desembocar en el Tenderloin. No era mi plan. Contengo la respiración; me digo que peor es tirarse en paracaídas y me lanzo sin pensarlo dos veces. El barrio es un agujero negro en el centro de la ciudad: un vertedero de homeless, enfermos mentales y drogadictos. Sobreviven de la asistencia social, del robo o de la venta de baratijas en la calle. Parecen no haberse enterado de la cuarentena. Deambulan, descansan en la vereda, buscan piedras de crack perdidas entre las baldosas, otros más jóvenes van y vienen en bicicleta. También charlan, se ríen y toman sol. Hay muchos. El gobierno de San Francisco quiso abrir salas de consumo supervisado para que los usuarios pudieran inyectarse en espacios seguros e higiénicos. El fin era contener de algún modo las muertes por sobredosis. El gobierno federal las consideró ilegales. El proyecto espera salir a luz para el año 2021. Por ahora los consumidores usan las aceras sucias de la ciudad. El Tenderloin huele a pis y suciedad húmeda.
Aquí no se vive la pandemia como el principio del fin del mundo, sino como el después, lo que quedó de una guerra bacteriológica. No hay miedo a lo que va a pasar, porque ya pasó. Y ahora sólo resta perdurar como sea.
Doblo a la izquierda en Larkin. Manejo una cuadra. El semáforo se pone en rojo. Espero en la vereda. Una mujer, semiescondida entre dos autos estacionados, se agacha, se levanta una botamanga con una mano y con la otra que queda libre se inyecta con destreza. Es delgada, le calculo unos sesenta años. El semáforo cambia a verde. Aprieto el acelerador sólo por medio metro: un hombre en camiseta y chancletas se para en la intersección. Está desorientado, tiene una media de nailon en la cabeza, da unos semicírculos. Nos quedamos los dos en el cruce de calles como un torero arrepentido y un toro viejo sin ganas de pelear. Despacio me desvío a la izquierda. Sigo media cuadra y se me cruza una silla de ruedas llena de bolsas de plástico. Decide usar mi carril. Es cuesta arriba y apenas se mueve. Me veo obligada a hacer lo más difícil de manejar: cambiar de carril. Tengo miedo. Miro por el espejito, por suerte nadie viene atrás. Puedo pasarla.
En ella hay un hombre ya mayor, chiquito. Entre los chirimbolos que cuelgan de su silla sobresale una banderita de los EE.UU.; probablemente, un veterano de Vietnam. Me pregunto cómo va a hacer el gobierno para implementar la cuarentena obligatoria a la gente que vive en la calle. Son miles.
Me voy alejando del Tenderloin. Me digo que no lo hice tan mal. Ellos siguen vivos y yo también. Me adentro en Nob Hill. Me gusta este barrio. Aquí el detective sin nombre de la Continental de Dashiell Hammett atrapaba malvivientes en los años 20. Siempre que ando por estas calles imagino que soy uno de sus personajes. Estoy cansada y me voy a guardar a mi departamento. Downtown tendrá que esperar unos días.

26 de marzo
A tres cuadras de casa
Me pasa algo terrible. No tengo palabras. Me deprimo y me encierro en casa.
27de marzo
En casa
28 de marzo
En casa
Anteayer choqué. Choqué. Choqué. Choqué.
Choqué en cuarentena.
Mientras los otros se guardaban tranquilos y seguros en sus casas, yo choqué en las calles vacías.
Choqué en las calles de San Francisco donde Karl Malden y Michael Douglas atrapaban criminales en los setenta.
Choqué en las mismas calles en que el Ford Custom 500 de Harry el Sucio arrancaba pedazos de pavimento al bajar a toda velocidad de una loma.
Choqué en las calles alfombradas de flores donde miles de idealistas le decían “No” a la guerra contra los vietcong a finales de los sesenta, mientras escuchaban a Jimi Hendrix, Janis Joplin y los Grateful Dead y fumaban porros.
Choqué en los pasajes oscuros donde Humphrey Bogart en gabardina y con fedora buscaba un halcón maltés.
Yo choqué contra un árbol.
28 de marzo
En casa
No salgo. Veo el auto desde la ventana.
El paragolpes quedó colgando.
Tengo que ir al mecánico.
Todo abril
En casa
Mi pobre auto.
Todo junio
En casa
Pido comida con delivery.
4 de julio
En casa
Escucho que aún en cuarentena la gente juega con pirotecnia casera para festejar el Día de la Independencia. Tienen ganas de festejar a pesar de todo.
6 de julio
Hoy pienso mucho en la muerte.
Hoy papá cumpliría 93 años. Recuerdo que mi examen de manejo lo pasé –después de varios intentos– el 6 de julio de 2018. Hace dos años. Papá hacía tres que ya estaba muerto. Cuando vi esa fecha libre para el test, la coincidencia me envalentonó, me llenó de esperanzas. Aunque no creo en nada relacionado con el otro lado, ese día hice una concesión y me entregué a la suerte porque sabía en lo más profundo que papá estaba ahí conmigo, como quizá estuvo siempre con su inmenso silencio.
Entonces me digo: hoy sí. Hoy me animo, porque como ese 6 de julio de 2018, el espíritu de papá me va a ayudar. Igual tengo miedo, no sé con lo que me voy a encontrar. La ciudad debe de ser otra.
Salgo, me animo. Al coche le cuesta arrancar. Está sucio. Sujeté el paragolpes con una cinta adhesiva plateada muy resistente marca Gorilla. Zafa. Empiezo a andar sin un rumbo definido.
Ya casi no hay confinamiento, al menos no para los autos. No he practicado lo suficiente, no les he sacado ventaja a las calles vacías. Yo veo a los otros cómodos en sus vehículos. Los hay de todos los tamaños. La uniformidad se ve en los colores: la mayoría, grises, negros y blancos. Coches, mini-vans, camionetas, colectivos (muy pocos). Los clásicos Mercedes y BMW, los intimidantes Tesla, los simpáticos Mini Cooper, los confiables Volkswagen, los poderosos Audi, los Kia, los Acura, los Nissan, muchos Porsche y, como siempre, los del pueblo: Toyota y Honda. Ya se apoderaron de las calles como hormigas sobre unas migajas dejadas al descuido la noche anterior. Cientos, miles de ruedas marcando territorio.
Empiezo a vagar por las calles paralelas a las grandes avenidas. Me deprimo, pienso que nunca voy a poder salir de los barrios de San Francisco. Al norte, el Golden Gate Bridge, carriles angostos, los autos parecen rozarse las puertas, 45 millas por hora: un accidente seguro. Al este, el Bay Bridge –el peor de todos–, un manojo de autopistas para entrar al puente y otro manojo para salir, 50 millas por hora: un suicidio. Al sur, 19th Avenue se transforma en la famosa y escénica Highway 1 bordeando acantilados, 55 millas por hora: imposible. Y al este, el mar infinito: el océano Pacífico. No hay salida.
Sólo me quedan las calles barriales de San Francisco. Deambulo. Veo que la ciudad se ha llenado de carpas. Por alguna razón –tal vez covid-19–, las personas que antes vivían a la intemperie ahora siguen en las calles pero bajo el refugio de tiendas de nailon. Son demasiadas. Parece que la población en desamparo ha crecido mucho más de lo que se esperaba. Quizá haya gente que se ha quedado sin techo durante la pandemia o les dieron carpas a los miles de homeless que ya había antes de esta peste. Hileras de toldos triangulares ocupan las veredas. Flanqueadas por carritos de supermercados llenos de botellas de plástico, latas y cartones. En pleno julio, gente durmiendo envuelta en frazadas como único resguardo a la agresión de la calle –pienso agresión de la calle porque no hace frío–.
No me doy cuenta y me paso un semáforo en rojo. Me quiero matar. ¿Cómo pude cometer semejante error? Me pregunto si algún día podré dominar el lenguaje de las calles, formado por semáforos, señales de tránsito, peatones, bocinazos, insultos, miradas. En el año 2003, yo trabajaba en Nueva Jersey y vivía en Nueva York. Un día de verano –un calor insoportable–, hubo un apagón que afectó a todo el noreste de los Estados Unidos. No había electricidad ni en las casas ni en las calles. Tampoco funcionaban los celulares. No había forma de comunicarme con mi esposo. Y yo estaba del otro lado del río Hudson. Me sentía tan perdida en esa zona industrial donde no se hablaba mi idioma, a miles de kilómetros de donde yo había nacido. Ni idea de cómo iba a llegar a mi –nueva– casa, un departamento de un ambiente, el único lugar en el que me sentía más o menos segura. Un compañero de trabajo nos ofreció a una ecuatoriana y a mí llevarnos hasta el norte de Manhattan donde él también vivía. Tomó el Washington Bridge. Un viaje que duraba cuarenta y cinco minutos tardó como cinco horas. Todos los conductores se sincronizaron para improvisar un lenguaje de cortesía y solidaridad. No escuché en toda esa espontaneidad ni un insulto, ni un amague a adelantarse. Allí donde había un semáforo apagado, ahora había un stop sign, un privilegio al de la derecha. Ni el caos ni el calor sofocante de agosto hicieron que los vehículos perdieran el control. A mí me pareció algo increíble que un pueblo se pusiera tan de acuerdo, coordinado, sin fisuras.
Sin pensarlo, me dirijo hacia Castro, la zona gay. Paso por el barrio hippie, en la esquina de Haight y Stanyan, en el lote donde estaba McDonald’s, ahora hay un campamento de homeless: media manzana de carpas cercadas por una reja de un metro cincuenta de alto. Por entre los barrotes se ven los toldos de colores. Más tarde me entero de que es un sitio oficial amparado por el gobierno de la ciudad de San Francisco. Se les provee baños portátiles, así como también duchas, estaciones con hand sanitizers y tapabocas. Respetan el distanciamiento social y siguen las reglas de higiene. Se llaman safe sleeping village y hay dos oficiales: este, en Haight, y otro en Civic Center entre el Asian Art Museum y la Main Library. El resto de los asentamientos son clandestinos.
Ahora, llegando a Castro, una chica camina abrazada a una colcha, la arrastra, está sucia –la colcha y la chica–. Parece joven y quizá fue linda. No sé por qué hay en ella algo más desgarrador que en el resto de los otros homeless, al fin y al cabo, todos sufren más o menos lo mismo: la violencia, la vergüenza y la sensación de no merecer nada. Una desesperada entre desesperados. Me aproximo un poco, sólo un poco. De entre medio de los trapos que sujeta con fuerza sale la cabeza de un osito de peluche. Como si ese muñeco la pudiera defender de la brutalidad de su situación. Me doy cuenta de que además de estar en la calle está completamente loca. Me acerco un poco más. Cruza la calle por en medio de la vereda. La tengo prácticamente encima del auto. Me arrepiento. Me digo qué mierda estoy haciendo aquí de voyerista, tendría que estar desafiando mi manejo, atreviéndome en las autopistas, cruzando puentes. Y de repente me encuentro espiando a una mujer que lo ha perdido todo, hasta el sentido de la realidad. Está a casi un metro de distancia. Da un salto y en un movimiento inesperado le pega un manotazo al auto. El paragolpe, que está medio flojo, baila. Me muestra la boca, lanza un sonido gutural como si fuera a escupir un gargajo en el parabrisas, por suerte no lo hace –me acerqué demasiado, he sido imprudente–. Puedo ver unos dientes podridos y la mirada en otro sitio. Tengo miedo. Ella sortea el obstáculo que le impide cruzar la calle, o sea yo. Alcanza la vereda opuesta. Se va. Me alejo, no puedo hacer nada por ella.
Yo ya no sé en qué barrio estoy, porque ahora me parecen todos iguales: por todas partes hay tent cities.
Deambulo y no sé adónde ir. Lo único que sé es que quiero practicar, sólo mi Honda Fit 2007 y yo, por las calles vacías.