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Caras y Caretas

           

SANTA MARADONA

Cuando Diego decidió ir al Napoli, asumió un desafío imposible: ningún equipo del sur había ganado una liga italiana en toda la historia. Allí encontró su segundo hogar, conquistó cinco títulos y transformó la pasión de los tifosi en religión.

Los días más felices fueron, son y serán maradonianos. La frase –reversionada– podría ser la leyenda en un cartel de bienvenida a Nápoles, ciudad sólo relacionada con la mafia organizada de la Camorra, el último episodio de cólera en toda Europa o el feroz terremoto de 1980, que dejó más de tres mil muertes y miles de heridos. Hasta la llegada de Diego Armando Maradona. El 5 de julio de 1984, cuando más de 60 mil personas abarrotaron las tribunas del estadio San Paolo –hoy rebautizado Diego Armando Maradona– para demostrar su amor precoz, Nápoles inauguró una nueva era, su revolución, su mundo patas para arriba. La decisión de Diego fue contracultural, una característica que lo atravesó durante toda su vida: ningún jugador de primer nivel elegía ir al lugar que él eligió. Ningún equipo del sur había ganado una liga en toda la historia. Ningún otro la volvió a conquistar después del segundo título, el de 1989/90. El calcio es del norte, del poder concentrado en Milán, Torino o Roma, la síntesis de un país partido en dos en términos políticos, económicos e ideológicos. La desigualdad sigue vigente: nueve equipos del norte acumulan 83 de los 85 campeonatos disputados.

“Acá no teníamos ningún líder que peleara con los pobres y contra la injusticia. Éramos un pueblo con mucha historia, pero sin nación. Y Diego es nuestra bandera”, dice Giovanni Pagano, activista sindical y comunicador, para sintetizar lo que representa para los meridionales, como se los conoce. En siete temporadas, su permanencia más larga en un club, Maradona incluyó a los marginados de Italia para que la brecha, al menos dentro de una cancha de fútbol, se achicara. Siete años en los que hizo temblar el statu quo italiano.

REVANCHA Y RESURRECCIÓN

Para él, Nápoles –símbolo y capital del sur de Italia– fue la resurrección, como tituló a este capítulo de su carrera en el libro Soy el Diego de la gente. Llegó necesitado de una revancha después de una primera experiencia errática en Europa: peleado con la dirigencia del Barcelona y de España, en bancarrota, con una hepatitis en la primera temporada y el tobillo de la pierna izquierda rota en la segunda, Maradona buscó otra aventura, una especie de flashback a su infancia en Villa Fiorito. “Quiero convertirme en el ídolo de los pibes pobres de Nápoles, porque son como era yo cuando vivía en Buenos Aires”, dijo cuando llegó al club que peleaba por evitar el descenso a la segunda categoría. La temporada anterior a su transferencia se había salvado por un punto. Cuando Diego se fue, Napoli contaba con dos títulos de Liga, una Copa de Italia, una Supercopa y la Copa UEFA. Sólo le faltó ganar la Champions League, acaso uno de los pocos deseos incumplidos del mejor jugador de la historia. Sin él en la cancha, el club recién volvió a agrandar sus vitrinas después de 20 años, cuando logró la Copa Italia 2011-12 con presencia sudamericana: Hugo Campagnaro, Ezequiel Lavezzi y Edinson Cavani como goleador.

La estadística de Maradona en el Napoli, lugar al que reconoció como su segunda patria, incluye 259 partidos jugados, 78 asistencias y 115 goles. Aunque los números no incluyen ni explican las historias. Y cada napolitano –futbolero o no, lo haya visto en el San Paolo, en vivo, a través de un VHS o en YouTube– tiene a mano un recuerdo para relatar. Pagano viaja al Mundial de 1990, a sus seis años, a una suerte de bautismo de la cultura maradoniana en clave napolitana.

–¿Quién ganó? ¿No somos italianos? –le preguntó, desconcertado, a su mamá después de que la Argentina eliminase al organizador de la Copa del Mundo en su propia casa, en las semifinales de la competencia que terminaría en manos de Alemania.

–Ganó Diego y estamos contentos –le respondió su madre, sonriente, sin la ira que los del norte harían notar en la final.

CONTRA LA XENOFOBIA

Pagano nunca hinchó por Italia. No se reconoce como italiano. Pelea contra la xenobia y el racismo existente en su geografía. Cada vez que empieza un mundial, se convierte en tifosi de la Argentina, una forma de seguir ligado a Diego. Su caso es el de miles. Enamorado estoy, documental de los periodistas Matías Pelliccioni y Adrián Clerici estrenado en octubre pasado, indaga sobre esas vivencias e intenta comprender la dimensión de la leyenda. “Si escuchás los testimonios, parecen logrados y grabados después de su muerte. Pero fueron antes y ya lo tenían como un dios, como alguien eterno que pasó por ahí y dejó un legado para siempre”, cuenta Pelliccioni sobre el material grabado en 2019, antes de que le tocara cubrir al Gimnasia de Maradona como cronista de Líbero, programa de TyC Sports. Como regalo de Navidad y a un mes de la muerte, se estrenó el segundo capítulo de la miniserie que se puede encontrar en YouTube. “Buscamos el relato del hombre común y tratamos de meternos en el corazón de la pasión”, agrega el periodista.

Los siete años en Napoli también significaron la incorporación de Guillermo Coppola a la vida de Diego. Durante cinco años reemplazó a Jorge Cysterpiller, hasta que en 1990 tuvieron un impasse, apenas el primero de otros. No era la única ruptura que se vendría: después del doping positivo y la sanción, empezó una larga ingeniería de faxes, negociaciones y movimientos para irse de la ciudad que lo amaba –lo ama– acaso hasta el agobio de no poder siquiera, como él describía, salir a la esquina. Tenía casi todo. Aunque el “casi” era indispensable: quería una casa con parque para correr con Dalma y Gianinna. El Sevilla de Bilardo y Newell’s fueron sus destinos inmediatos, y también fugaces. Nada parecido al vínculo inmortal construido en esos siete años de felicidad. Después llegarían los regresos a Boca, pero esa ya es otra historia.

“Acá nos parecemos mucho a ustedes. Pero somos más enamorados de Diego que los propios argentinos. Somos locos. Era un napolitano completo. Es nuestro símbolo. Como el Che Guevara o Fidel”, dice Pagano, uno de los miles de pibes napolitanos que, sin verlo ni un solo minuto en la cancha, construyó su identidad bajo la protección de su D10S.

Escrito por
Federico Amigo
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