“Leíto, Leíto, vení, papá. Vamos a hacerlo de vuelta”.
Es febrero de 2009 y el aire invernal de Marsella se llena con los picos agudos de la voz de Diego Armando Maradona, que cruza el campo y enfila hacia uno solo de los suyos. El técnico de la Selección argentina parece haber sido presa de un embrujo que se prendió hace algunos segundos, cuando vagaba en el final del entrenamiento y miraba de lejos cómo Carlos Tevez, Javier Mascherano y Lionel Messi se quedaban trabajando después de hora practicando tiros libres. El disparo que encendió a Armando ocurrió apenas sobre la izquierda, un poquito fuera de la medialuna del área, con el botín zurdo que agarró la pelota bien abajo y la mandó bien arriba. Messi, fastidioso por haberle pegado mal, se iba al vestuario con la cabeza gacha. Diego no iba a dejarlo.
“¿Un jugador como vos se va a ir a duchar con esa porquería? Dejate de hinchar las bolas. Agarrá una pelota y volvé a intentar”, le disparó, casi como un anticipo, Fernando Signorini, el preparador físico y leal mano izquierda del Diez durante años. Pero Diego ya estaba arriba de la moto. Maradona agarró el juguete, se lo puso debajo del brazo y encaró a Messi. “Poné la pelota acá y escuchame bien: no le saques tan rápido el pie a la pelota, porque si no ella no sabe lo que vos querés”, dijo el de Villa Fiorito y, casi que en una extensión de su cuerpo, impactó el cuero y lo colgó de un ángulo, ante la mirada atónita del chico de Rosario.
Tras la clase con Diego, Leo convirtió 33 goles de tiro libre y duplicó la estadística goleadora de Cristiano Ronaldo, su eterno rival. Aquella noche de trabajo de campo, en la previa de un partido con Francia, apenas en el inicio del ciclo Maradona en la Selección argentina, se iluminó la carrera del heredero de manera definitiva. El gesto paternal, en tanto, tapizó un ciclo en el que Maradona cobijó a un Messi en plena explosión mundial. Mientras que Pep Guardiola forjaba el Barcelona de todos los tiempos, en la Selección, el 10 blaugrana miraba de cerca al hombre que todos le decían que podía ser. Acaso eso haya sido el ciclo Maradona con el buzo de la Argentina: una incrédula contemplación.
El análisis del Diego entrenador de la Selección es una formalidad casi innecesaria. Su paso fue, más que nada, una cristalización, una más, de su irrefrenable amor por esa camiseta. Llegó al cargo cuando Carlos Bianchi sonaba por tercera vez tras dos ofrecimientos a lo Julio Humberto Grondona, que le había presentado las ofertas de maneras tan curiosas que el Virrey casi que se vio obligado a decir que no. Con el temor que generaba el carácter del ex técnico de Boca y de Vélez, cuenta la leyenda que fueron los hijos de Don Julio los que lo convencieron de adoptar el “plan Diego” durante un fin de semana en el campo. “Alguna vez se lo tengo que dar, ¿no?”, dijo Grondona. Comenzaba el viaje.
UNA ETAPA NECESARIA
El ciclo Maradona empezó con el divorcio definitivo con Juan Román Riquelme, que en desacuerdo con ciertos manejos en el final del ciclo de Alfio Basile, su amigo, rompió relaciones diplomáticas con la celeste y blanca. Tras la institución de Messi como la piedra angular del proyecto, Diego forjó un equipo local con el que fue a jugar a canchas a lo largo y ancho del país y citó a más de cien jugadores. Ignacio Canuto, Mariano Echeverría, Juan Pablo Pereyra, Milton Caraglio y Alexis Ferrero fueron sólo algunos de los nuevos convocados, entre los que Ariel Garcé y Diego Pozo sacaron pasaje al Mundial. En el medio de una lista tan larga, el astro cometió dos buenos actos de justicia. En primer orden, hizo volver a la Selección al Burrito Ariel Ortega, en momentos en los que el de Ledesma necesitaba más a la camiseta que la camiseta a él. Y Diego lo entendió así: a él le había pasado. Como segunda perla, vistió con ropa de la AFA a Luis “Pulga” Rodríguez, en un acto que, visto a la distancia, es una certera reivindicación del talento barrial del simoqueño.
En las Eliminatorias, el equipo jamás encontró el rumbo. Buscó cambiar de cancha y de mística ante Brasil en el Gigante de Arroyito, pero una dura derrota por 3 a 1 lo encaminó a un final complejo. El milagro del Monumental contra Perú escribió un nuevo capítulo en la película de Martín Palermo y mandó a Diego a tirarse en palomita por el césped. Casi nadie recuerda lo que pasó después: el seleccionado visitante sacó, pateó de mitad de cancha y la pelota pegó en el travesaño. El estadio que festejaba en medio de la lluvia casi ni vio la jugada. Ese trayecto tortuoso culminó en el gol de Mario Bolatti en el Centenario de Montevideo, en un abrazo inolvidable entre Maradona y Bilardo en el medio de un mar de lágrimas, en el “LTA Gate” de la conferencia de prensa y en un libro por parte de Toti Pasman, el periodista que ese día saltó a la fama gracias a la frase del entrenador.
En Sudáfrica, Diego vivió una nueva de sus mil resurrecciones. Con el objetivo de la Copa delante, llegó en la mejor forma física desde su retiro y se mostró con una estampa impecable en un ajustado traje gris. Pero, claro, Diego no jugaba. El equipo, que comenzó con Juan Sebastián Verón como el “Xavi” de Leo Messi, terminó por convertirse en una autopista para la entrada de Carlos Tevez a formar un 4-2-4. Y tras la victoria ante México en octavos de final, nos comimos el chamuyo de Alemania. El error inicial de Nicolás Otamendi, que al igual que Jonás Gutiérrez ocupó el lateral derecho ante la inexplicable ausencia de un Javier Zanetti en plenitud, fue el principio del fin. Luego, Don Julio haría una de Don Julio y propondría a Diego la continuidad, pero con cambios en su cuerpo técnico, algo que Armando jamás aceptaría. Un pasillo para que se fuera, claro. “Grondona me mintió, Bilardo me traicionó”, diría el técnico al pegar el portazo.
Si Diego Armando Maradona son los días felices, también su legado son las pequeñas sonrisas que el fútbol nos regala en su nombre. Por eso, y más allá del contenido deportivo de su ciclo, habrá alguna semana dentro de las próximas semanas o de los próximos meses en donde Leo Messi pondrá el balón un poquito atrás de la medialuna y pensará: “No le saques el pie tan rápido a la pelota”. El embrujo maradoniano es volver en las semillas que su fútbol nos dejó por ahí. Y eso es más, mucho más, que el paso de un entrenador por un banco de suplentes.
–Leíto, Leíto, vení, papá. Vamos a hacerlo de vuelta.