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Caras y Caretas

           

De frente en la cancha y en la vida

Diego Maradona fue el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos y lo seguirá siendo. Se habla de él en presente, como se habla de Dios, o porque se habla de Dios. Su muerte temprana llena al mundo de dolor y actualiza las alegrías que generó con la pelota, con la camiseta de la Selección y con toda camiseta que llevó con orgullo, con compromiso y con magia.

El mundo sabe que Diego tenía jardines en los pies y que hacía de cada pelota un ramo de flores y también sabe el mundo que a la muerte de Diego la lagrimearon, entre millones, hasta las gentes que no suelen ejercer llantos por el fútbol y hasta las gentes que ya no pueden llorar por nada.

Lo que resulta más difícil que el mundo sepa es qué les dijo Diego a sus compañeros en el entretiempo de un partido del Mundial de 1986. La Selección argentina mandaba en el marcador pero andaba en retroceso en el campo, no por indicación de nadie, acaso sólo como consecuencia de la inercia que brotaba por estar ganando. Hubo una, dos, cinco consideraciones sobre lo que hacer en la segunda mitad. Hubo eso, ordinario, y algo más, extraordinario. Diego, el 10, el capitán, Dieguito, el crack entre los cracks, Maradona, interrumpió todo con una síntesis, con un mandato, con su ley:

–Todas las tácticas que quieran, pero siempre para adelante: para atrás, nunca.

Ese era Diego.

Y, como la humanidad lo menciona, lo canta y lo homenajea en estas horas conjugando verbos en presente y no en pasado, entonces no sólo ese era Diego.

Ese es.

Ese era y ese es: siempre al frente.

EL APRENDIZAJE DE DIEGO

Quienes aún se pellizcan para creerse el avance argentino en el Mundial de 1990 aseveran que –tobillo destartalado, cuerpo golpeado, equipo sin plenitudes– jamás Diego fue tan al frente como sobre los suelos italianos de esos días para quebrar las lógicas de la cancha. Quienes recontrajuran que moraron en las tribunas del estadio de Argentinos la tarde del miércoles en la que se estrenó como jugador de Primera predican que, en ese rato de debut, marchó al frente en cada movimiento como si supiera que desde entonces los 20 de octubre (aunque ese 20 de octubre transcurriera en el 1976 tan de la dictadura) tornarían en aniversario insalteable. Quienes cohabitaron la infancia en Fiorito ni dudan en contar que ahí, en Fiorito, no sólo fue invariablemente al frente sino que aprendió que jugar, de verdad jugar, y vivir, de verdad vivir, es ir al frente. Quienes construyeron y compartieron el primer viaje a Cuba (hay una crónica mayúscula de Carlos Bonelli sobre esa jornada a la que conviene volver y volver) narran cincuenta anécdotas que articulan la gracia con la ideología pero resaltan que pisar ese suelo siendo el mejor futbolista de todas las tierras y abrazarse (esa vez y luego cada vez) con Fidel constituye un gesto que distingue a la gente que no se conforma con hablar de las revoluciones en una sobremesa sino que expone la cara y va al frente. Quienes lo erigen en prócer de los rebeldes casi no deben argumentar nada porque Diego, desde su roce inicial con una pelota, se la pasó rebelándose contra las fronteras de lo posible y a favor de acariciar lo imposible. Quienes reivindican que no hay existencia digna sin conciencia de clase multiplican la voz de Diego pronunciando, de frente y delante de la frente de cualquiera, la defensa de sus colegas de oficio. Quienes dominan de memoria el recorrido inempatable de Diego destartalando a buenos defensores ingleses arriba de los más famosos pastos de México para meter un gol que acaso tenga más eternidad que el mundo entero sugieren que no hay un diccionario que revele en qué consiste ir al frente mejor que esa jugada.

Pablo Aimar, un futbolista que también puso de acuerdo a las flores con la pelota, suscribe que Diego era eso y es eso. Lo expresa todavía impregnado por la magnitud de las resonancias del adiós.

–Entonces, Pablo, ¿qué representaba y qué representa Diego?

–Eso de ir al frente. Para mí, fue el máximo exponente del fútbol como juego, un juego en el que la viveza y la picardía estaban muy presentes. Yo no sé muy bien qué comunicaba, no sé si hay palabras para retratar eso que generaba, pero seguro que despertaba admiración. Fue influyente en el sentido más profundo de la palabra: muchos chicos de varias generaciones quisimos y quisieron ser futbolistas por él. Diego iba al frente en eso de imaginar y hacer. Marcó una época. Nosotros, como pibes que éramos, no lo intelectualizábamos: sólo jugábamos al fútbol y decíamos que soñábamos ser como él, soñábamos ser Maradona.

“Imaginar y hacer”, sintetiza, maravilloso, Aimar. Soñar ser Maradona era y es, entonces, soñar ir al frente.

Cierto que ir al frente porta el sello de luminosidad futbolera que atrapa Aimar, pero porta quizás un sello más general, un sello Maradona: intentarlo todo, no frenar ni ante lo prudente ni ante lo imprudente, pedir cada pelota en cada cancha y en cada minuto, desafiar la pericia de los contrarios aunque los contrarios no fueran sólo los que se envuelven con otros colores en el campo, atreverse después de cada corazonada que salió y después de cada corazonada que se frustró, cargar el peso, no esconderse, no callarse, confesar más de una debilidad, erigirse desde la más popular de las pasiones en ese dios humanísimo y sucio que percibió, con los dedos y con las entrañas, Eduardo Galeano.

IR AL FRENTE

La biografía ortodoxa encadena lo que muchas personas en muchos escenarios repiten con más exactitud que la que exhiben al eslabonar los datos de cualquier prócer o de más de un familiar: el nacimiento del 30 de octubre en el Policlínico Evita y la infancia sin guita pero con fútbol en una cédula de identidad llamada Villa Fiorito, la irrupción como malabarista de la pelota y de los asombros en los Cebollitas de Argentinos Juniors, los deslumbramientos de cada semana en ese club que lo retuvo hasta que se extinguió 1980 y en el que jugó 166 partidos oficiales, convirtió 116 goles y desarmó sobre la base de amagues la osamenta de cada muchacho que se le paró enfrente, el titulo mundial juvenil con la Selección argentina en Japón de 1979 como para que el universo corroborara que había aparecido alguien capaz de abrazar la poesía y la eficacia en cada movimiento, el primer paso por Boca para ser campeón en 1981 con la inclusión de un gol a River y al gran Pato Fillol que hasta hoy sirve como documento de que hay ocasiones en las que fútbol y arte son el mismo sustantivo, el cruce del mar hasta Barcelona para las dos temporadas siguientes y para acumular una Copa del Rey, una lesión muy brava y otra colección de muchachos desarmados sobre la base de amagues, un volcán de fútbol con la camiseta del Napoli desde 1984 hasta 1991 para hacer que esa camiseta flameara en la cúspide de Italia gracias a dos campeonatos nacionales, a varias copas internacionales y a una prodigiosa calidad para mojarle la oreja a la lógica a partir de combinar los descaros del potrero con la fiereza competitiva, cuatro mundiales con la Selección que lo transformaron en dueño del mundo en 1986 gravitando como nadie nunca en esos torneos y en emblema entre los emblemas de celeste y blanco rumbo a todos los futuros, unos tránsitos breves en Sevilla y en Newell’s, el retorno a Boca para dar los parpadeos de cierre entre 1995 y el 25 de octubre de 1997, una carrera de entrenador en la que la zona más intensa fue conducir a su Selección en el Mundial de 2010, un cierre como director técnico de Gimnasia para que quienes lo habían comenzado a adorar hacía mucho y quienes no lo habían visto respirar entre cuatro tribunas pudieran proclamarle todos los te quiero que caben en la ternura.

Pero si Diego gambeteó hasta llevar al futbol hacia un cielo que queda por encima del cielo y desbarató los horizontes clásicos del lazo social entre los pueblos y un futbolista, también rompió los corsés de lo que detallan las biografías ortodoxas. O, en todo caso, a esas biografías correspondería añadirles eso de ir al frente.

UN PIBE PÍCARO

El periodista Guillermo Blanco palpitó a centímetros los desplazamientos más jóvenes de Diego, trabajó con él en Europa, produjo el primer contacto con Pelé en Brasil para la revista El Gráfico en 1979, escribió el libro Maradona. L’uomo, il mito, il campione, fue observador directo de actuaciones futboleras que parecen de ficción aunque algunas pervivan filmadas y, aun así, conserva perplejidades por el devenir extraordinario y global de aquella criatura a la que vio desconsolarse en llantos por una derrota en los Campeonatos Evita en Embalse Río Tercero (Blanco también es autor del libro Los Juegos Evita, en el que esos llantos, por supuesto, figuran).

–Cuando más parecía que se caía, le salía la fuerza de Esquina, el lugar de Corrientes desde el que vinieron su papá y su mamá, y se levantaba.

–¿Cómo es eso, Guillermo?

–Es que era un chico sobre el que no se presumía que sería líder. Sí tenía esa impronta de juego y de aventura. Los pibes de Pinto, Santiago del Estero, invitaron a los Cebollitas a ir a su pueblo junto con Francis Cornejo, el descubridor de Maradona, al tiempo de ganarles en los Evita. A Diego le tocó dormir en la casa de la abuela de César Ganem, el rival que lo consoló en Embalse y que se volvió médico y director de un hospital. Cuando fueron a un paseo cerca de ahí, Diego cerró el candado de la vivienda con la abuela adentro. Lo suyo era esa travesura ingenua. Luego, fue pasando de introvertido a explosivo, de ser aquel chico que lloraba un tropezón deportivo a pelear por los premios de sus compañeros en Argentinos, como lo haría luego en Barcelona, y por la distribución igualitaria de esos premios por partidos amistosos que se jugaban sólo porque intervenía él. No se gestó como un líder convencional más allá de que el liderazgo era único y universal adentro de la cancha. Pero su carrera meteórica generó que todo pasara rápido, muy rápido, un vértigo puro. Y en ese vértigo fue ejerciendo una capacidad de superar montañas.

–Un tipo contra los límites.

–En Barcelona, en 1982, sufrió una hepatitis y, en 1983, una fractura por el patadón bestial de Andoni Goikoetxea. Cuando nada más habían transcurrido un mes y seis días de esa fractura, el doctor Rubén Oliva le dijo “largá las muletas”, como una especie de “levántate y anda”, y así lo hizo, contra toda lógica. Poquito después, en una quinta de Moreno estaba pateando de zurda.

IRREVERENTE Y HUMILDE

Ahí está Diego de frente, danzando entre la dulzura y el hervor: para develarle al periodista Horacio Pagani, en una nota inaugural de la carrera profesional, que llevaba la cuenta de los caños que hacía. O para retrucar una provocación de algunos periodistas noritalianos después de un triunfo de Milan sobre el Napoli con la sentencia “Hemos hecho feliz a la mitad racista de Italia”, casi obligando al parlamento italiano a que debatiera sobre la discriminación unos días más tarde. O para ducharse en el camarín que continuó al partido contra los ingleses y ensayar una disculpa en las orejas de Jorge Valdano, su compañero de ataque, porque durante toda la jugada –toda esa jugada– lo vio correr a la par pero no encontró ni cuándo ni cómo pasarle la pelota.

“En lo que fuera, llevaba un instinto, un olfato que le permitía discernir perfectamente lo que estaba pasando sin siquiera levantar la guardia por las consecuencias. Si había un león con la boca abierta, él iba a poner la cabeza”, considera, mientras el universo trata de interrogarlo sobre Maradona, Fernando Signorini, preparador físico y docente, un profesional con el que Diego no sólo se entrenó a través de los años sino con quien edificó un vínculo para charlar de los goles, de la fama, del deseo, de las ilusiones, del poder, de la vida y, además, de la muerte. Signorini conoció un montón de Maradona y, acaso por eso mismo, acepta que ese conocimiento no le garantiza ninguna comprensión y sí un montón de afecto.

–¿De verdad, aunque los unieron tantos momentos y tantas conversaciones, decís que no entendés a Diego?

–Entiendo o creo entender que Diego luchó desde siempre. Que el gol a los ingleses empezó a hacerlo cuando era un chiquito y, en lugar de escaparse de los golpazos de los rivales, aceleraba para escaparse de las patadas de un feriante al que le había sacado una manzana radiante. Yo no sé si se juega como se vive, pero me parece que se juega como se es. Y Diego jugó como era: quedó obligado en la infancia a hacer alguna trampa y a esquivar los obstáculos para poder comer. Después, está claro que era un genio, alguien con un campo visual que asombraba a los científicos que lo examinaban, alguien que ingresaba a la cancha e iba detectando lo que convenía hacer con una inteligencia astuta más ligada al instinto que a la racionalidad, un tipo con conciencia de clase, con vulnerabilidades que nos atraviesan más o menos a todos pero que en su caso saltaban a la vista del planeta, un pibe nunca sumiso frente al poder, con miedo a nada salvo a la muerte, pero con ese orgullo tan suyo por el que le habrá dicho a la muerte “yo te voy a ir a buscar”. Y, sin embargo, es inexplicable: los tipos como Diego no nacieron para que los entendamos, nacieron para que los admiremos.

DE FRENTE A LA VIDA

De cualquier modo, esa percepción que Signorini abrevia en “no levantar la guardia”, o sea en ir al frente, resuena de mil maneras desde el 25 de noviembre, cuando infinitas tristezas individuales y una imponente y a la vez tierna tristeza colectiva produjeron que la Tierra pareciera un barrio mínimo en el que a todas las personas las emparentaba un sentimiento. Aludiendo al Diego del fútbol o al Diego completo –¿se pueden escindir uno del otro?–, de eso hablaron en las esquinas sin notoriedades de la Argentina y en los rincones de eco complejo que se levantan en Pakistán, en Alemania, en Francia o en la India, y de eso hablaron, además, las ropas de Diego que se calzaron Lionel Messi, Carlos Tevez y multitudes de chiquitos y de chiquitas que ni lo vieron acelerar rumbo a la red rival pero recibieron a la figura de Diego como un legado que entreteje estremecimientos y alegrías para varias generaciones de sus familias.

–¿Y eso por qué, Juan Pablo?

Y Juan Pablo Sorin, parido al fútbol en Argentinos como Diego, capitán campeón mundial de la Selección juvenil como Diego, capitán argentino en un Mundial como Diego, hincha de Diego porque Diego es como nada y como nadie, hincha en especial del Diego de frente, conmueve y se conmueve en un monólogo.

–Diego de frente, como lateral derecho, ganándoles a los australianos, tirando el centro después de una gambeta y de ir al piso, mostrando lo que significa el coraje, para ponérsela a Balbo y soñar con ir a otro Mundial, al de 1994. Diego de frente, puteando cuando sonaba nuestro himno en el Mundial del 90, cuando sabía que las cámaras lo iban a tomar y que esa puteada era la puteada consciente de todos los argentinos, que a su vez éramos conscientes de que Diego iba de frente. Diego de frente, justo en ese Mundial, para jugar con el tobillo que era una pelota, y de enganche y de frente, de frente a todos los que salieron por el camino, dejar atrás esa marea amarilla de jugadores brasileños, para que Cani nos hiciera gritar con el alma. Diego de frente, con sus errores, admitiéndolos, llorándolos, sabiendo que los golpes venían de frente para él. Diego de frente a la pelota, con los ojos brillando como un chico feliz, esa pelota que todavía lo llora. Diego de frente cuando le hablaba a la cámara en la época en la que hacía jueguito y empezaba su historia en este deporte maravilloso. Diego de frente fue siempre de frente para ser el abanderado de los oprimidos, para buscar darle a esa gente la felicidad como lo logró en el 86. Diego de frente significaba peligro, un gran problema de los adversarios que no querían verlo de frente, que querían perseguirlo y, sin embargo, Diego conseguía ponerse de frente, cómodo, en su baile, en su salsa. Diego de frente para levantar a una región siempre castigada, el sur de una Italia hermosa, para hacer grande al Napoli. Diego de frente en mil gambetas, en mil movimientos de cintura, en el infinito de su repertorio, en ese enganche contra el Real Madrid haciendo que el defensor se estrolara contra el palo, en pegarle de volea para que la pelota acaricie la red, en un gol de cabeza casi de tres cuartos de cancha, en llevar a la Selección juvenil al título mundial en 1979, y ahí me encuentro con Diego de frente, dieciséis años después, cuando había que jugarse todo en una final contra Brasil y pudimos levantar la Copa que había levantado Diego. Diego de frente y esa proximidad conmigo que era hincha por primera vez en la cancha junto a mi viejo, la tarde en la que Argentinos bailó a Boca, con Diego haciendo goles desde todas las posiciones. Diego de frente, qué lindo tenerlo de frente como esa última vez en Boyacá, sentir ese abrazo cálido, ese cariño, ese imán, esa vibración única, ese tsunami de energía que era Diego cada vez que entraba a cualquier lugar, ni te cuento a un vestuario donde siempre entraba sonriendo. Diego de frente para verle la cara de frente y escuchar sus palabras antes de pisar la cancha, antes de jugar al sueño que tuvo Diego, que tuve yo, que tiene cualquier pibe y cualquier piba de nuestro país amado. Diego de frente para abrazarse a ese Diego de frente, abrazarlo siempre, enorme, gigante, y para amarlo también siempre.

Los latidos que enlaza Sorin van y vienen, por ejemplo, en el corazón de una placita de Buenos Aires. Hay allí un partido de dos futbolistas: uno, diez años, esquiva, patea, se enreda, vuelve a patear, va al frente y dice “Diego, Diego, Diego”; el otro, unas tres décadas más adulto, probablemente su papá, engancha, suda, carcajea, patea, va al frente y dice “Diego, Diego, Diego”. Uno mete un gol, el otro se le abalanza hasta que se caen y hasta que se ríen. Ahora asociados dicen “Diego, Diego, Diego”. Si la felicidad son momentos, en ese momento son felices. La pelota de su partido, pegada a ambos, es testigo.

Diego de frente, donde la vida gire como una ilusión redonda.

De nuevo: eso era Diego y eso es Diego.

Y algo más: eso siempre será.

Escrito por
Ariel Scher
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