“Cuando mi viejo se proponía algo, lo hacía, tenía un gran poder de convencimiento. Se exprimía al máximo, era un tipo con una hiperexigencia sobre sí mismo, y con esa misma vara exigía a los demás. Nos dejaba exhaustos a todos. Era un vendaval, a veces proponía cosas realmente imposibles, pero siempre te sorprendía logrando los objetivos más delirantes”, dice Victoria Solanas desde París, horas antes de participar de la emotiva ceremonia en la sala de La Coupole, en el cementerio Père Lachaise, por la despedida de su padre, Pino Solanas. Tanto era el ritmo laboral y la exigencia de Pino que aún prevalecen en su propio duelo: “Estamos filmando, haciendo millones de cosas muy al estilo de mi papá. Hicimos unas tomas de su escritorio, vamos a grabar la ceremonia, igual que él, que filmaba todo”, cuenta Victoria sonriendo.
–Se propuso objetivos bien altos hasta último momento, como ir a ver al papa Francisco para pedirle que hiciera un discurso para la Unesco.
–Mi papá admiraba a muy pocas personas, todos monstruos: Perón, Piazzolla, y el papa Francisco era uno de ellos. Pino, con su militancia ecologista, se encontró con el discurso de Laudato si’, de un papa peronista de su misma generación, que vivió la misma época histórica. La obsesión de mi papá era sacudir a la Unesco porque la veía adormecida, burocrática, quería que volviera a tener el rol para el que fue creada, en temas claves como la paz y el medio ambiente. Con esa idea fue a verlo al Papa y lo convenció para que hiciera un discurso para el conversatorio virtual de la Unesco, que iba a abrir con el tema que él había propuesto: cambio climático y pobreza. Una tarea nada fácil, porque a nivel jerárquico el Papa, como jefe de Estado, está por encima, pero lo convenció de que escribiera. El conversatorio se anuló porque mi papá cayó enfermo. Veremos si toman el discurso.
–¿Era habitual que se propusiera quimeras?
–Siempre hacía epopeyas. A los once años yo vivía con mi mamá en Roma y quise estudiar piano. Él tenía uno de cuando era estudiante que había quedado en Buenos Aires, entonces se hizo llevar su piano a París, en barco. Después me lo trajo en auto, manejando de París a Roma. Ese viaje lo hizo con Gerardo Pisarello, un escritor correntino amigo suyo, comunista, que como no conocía Europa y ya tenía más de 80 años, mi papá le había comprado un pasaje, y se lo llevó.
–¿Qué recuerdos tenés del exilio?
–Mi hermano y yo nos fuimos solos a visitar a mi papá y al final nos quedamos. Fueron momentos duros, pero nos divertíamos mucho. En Madrid vivíamos en un lugar donde había muchos exiliados, entre ellos Horacio Guarany. Nos mudamos a Barcelona en auto, mi papá al volante, mi hermano y yo, cargados de cosas. Yo encontré una guitarrita de juguete en la calle, la agarré y en el viaje me puse a imitar a Guarany, que cantaba: “Y me echaron de mi tierra/ la puta que los parió”, y nos reíamos mucho. Tengo recuerdos muy tiernos de Llavaneras, un pueblito en la costa catalana en el que vivimos como cuatro meses mi papá, mi hermano, Chunchuna, Inés, Juana y yo. Pino estaba sin trabajo, así que estábamos mucho todos juntos. Le gustaba reírse. De ahí todavía conservo una piedra que me regaló él con una carita dibujada. La carita se borró, pero la piedra está. Después, se exilió mi mamá y yo me quise ir a vivir a Roma con ella, pero a Pino siempre le gustó hacernos partícipes de sus cosas, nos involucraba, nos llevó al Festival de Venecia, nos estimulaba y necesitaba sentirse acompañado por nosotros.
–Parece que siempre buscaba estar rodeado de afectos.
–Algo muy característico de mi papá es que tuvo más hijos que los biológicos: Flexa es como un tercer hijo, pero después tenía otros que adoptó a lo largo de su vida: asistentes, discípulos y otras personas que podían estar desvalidas. Pali (Juan Pablo Olsson, el hijo de Alcira Argumedo); mi prima, cuyos padres se murieron cuando ella tenía 20 años y la llevó a trabajar con él; el hijo de su primera mujer, que tuvo una vida trágica y para él fue como un sobrino. Pino me contó que en la adolescencia no la había pasado bien, que se sentía un bicho raro y quizás por eso tenía una hipersensibilidad por las personas que se sentían excluidas.
–Con el fallecimiento de Pino, las redes sociales estallaron con su último discurso en el Senado sobre el aborto. Vos trabajaste con Juan en el documental Que sea ley, que fue una suerte de cónclave familiar.
–Fue maravilloso. Yo estaba trabajando con mi papá en el Senado y a Juan se le ocurrió hacer un documental. Armamos un equipo exprés, muy minimalista, mi hermano con una cámara y una amiga que trabajaba en Diputados TV y yo, que producíamos las entrevistas. Esa noche del 8 de agosto fue mágica. Filmamos con Juan en plena lluvia, horas después nos encontramos en medio de la concentración con mi hija y con Flexa, y nos fuimos a cenar a un lugar por Avenida de Mayo. Cuando volvimos al despacho del Senado, justo le tocaba hablar a mi viejo y nos quedamos escuchando. No sabíamos cómo iba a ser su discurso, nos emocionó tanto… Yo creo que fue una inspiración divina, que le bajó un rayo del cielo a mi viejo porque ese discurso fue brillante. Y después logramos ir con la película a Cannes y él también fue.
–¿Cuál es para vos el legado de Pino?
–Fue un gran maestro de la vida. Mi papá me enseñó a vivir apasionada e intensamente e ir hasta el fondo de lo que creas y jugarte por eso. Era una persona muy vital, de apostar y reinventarse todo el tiempo. ¡Hay que mudarse a París a los 84 años para sacudir a la Unesco! Cuando alguien se muere reluce la esencia, y él era un gran soñador, tenía mucha pasión y les puso toda su tremenda lucidez a grandes temas que hoy prevalecen. Les ponía mucho amor a sus ideales, que en definitiva es un amor hacia la Argentina, hacia las personas. Todas sus obras, sus discursos, sus películas, son un acervo que les quedó a los argentinos.