Hay dos nombres cuyas historias se cruzan en caminos tan brumosos como peligrosos para las democracias: Donald Trump y Cambridge Analytica. Y a sólo días de que Estados Unidos ponga en juego la sucesión presidencial, la sombra de aquella campaña de 2016, que marcó el ascenso del magnate como campeón de la posverdad, hace que el papel de las redes sociales y su capacidad para manipular los climas de opinión vuelvan a ponerse en la mira. Sucedió y no sólo allí. ¿Puede volver a ocurrir?
Por supuesto que sería un error atribuir la victoria de Trump sólo a las campañas de desinformación, si bien esa estrategia jugó un rol clave, tanto en 2016 como en las midterms de 2018. En un extenso reportaje en The Atlantic, McKay Coppins le pone nombre a esa mecánica que sobrevive a Cambridge Analytica: censura a través del ruido. “En lugar de acallar las voces disidentes, estos líderes han aprendido a aprovechar el poder democratizador de las redes sociales para sus propios fines: bloquear las señales y sembrar la confusión. Ya no necesitan silenciar los gritos disidentes en las calles; pueden usar un megáfono para ahogarlo”, esgrimió.
LA DESINFORMACIÓN COMO BANDERA
Ese fue el corazón de la comunicación de Trump a lo largo de sus cuatro años de gobierno, al punto de que la cuenta oficial en redes sociales de la Presidencia de Estados Unidos devino una mera propaladora. A través de @realdonaldtrump, el mandatario fijó aranceles –incluso para la Argentina–, dibujó los ejes de su política exterior y fustigó a demócratas y republicanos disidentes. Hoy colabora en sembrar las dudas sobre un posible fraude electoral en noviembre, replicando todo tipo de conspiraciones de cuentas dudosas.
Cambridge Analytica sólo exhibió los engranajes de la campaña de desinformación, no la detuvo como tal. Estalló en marzo de 2018, con uno de sus expertos informáticos como delator, Christopher Wylie, y luego se sumaría la ex directora de desarrollo comercial de la firma, Brittany Kaiser. El diario estadounidense The New York Times y los británicos The Guardian y The Observer denunciaron que la firma explotaba información personal de los usuarios de Facebook, violando las políticas de confidencialidad. Con esos datos, buscaban influir sobre los comportamientos políticos. Primero se habló de 50 millones de usuarios. Luego, de 87 millones.
En rigor, la firma se especializaba en la minería de datos. Cruzaba psicología conductista con estadísticas para anticipar tendencias, pero no se detenían allí. Channel 4 exhibió a sus jerarcas jactándose de generar climas propicios para sus clientes políticos a través del micro-targeting y el bombardeo de información segmentada (falsa, en su mayoría) acorde con la escala de personalidad Ocean. El Comité de Cultura y Medios del Parlamento británico lo comparó con los aparatos de inteligencia. De hecho, denunció conexiones con agencias privadas de este tipo.
El 29 de julio de 2018, su reporte “Desinformación y ‘fake news’” describió “la difusión de contenido falso, engañoso y persuasivo” como parte de una metódica distorsión de la realidad. Hacía foco particular en Estados Unidos aunque también citaba acciones en otros países: Nigeria, Kenia, India, República Checa, Ghana, México, Brasil, Tailandia, Filipinas, Paquistán, Mongolia, Perú, Alemania, Eslovaquia, Guyana, Francia, Kosovo, Australia, Indonesia, Níger, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, Gambia, Italia y Trinidad y Tobago. Incluso incidieron en el Reino Unido del Brexit y en la Argentina, en una “campaña antikirchnerista”.
¿Quedó inoculada la sociedad estadounidense? Gisela Sin, doctora argentina en Ciencia Política radicada en Illinois, previene que “siguen saliendo más noticias sobre las fake news de Cambridge Analytica con un target muy específico en afroamericanos y mujeres”. Los mismos grupos a los que Trump insiste en hablarles hoy. “La gente ha aprendido de esa experiencia y no creo que nada de eso afecte tanto por quién votan sino por si salen o no a votar. Porque muy poca gente cambia de partido, pero acá vota menos del 60 por ciento y se piensa que este año puede llegar a un 65 por ciento, un límite histórico”, indicó.
EL RETORNO DE LO REPRIMIDO
En enero último, el escándalo de Cambridge Analytica escaló una vez más con la filtración de nuevos documentos desde la cuenta @HindsightFiles en Twitter. Mostraba acciones en Irán, Brasil, Kenia y Malasia, y había una carpeta vinculada con una “campaña de publicidad digital” con foco en “persuadir a los votantes de elegir a candidatos republicanos para el Senado en Arkansas, Carolina del Norte y Nuevo Hampshire, elevar la relevancia pública de la seguridad nacional e incrementar la conciencia de los Super PAC de Bolton”, consejero de Trump. Incluía análisis psicográficos de la población-objetivo. Detrás de la nueva filtración figuraba, otra vez, Kaiser.
“Es abundantemente claro que nuestros sistemas electorales se encuentran vulnerables al abuso”, aseguró la ex empleada. También se manifestó temerosa de lo que pudiera ocurrir con la reelección de Trump. “Una de las pocas maneras que tenemos de protegernos a nosotros mismos es sacar al aire la mayor cantidad de información posible”, sostuvo. Cambridge Analytica puede haber muerto. El método, no.
Creada en 2013 como una rama de la firma Strategic Communications Laboratories (SCL), Cambridge Analytica tenía base en Londres pero con un pie en Estados Unidos a través del empresario Robert Mercer, donante del Partido Republicano, y del consultor Steve Bannon. Al último se lo considera uno de los arquitectos del trumpismo como corriente de pensamiento. El primero fue de los que más rápido creyeron en Trump y donaron a la campaña en 2016. También fue el responsable de conectarlo con Bannon y con Kellyanne Conway, arquitectos de la victoria y luego funcionarios en la Casa Blanca. Ninguno de los dos trabaja ya allí, aunque Mercer sigue confiando en el magnate. Lo demostró con un cheque por 335 mil dólares al Comité por la Victoria de Trump.