Tan inesperado, tan impensado, que todavía hoy cuesta creerlo. No lo vimos venir, o no quisimos creer que algo así podía pasar. Nuestro país había encontrado en él al piloto de tormentas para afrontar la brutal tempestad que se desató en 2001 y que amenazó con destruirlo todo. A pesar de ser casi un desconocido, Néstor Kirchner había demostrado rápidamente que para él la banda presidencial no era un adorno. A casi una década de aquella crisis brutal, crecíamos en economía, había trabajo y podíamos mirar con esperanza al futuro. Así lo habían gritado las calles de todo el país durante la maravillosa fiesta del Bicentenario, donde millones y millones de argentinos y argentinas se reencontraron y se abrazaron celebrando la patria. Él ya no era presidente, gobernaba Cristina, que había demostrado a propios y extraños, demoliendo todas las campañas en su contra, que no había doble comando. Algo en lo que insisten todavía hoy los mismos oscuros personajes. Desde 2007, la entonces presidenta se dedicó a lo suyo, a ejercer su mandato, y él a la articulación política necesaria para seguir avanzando con el proyecto de país en marcha. Y también en la región, desde la Unasur, de la que fue su primer secretario general, junto a Mujica, Lugo, Chávez, Correa, Lula, Evo.
Pero el destino quiso otra cosa. Desde horas tempranas de aquel 27 de octubre de 2010, y mientras miles de censistas recorrían calles, barrios y casas para radiografiar la Argentina que había renacido de sus cenizas, comenzó a circular un rumor que nadie quería ni se atrevía a dar por cierto. Pero la fatalidad, finalmente, se confirmó. Néstor Kirchner había muerto. Lo habíamos visto unos días antes en un acto organizado por jóvenes, en el que no pudo hablar por prescripción médica. Lo habían operado tres días antes. Igual pensamos que volvería a salir, como en otras oportunidades. Esta vez no fue así.
A diez años de su partida, quisiera recordarlo como el luchador infatigable que fue y al que no lo amedrentaban ni la complejidad de los desafíos ni la fortaleza de los enemigos a enfrentar. Lo conocí en la década del 90, cuando distintos sectores del peronismo se plantearon la tarea de recuperar las banderas históricas del movimiento. Néstor llegaba de su Santa Cruz natal buscando instalarse a nivel nacional. No estaba solo. Cristina, su compañera de toda la vida, militaba el mismo proyecto palmo a palmo. Néstor era frontal, directo, heredero de los ideales de la generación del 70, esa generación diezmada, como él la definía. Desde el comienzo, establecimos una relación franca y cordial que se fue fortaleciendo con el tiempo, contando con nuestro apoyo y acompañamiento permanente. Ya presidente, asumió el compromiso de no dejar las convicciones en la puerta de la Casa de Gobierno, y cumplió. Los años de experiencias neoliberales habían dejado una profunda huella. Para reparar el daño realizado, Néstor Kirchner fue abordando la enorme lista de demandas de la Argentina pendiente, recuperando la esencia transformadora del peronismo. Con él volvimos a las paritarias. Recuperamos derechos. Nuestros salarios crecieron. A Néstor, el peronismo y los argentinos le debemos también habernos reconciliado con la lucha por los derechos humanos, al derogar las leyes de la impunidad para abrir la esperada etapa de los juicios a los responsables de crímenes de lesa humanidad basados en el principio innegociable de Memoria, Verdad y Justicia.
La Argentina se puso de pie y los argentinos recuperamos el orgullo de ser nación. No nos dimos cuenta del esfuerzo, de la entrega y del sacrificio que exigía semejante epopeya. Pero el Flaco no especuló jamás. Lo dio todo, hasta su vida, para cumplir con el sueño que nos propuso cuando asumió: una Argentina unida y un país más justo.