Se abrazó con desesperación a un farol de Avenida de Mayo, como si estuviera sobre la cubierta de un barco en medio de una tormenta. Se enroscó llorando como si quisiera fundirse con el hierro. Parecía borracho de dolor. Tendría, tal vez, unos 25 años; una barba abundante, un morral gastado, unos libros colgando en su espalda y una bandera argentina que lo arropaba. Lloraba como un niño abandonado a pesar de los miles que subían por la avenida rumbo a la Plaza de Mayo esa tarde del 27 de octubre de 2010. A pesar de los miles en silencio que peregrinaban y que, cada tanto, rompían el aire de la primavera con un grito potente: “Néstor no se murió”, que se repetía como eco y marea que impulsaba la procesión laica que subía sin dique que la contuviera. De repente, alguien se detuvo y le preguntó si necesitaba ayuda, y sin dejar de llorar, sin dejar su amarra del farol, repitió una y otra vez: “¡Por qué carajos se murió!”. Han pasado muchos años de ese momento. De aquella imagen que aún hoy recuerdo –a pesar de las miles de imágenes que se sucedieron– como si no hubiera más símbolos para describir la pasión, la desolación, el dolor multitudinario y la incredulidad por la muerte maldita y temprana de Néstor Kirchner. Porque esa imagen define una infinita contradicción y al mismo tiempo una certeza heroica: alguien puede morirse sin morirse. La historia política y personal de Kirchner, que estará reflejada en estas páginas, exime de detenerse en la cronología. Porque él fue el reconstructor del peronismo, que pudo volver al poder con su esencia de justicia social, soberanía política e independencia económica treinta años después de la muerte de su líder, Juan Perón. Fue el sanador medular de las heridas sociales y políticas de la gran crisis de 2001. Fue el que asumió el gobierno, con pocos votos –apenas el 22 por ciento– pero jurando que no dejaría jamás sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada. Fue quien pidió perdón a los argentinos por la tragedia del terrorismo del Estado y se comprometió a que la consigna Memoria, Verdad y Justicia no fuera una frase de pancartas sino de reparación de tanto dolor e injusticia. Fue quien le devolvió a la política el credo de los patriotas de Mayo: ni ebrios ni dormidos traicionar el legado de la patria. La propia y la latinoamericana –como habían impulsado Perón y Evita–, que Kirchner selló con los presidentes Chávez, Mujica, Lugo, Lula, Correa. Fue él quien arregló la deuda externa impagable del saqueo neoliberal y rompió las cadenas con el FMI; quien avaló las políticas sociales, culturales y personalísimas –como el matrimonio igualitario, única ley que le tocó votar– para la felicidad del pueblo, que no era ya una víctima pasiva de ajustes, moralinas violentas y crímenes políticos, sino el sujeto llamado a transformar la vida de millones a través de la presencia activa del Estado. Fue Kirchner quien logró hacer posible que se comenzara a cumplir con la consigna que también soñó Raúl Alfonsín, de que con la “democracia se come, se cura y se educa”. Pero más allá de estas realizaciones, de la gestión de gobierno de un país en ruinas, Kirchner supo siempre que pertenecía a una generación, la del 70, a la que nunca renunciaría por convicción y por pertenencia histórica. Sabía que su gobierno debía ser la continuidad de aquellos sueños por los que había luchado, adecuándolos a las encrucijadas que la historia, ya en pleno siglo XXI, imponía. Y es imposible no citar entonces, como una continuidad memoriosa, la extraordinaria tapa del suplemento joven “Ni a palos”, de Miradas al Sur, reproduciendo la misma portada del diario Noticias del 1º de julio de 1974, cuando con la pluma de Rodolfo Walsh informó sobre la muerte de Perón: “Fervor. Néstor Kirchner, figura central de la política argentina durante los próximos 200 años, murió el miércoles a las 9.15. En la conciencia de millones de jóvenes la noticia ya despierta un espíritu de compromiso. Más allá de la pérdida de su irremplazable figura, a la Argentina le deja el legado de un camino y una líder excepcional”. Y es imposible no toparse con la tozudez de la memoria que relampaguea en las imágenes de nuestro joven aferrado al farol de la Avenida de Mayo el día de su muerte. Porque “ni a palos” parece posible olvidar qué significaba ese llanto, esa soledad, esa desesperación de huérfano cuya sanación debería ser encontrada, de ese momento en más, en la militancia por defender las políticas nacionales y populares que el kirchnerismo fundó y que desplegó luego Cristina en sus gobiernos. Que aún hoy resisten el embate del neoliberalismo feroz, depredador y salvaje que intenta volver por sus fueros para borrarlas de la historia argentina.
NI A PALOS
