• Buscar

Caras y Caretas

           

ENTRE EL ESCUDO DE AQUILES Y EL PIJAMA

Marechal construyó un mundo singular haciendo convivir experiencias herméticas con sonoras injurias populares. Creyó en las vanguardias, pero también fue en búsqueda de los pensamientos platónicos para tamizarlos con un humor dadaísta.

Leopoldo Marechal innovó la novela argentina con la fuerza de un cristiano primitivo. Adán Buenosayres, de 1948, muestra una voluntad novelística capaz de arrasar los fundamentos mismos de la novela clásica y refundarla sobre sus ruinas. Muchos años laboró Marechal para construirla, desafiando a los lectores de la época, que debieron ser ayudados por la intervención de Julio Cortázar para que los lentos focos consagratorios la fueran rodeando y, tímidamente, poniendo en las galerías de la vanguardia literaria argentina. Las alegorías de Marechal y su juguetón esoterismo no eran fáciles de descifrar, aunque no era imposible adivinar la risa que los sostenía.

La ciudad de Cacodelphia es motivo de un viaje sacramental que se presta a múltiples traducciones alegóricas que sugieren embozos de las figuras literarias de la época. La alegoría cristiana es la cruz sacramental que sostiene a la novela, produciendo el raro espectáculo de fusionar dos formas (alegoría y novela) que en las historias literarias más obvias aparecen como dos momentos históricos diferentes. Esta conjunción de categorías universales de salvación y particularismos criollistas convierte a Adán Buenosayres en un incesante juego paródico. Marechal es cabalmente un modernista, pues cree en las vanguardias, pero en su encuentro con las fuentes más remotas del pensamiento, como los pensamientos platónicos sobre la belleza y la virtud, pasado por un humor cuya comicidad es un coqueteo con cierto dadaísmo de la vida contemporánea. De ahí, la nada invisible influencia de Marechal en Rayuela de Cortázar.

Las tempranas opiniones de Cortázar son elocuentes. Marechal utiliza el lenguaje de Petrarca para los casos de amor; el velorio del pisador de barro de Saavedra está contado “con el idioma nuestro allá por el veintitantos”. Ciertamente, Marechal goza con el uso del lenguaje mimético, según cada acción que esté en juego. Una escena amorosa petrarquiana convive con una escena con aires de tango. De todos modos, estas clásicas situaciones de contacto del mundo clásico con el mundo popular (Petrarca con Gardel) están mucho más marcadas en el mismo Cortázar que en Marechal. Lo sublime puede provenir de Plotino, lo necio y alegre, de Rabelais. En el lenguaje de Marechal, las cintas existenciales paralelas de lo terrenal y lo celestial se traducen en los términos de la redención cristiana al barro sacramental del barrio de Saavedra.

COMPLEMENTOS

Este sistema de complementos entre lo cómico y lo salvífico se despliega también en Megafón, o la guerra, novela póstuma publicada en 1970. El trato de las materias empíricas y sensoriales del despertar de Megafón, con una remota semejanza con el despertar de Gregorio Samsa, adquiere la misma importancia que la que tiene en Adán Buenosayres el tema del escudo de Aquiles. La descripción del reingreso al mundo sensorial se hace bajo un cuño paródico del idealismo filosófico extremo. En esta última novela, el cenáculo de adeptos reunidos en un orbe metafísico que también convive con los planos de la vida popular de Buenos Aires inicia expediciones y cercos en un conjunto de batallas y rescates bélico-amorosos que finalmente refieren al rescate mayor, el de la patria, que se expresa por medio de una metafísica del dolor y del gusto profundo por vivir el miedo de redimirla.

Marechal siempre hizo convivir experiencias herméticas con sonoras injurias populares, y a la vez con un hilo de acción que consiste en cercos metafísicos hacia figuras que representan la opresión. Los lectores de la época interpretaron la novela de Marechal como un orden de signos cautivos que remitían ineludiblemente a los sucesos que se vivían contemporáneamente. Megafón, o la guerra tenía así otra dimensión excepcional, que de alguna manera Marechal buscaba: la de ser el demiurgo del idioma secreto en que se hablaba de las batallas reales que exigían el lenguaje despojado de las militancias. Sin embargo, este no es el caso de Antígona Vélez, donde propone otro modo ambiental e histórico para esos nudos arquetípicos de la tragedia antigua.

El modo en que Marechal expone esos símbolos obedece a una teología sacrificial, quizás animada de un alma pagana, con una visión oscura y libertina de las grandes metáforas religiosas. La alegoría marechaliana de Antígona de algún modo significa un gran trazo de fusión mística entre civilización y barbarie, llevadas a un arrebato y a una revelación que de algún modo alentó permanentemente sus ceremonias literarias más íntimas. Escribió con escritura adánica. La del nacimiento del día, antes que del mundo. “Una multitud de asuntos que tratan de levantar cabeza”, narra como si todo acabara de nacer. Asombra que no haya nexos de pasaje entre lo egregio y lo popular, todo ocurre en la punta de una varita de prestidigitador. La vulgaridad llena de gracia convive con las finuras del glosario de los exquisitos dioses de la antigüedad.

ALMA ALEGÓRICA

Esa lógica es una suerte de ilación casual, lo que fluye en el alma alegórica del escritor –que prefigura a la Maga en su sustracción de ligazones articulantes– y que se manejan como irrupciones humorísticas, en las que predomina el humor por contraste, el monumento antiguo, donde los dioses y los héroes son poseedores de la gracia popular del esperpento profético, vidente y redentor. Veamos, en Adán Buenosayres, el caso del quimono chino de Samuel Tesler, tema proveniente del Escudo de Aquiles, en versión paródica de la Ilíada.

El quimono de Tesler es descripto como en un contrapunto con el escudo de Aquiles, salvadas las diferencias entre el escudo y la ropa de dormir, lo que le permite a Marechal uno de los tantos gambitos de su humoresca.

Tesler luego sale a la ventana, en pijamas, y ve la ciudad “bajo el arponeo del sol”. Muestra los techos, terrazas y campanarios distantes y exclama: “¡Ahí está Buenos Aires, la perra que se come a sus cachorros para crecer!”. Es una percepción tan hilarante como preocupada de la vida intelectual de la Argentina, en tanto ente metafísico y trastocado, con sus piezas sueltas que van de lo cómico a la ironía sexual y una gauchesca mordaz. Muchos vieron surrealismo y náusea en los personajes marechalianos (Cortázar, que mucho le debe), otros lo enviaron obviamente a las experiencias con el lenguaje realizadas por Joyce, y no pocos se fijaron en los paralelismos con Rabelais. Buenos Aires se conjura y es conjurada, y en un rasgo que nada tiene que envidiarles a los climas latinoamericanos de la novela de aquel tiempo, no descarta las latencias de una razón antropofágica. De este modo, podemos considerar a Marechal un puente latinoamericano entre Lezama Lima, el cubano, y quizás Oswald de Andrade, el brasileño.

Escrito por
Horacio González
Ver todos los artículos
Escrito por Horacio González

%d