Esta pandemia y sus cuarentenas, de alguna manera, me recuerdan a septiembre de 1973 y el encierro en la embajada argentina en Santiago de Chile.
Llegó a ser como un pueblo pequeño, casi 700 personas habitando en la residencia, huyendo de la pandemia que provocó el golpe de Estado contra Salvador Allende. Los extranjeros, los allendistas y todo lo que no fuera el apoyo a Pinochet debía ser eliminado, aislado, asesinado, torturado. En ese pequeño pueblo había argentinos, brasileños, uruguayos, chilenos, acogidos con inmensa generosidad y compromiso por parte del agregado cultural de la embajada y del cónsul argentino. Como se sabe, los consulados son tierra del país donde están
implantados; las embajadas, en cambio, tienen dominio sobre el suelo donde se yerguen sus edificios. Cientos de personas nos trasladamos, buscando asilo, al consulado (ingresar por la puerta de la embajada era impensado) y luego fuimos caminando 50 metros agachados detrás de una barrera de autos, que separaban el edificio del consulado del de la embajada. Nadie debía ser visto por las fuerzas de seguridad, que estaban al acecho alrededor de todas las embajadas en Santiago.
Una vez dentro, aquello parecía una romería, con personas caminando de un lado a otro del gran salón como si estuvieran en una plaza pública: conversaban, se miraban y salían al jardín para mirar el cielo, y esta imagen, que parece idílica, se rompía cuando manos desconocidas aparecían por lo alto del muro que delimitaba la embajada con el exterior, pretendiendo entrar para salvar sus vidas. A veces alguien lograba su cometido, pero en la mayoría de los intentos, esas manos caían hacia atrás, después de un balazo que estallaba en el aire o de
algún golpe violento que mataba la esperanza de ver saltar el cerco.
Esa figura de las manos y de los intentos por alcanzar la libertad me quedó grabada a fuego. Desde ese jardín, que parecía una pintura de Manet, con plantas y flores acercándose a la primavera y creando una especie de paisaje bucólico, también se veían las altas Torres de Tajamar, ubicadas cerca de allí, y cómo desde los alféizares de las ventanas se iban colgando trapos de diversos colores; pensábamos que eran señales que informaban alguna acción
de las fuerzas represivas y que los colores diferenciaban una acción de otra.
Los paseos diurnos por el salón se transformaban en locura nocturna. Es una verdad de Perogrullo decir que estas situaciones tan límite sacan lo mejor o lo peor del ser humano; también la cordura y la locura. Había un baño grande y dos o tres pequeños para cientos de personas. Entonces, mientras algunos los ocupaban pensando que estaban de vacaciones en las Bahamas y no medían el tiempo, había otros, como por ejemplo el maravilloso científico social argentino don Sergio Bagú y su esposa, que iban al baño a las dos de la mañana para
no molestar y se quedaban sólo diez minutos. La mezquindad y la generosidad también estaban presentes, y así como unos escondían colchones durante el día para acostarse en la noche y otros se quedaban parados abrazándolos, como si fueran un botín de guerra, estaban también los héroes cotidianos, como Bagú y algunos otros, que se quedaban despiertos ayudando, controlando el orden, acostándose sobre cartones o directamente en el piso.
La comida estaba racionada porque era poca y tenía que alcanzar para todos por un período incierto, y había que lograr que las mujeres que amamantaban y las embarazadas se alimentaran mejor que el resto. Sin embargo, no faltaban asaltantes nocturnos a la cocina, aunque parezca increíble. La ideología y la ética no van siempre de la mano.
El miedo y la incertidumbre desataban hechos impensados en momentos más “normales”. Nunca olvidaré a un brasileño que por las noches se sentaba en el suelo frente a una palangana con agua que se iba tirando en la cara, para no dormirse, diciendo que “ellos” siempre llegaban de noche y que ya que había logrado vencer el primer cerco (dejar Santiago de Chile y entrar en la embajada), tenía que permanecer despierto para saltar el segundo: dejar la embajada y viajar a la Argentina.
¿Cuáles son nuestros cercos ahora?