Contra toda probabilidad, y como una fugaz concesión del destino, el dúo Gardel-Piazzolla existió. Fue en Nueva York, durante la sobremesa de un agasajo al flamante astro de la Paramount. Los guitarristas todavía estaban en viaje, y el piano del lugar era tan malo que esa vez Alberto Castellano, uno de los colaboradores más cercanos del cantor, no lo pudo acompañar. Entonces Gardel le dijo a Astor, “la maravilla infantil del bandoneón”, que se había convertido en su pequeño cicerone neoyorquino: “Vení, pibe. Poné la música de ‘Arrabal amargo’ y dale con todo”.
La historia, que Piazzolla atesoraba junto con una fotografía del set de El día que me quieras en la que aparecen los dos, es una trama providencial de coincidencias. En los años 30, los Piazzolla eran una familia de inmigrantes marplatenses en Manhattan, en un vecindario cercano a Little Italy, donde el pequeño Astor se había hecho conocido entre las barritas belicosas del barrio como Lefty, por la fuerza de sus zurdazos. Aunque hubiera preferido tocar la armónica, Astor estudiaba el bandoneón a instancias de su padre, Vicente, que hacía girar sin pausa discos de tango en la Victrola familiar. Su cantor favorito, Carlos Gardel, desembarcó en Nueva York en una tarde helada de diciembre de 1933, con contrato para actuar en la radio NBC y el objetivo de darle un nuevo impulso a la carrera cinematográfica que había comenzado en Francia. En torno al cantor, formarían parte de su círculo neoyorquino el director Terig Tucci –con quien Astor había tomado algunas clases de música– y el violinista Remo Bolognini. Antes de establecerse en Nueva York, Remo había sido un compañero de bohemia de Carlos en Buenos Aires, mientras que su hermano, Astor Bolognini, había sido un gran amigo de don Vicente Piazzolla, y a él se debía que los Piazzolla bautizaran Astor a su único hijo.
EL ENCUENTRO Y LA SUERTE DEL FINAL
Vicente Piazzolla, que era peluquero de oficio, pero también un hábil artesano, talló en madera un gaucho con su guitarra, labró su firma al pie, y una mañana primaveral de 1934 envió a su hijo al edificio Beaux Arts, que ocupaban Gardel y su comitiva en la calle 44 Este, para entregársela al cantor como homenaje. En la puerta, Astor se cruzó con Alberto Castellano, que había extraviado la llave. Castellano aprovechó la llegada de ese pequeño admirador desconocido para enviarlo como emisario por la escalera de incendios hasta el penthouse. Astor irrumpió en el departamento entrando por la ventana. El poeta Alfredo Le Pera se sobresaltó, pero Gardel fue cordial con el intruso. Agradeció la talla y le regaló a Astor una fotografía autografiada: “Para el simpático pibe y futuro gran bandoneonista”. Poco después, el pibe se sumaba al variopinto grupo que rodeaba a Gardel en Nueva York, y que incluía a Castellano, Bolognini, Tucci y su esposa Lola, el costarricense Samuel Piza, en calidad de intérprete y asesor, y el cantante y bailarín Carlos Gianotti, casado con la tana Rosita, encargado de las rutinas de footing y boxeo de sombras con las que el cantor intentaba combatir el sobrepeso.
Astor se improvisó como guía y traductor simultáneo de Gardel, en sus paseos de compras, sus diálogos galantes con las mujeres con las que se cruzaba en los sets de filmación, sus visitas a la cantina Santa Lucía y otros enclaves de la gastronomía italiana. El cantor también probó los ravioles y los buñuelos dulces que eran especialidad de doña Asunta, la mamá de Piazzolla. Y a principios de 1935, cuando retomó los rodajes en Long Island, después de un viaje a Europa, incluyó a Astor en un pequeño rol de vendedor callejero de periódicos, en los primeros minutos de la película El día que me quieras. Por esos proféticos fotogramas que hoy reúnen a las dos figuras de mayor proyección del tango íntegro, Astor obtuvo un pago de veinticinco dólares.
Cuando llegó el momento de comenzar su gira por Centroamérica, Gardel les propuso a los Piazzolla que Astor se incorporase a su comitiva como asistente. Pero recién había cumplido catorce años y doña Asunta pensó que era demasiado chico para alejarse de ella y emprender semejante travesía. En su lugar, viajó un muchacho un poco mayor, José Corpas Moreno, un joven argentino radicado en Nueva York, recomendado por Vicente. Así, Corpas Moreno compartió el trágico final de Gardel y sus compañeros, el 24 de junio de 1935, cuando el avión en el que viajaban ardió en el aeropuerto de Medellín.
Veinte años más tarde, el pianista Andrés D’Aquila –que había sido el primer maestro de Astor, en Nueva York– descubrió en una tienda de objetos usados del Greenwich Village una talla de madera deteriorada, con un cartelito: “Muñeco que perteneció a un cantor argentino”.
En los años 80, Astor Piazzolla soñaba una ópera sobre Carlos Gardel (“el salto más grande que voy a dar en mi vida”), que no llegó a concretar. El proyecto lo conectaba con el rigen de su destino singular. El aquel chico al que Gardel había presagiado “futuro gran bandoneonista” habitaba una certeza: “No le fallé”.