Será la infinita sospecha de que la eternidad debe ser la condición natural de la menos natural vida del planeta, que es la humana. Será que en plena Primera Guerra les venía bien acusar a un país no beligerante. Será porque hacia 1918 se suponía que las mujeres eran fuente de todo lo subrepticio y oscuro que podía azotar en el deseo a los hombres que peleaban en las trincheras. Será porque la conspiración como forma desesperada de la sospecha, como arma de los espías de todos los tiempos, no descansa, y la gripe mató a más gente –entre 25 y 50 millones– que la que murió en esa guerra. Lo cierto es que a la pandemia de gripe ocurrida entre fines de 1918 y 1919 la llamaron, inicialmente, “la dama española” o “gripe española”. Pero varios analistas señalan que si se tiene en cuenta su recorrido cronológico, la pandemia habría tenido un origen americano. Se la registró por primera vez en un campamento del ejército en Kansas, EE.UU., en marzo de 1918, en la misma región donde había aparecido la gripe porcina. Un mes más tarde, el virus apareció en Francia en los campos de batalla, como consecuencia de la incorporación de EE.UU. al conflicto. Como España era neutral, parte de la conspiración bélica para no desmoronar la moral de los soldados fue achacarle el origen de la pandemia. Los españoles replicaron con una humorada: la llamaron “soldado de Nápoles”, por una canción popular de opereta que era tan pegadiza como la gripe.
Aún sigue siendo una incógnita por qué esta peste tuvo pocas referencias en la literatura y la historia, sobre todo porque hasta la aparición de la Covid-19, se considera la pandemia más devastadora de la historia moderna: fue causada por un brote del virus influenza A del subtipo H1N1, y se contagiaron 500 millones de personas, de las que murieron cerca de 100 millones, el cinco por ciento de la población mundial. En EE.UU. –donde hubo cerca de 700 mil muertos, sobre 100 millones de habitantes–, apenas se la reconoce como tema en Pale Horse, Pale Rider, tres novelas cortas de Katherine Anne Porter.
En estas tierras, tampoco abundaron las referencias a la pandemia, que mató al 30 por ciento de la población de Salta y Jujuy en su segundo brote en 1919, y al diez por ciento de Buenos Aires, que por entonces tenía 180 mil habitantes. Luego de la mayor tragedia epidemiológica de su historia, que fue la de fiebre amarilla en 1871, la ciudad tenía ya en ese momento 17 hospitales y una legión de reconocidos sanitaristas. El furioso machismo de la denominación “la dama española” no fue tomado como propio en la Argentina. Aquí la bautizaron “grippe”, como indica la tapa del 2 de noviembre de 1918 de Caras y Caretas, con el título: “Profilaxis contra la grippe”. Usaron el francés, el idioma favorito de la alta burguesía porteña, porque la mayoría estaba convencida de que había llegado de los campos de batalla de Francia. Así que la elite de la ciudad adoptó esa palabra culta desde las páginas de la prensa. Y se encargó de desparramar la idea de usar el famoso aparato de Marot, que ya se había usado durante la peste bubónica en 1890, llamado el sulfurozador (electrificaba gas sulfúrico) para desinfectar calles, casas y estaciones de trenes.
Caras y Caretas fue central en la difusión de los cuidados contra la grippe. Como la revista más vendida de entonces, bautizando satíricamente la enfermedad con el mismo tono afrancesado de la elite, contribuyó a la prevención de la pandemia y a hacer un llamado de atención al rol del Estado para cuidar la salud pública. La tapa citada tenía la caricatura de un hombre del cual colgaban todo tipo de artefactos como armas de profilaxis: bolsitas de alcanfor, un ventilador en cada pie y uno especial en la nariz, un fumigador en la mano y carteles que decían: “Perdón que no le estreche la mano” y “Hábleme a distancia”, rematados con otro que colgaba como una corbata llamado “papel matamoscas”. En definitiva, gripe española o grippe eran los diferentes nombres de la misma amenaza que un siglo después llamamos coronavirus. Y que Caras y Caretas vuelve a contar.