Aun cuando se la quiera disimular detrás de una hipotética confrontación entre quienes “producen” y quienes “atrasan”, entre tradicionalistas y fundamentalistas, la manera de producir alimentos en la Argentina está en crisis. Severa.
La introducción de la siembra directa, que parecía –o fue vendida como– un avance tecnológico respecto de una agricultura principalmente erosiva, quedó opacada por su posterior dependencia colosal de los agroquímicos, acompañada de una baja de fertilidad de los suelos como consecuencia del monocultivo.
Tal descripción podría parecer una anécdota biotecnológica si no se contextualizara. La soja (transgénica) no es un poroto ni una oleaginosa. La soja es un modelo.
Un modelo en el que el 70 por ciento de los granos se producen para alimentar animales, no para alimentar personas, salvo a través de esos animales. El eslogan que dice que la Argentina produce alimentos para 300 millones de personas cuanto menos debería revisarse: hoy, de hecho, importamos tomates. Esa consigna es resultado de una ecuación demasiado indirecta para ser efectiva: puede servir a los fines de resaltar el hambre que padece una parte significativa de la sociedad argentina, aunque se sabe que la falta de comida en ciertos sectores es fruto de la concentración de riqueza (o de pobreza) y no del volumen de la siembra de commodities.
LA CRISIS AL DESNUDO
Por un lado, hay factores estrictamente productivos que desnudan la existencia de esa crisis en el modo de producir alimentos en la Argentina. En sólo 17 años, nada en términos de la historia de la agricultura, debió reemplazarse la soja transgénica Roundup Ready por la Intacta, dado que la anterior “mostraba flaquezas y las malezas se le resistían”, escribió un vocero agropecuario disfrazado de periodista en un gran diario nacional. Quiere decir que el milagro tecnológico no era tal o, como buena parte de la modalidad productiva de este capitalismo, estaba cruzado por la “obsolescencia programada”. O, lo que es más factible, la biología está operando –siempre– y con ella se cumple aquella ley de ecología de Barry Commoner: “La naturaleza es más sabia”. Esta ley indica que aquello que la naturaleza no “inventó” (como los monocultivos) es porque no atravesó satisfactoriamente un análisis de costo-beneficio natural.
Nunca hay que olvidar que Marie-Monique Robin, en su libro El mundo según Monsanto, describe a la Argentina como el mejor alumno de la multinacional hoy cuestionada en todo el mundo por una ausencia insanable de ética socioambiental.
Luego están los factores sociales y sanitarios de la crisis. El éxodo del campo fue como nunca antes. Lo mismo que el de las vacas que, empujadas hacia el norte y hacia el hacinamiento de los feedlots, se convirtieron en la principal explicación de los desmontes. La obscena tasa de deforestación de la ecorregión del Chaco seco, que ubica a la Argentina en el top diez de los países amantes de las topadoras y revela la insustancialidad de una normativa (la Ley de Bosques) que pretende detener con fondos compensatorios a las provincias un negocio promovido desde un modelo centralizado de acumulación de riqueza, hoy está principalmente estimulada por la liberación de campos para cría.
Otro éxodo, poco observado aunque muy sufrido, ha sido el de los cinturones verdes o los tambos circundantes a las ciudades medianas. En la Argentina se consumen verduras frescas que recorren en promedio 400 kilómetros, y la leche viaja en promedio mil kilómetros, con el costo en huella de carbono (transporte), contaminación (fumigaciones) y baja de calidad (conservantes, cadena de frío), que impone, además, la contraindicación para cualquier política de arraigo que eso supone.
AGRO-VENENO
A esto hay que añadir los efectos de las fumigaciones, indisimulables e injustificables, excepto para quienes entienden que producir es independiente. La reciente explosión, en Mercedes, de una planta de acopio (aunque muchos dicen de producción y fraccionamiento, lo que la pondría al borde de la ilegalidad) de Paraquat exige mirar el episodio en el marco de un modelo y no en la dimensión policial de un accidente. El Paraquat está prohibido en más de treinta países, entre ellos y desde hace más de doce años los de la Unión Europea, donde se asienta la empresa que allí lo produce y aquí lo vende, la misma que repentinamente demuestra su preocupación por el hambre local.
El marco de todo esto lo dan decenas de denuncias, estudios e investigaciones adecuadas al hecho de que en sólo una década el volumen de agrotóxicos sobre los campos, muchos de ellos prohibidos, se multiplicó por diez.
Una pregunta inicial que se debe responder es cuál es la finalidad de la producción agropecuaria en la Argentina. Por superficie, volúmenes y características de las empresas que manejan el negocio, da la sensación de que se trata, de manera prevaleciente, de un modo de “fabricar” productos de exportación (que hoy es soja transgénica como antes fue trigo y mañana pueden ser adoquines) y no de una vía para producir alimentos para consumo de la población local.
Tal sensación se acentúa cuando se observan las condiciones de la producción y el consumo alimenticio local: cualidades como la cercanía, la estacionalidad, la relación directa con el productor y la inocuidad están completamente ausentes. Apenas el veinte por ciento de la producción fresca atraviesa controles consistentes. En el cinturón verde de La Plata se han descubierto tasas de presencia de plaguicidas, algunos prohibidos, en ocho de cada diez vegetales. Un estudio de la Facultad de Farmacia de la UBA sobre muestras de leches maternizadas registró presencia de agrotóxicos, muchos de ellos prohibidos, en el 90 por ciento de las muestras.
Estos resultados son la consecuencia de divorciar el modelo de producción agropecuaria de la forma de producción y consumo local de alimentos. La pregunta es tan obvia que da vergüenza hacerla: ¿se puede producir mejor? Sí. Y si no se sabe cómo hay que encontrar la manera de hacerlo.
En la Argentina el modelo agropecuario lo postula, lo diseña y lo ejecuta la corporación de agronegocios, y el Estado va desde la complicidad hasta la anomia o la sumisión, pero no logra romper con el hecho de que la producción se piensa desde la renta y no desde el consumo, cuando claramente debería ser al revés. La prioridad del espacio la tiene la soja (en tanto modelo, no poroto), y lo que queda, si queda, es para el resto. La ecuación debería invertirse, primero, todo lo que va a alimentar a los argentinos, con calidad, sin venenos y con cercanía: miles de granjas agroecológicas hoy confirman que es posible. Y lo que quede, para alimentar chanchos chinos.