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Caras y Caretas

           

CONTAR EL HORROR

El brutal silencio que impuso la dictadura estalló por el aire con la recuperación de la democracia. Desde el 83 hasta hoy, la necesidad de narrar lo vivido se multiplicó en películas, obras de teatro, expresiones plásticas, canciones y más.

Una de las mayores dificultades con las que se enfrentaron aquellos que, con palabras o con imágenes, quisieron dar cuenta de lo ocurrido bajo el terrorismo de Estado fue, justamente, la imposibilidad de representar de manera directa a protagonistas y hechos. Que todo haya ocurrido en esa oscuridad mantenida por el pacto de silencio cumplido a rajatabla por los represores y sus cómplices hace difícil contar cómo fue todo. Salvo partir de los testimonios de las víctimas que lograron salvarse, lo que dio lugar a toda una zona testimonial de la producción artística, pero que no logra despegarse de aquello que ha sido contado muchas veces, sobre todo en el Nunca más. No por falencias propias sino porque los testimonios se resisten a ser transformados en otra cosa. Su valor y su contundencia pasan por no entrar en el terreno de la ficción, por no convertirse en otra cosa.

A todas estas dificultades se suma la figura atroz de la desaparición, que coloca a las víctimas en una especie de limbo al mismo tiempo que enfrenta a sus familiares a vivir en una zona indecible donde la resistencia a aceptar la presunción de muerte sin que medie palabra militar alguna y ninguna información es un obstáculo a la posibilidad de elaboración del duelo. El silencio es la continuidad de la represión por otros medios, pero no dejarse caer es la forma de intentar ese duelo sin abandonar la lucha. Es lo que pudo vislumbrarse a través de dos obras de teatro: Una mujer, una celda, una bandera, del español José Ramón Fernández, dirigida en Buenos Aires por Edgardo Chini, donde el desaparecido es un espíritu que acompaña en off toda la trama, y Señora, esposa, niña y joven desde lejos, de Marcelo Bertuccio, donde una hija busca comunicarse con su padre desaparecido a través de internet, convirtiéndolo en un ser virtual. Ambas se enfrentan a esa dificultad que describió alguna vez Graciela Daleo: “El desaparecido es una abstracción, algo que va a seguir siendo así. Es algo que no tiene arreglo. El desaparecido aparece el día que desaparece”.

La opción era reconstruir lo ocurrido en los centros de detención clandestinos –en ese sentido trabajaron Recuerdos de la muerte, de Miguel Bonasso, y la película Garage Olimpo, dirigida por Marco Bechis– o hablar de los efectos de la represión ilegal a lo largo del tiempo y fuera de los escenarios donde ocurrió. El intento más exitoso (en términos de repercusión) de esta última opción fue La historia oficial, dirigida por Luis Puenzo, que cuenta el caso de apropiación de una niña de padres desaparecidos por parte de alguien vinculado a las fuerzas armadas. Lo que aparece allí –algo que dominará los primeros tiempos de la democracia– es la toma de conciencia, sobre todo por parte de la clase media, de lo sucedido en los años de plomo. O la historia de un niño en el contexto de la dictadura, que narra Kamchatka, dirigida por Marcelo Piñeyro con guion de Marcelo Figueras. Trabaja en esta misma línea, pero desde una perspectiva mucho menos directa, la novela Perder, de Raquel Robles, integrante de H.I.J.O.S., que cuenta la historia de una madre que debe tratar de incorporar en su vida la muerte de su hija. El texto se resignifica cuando se sabe que los padres de Robles están desaparecidos. Es otra manera de intentar narrar lo que es imposible de contar, desplazando el lugar de los personajes: la madre se vuelve hija de su propia hija. Es una forma de plantear que lo ocurrido ha revuelto la vida de las víctimas hasta hacerla incomprensible. También hija de desaparecidos, Albertina Carri mezcla documental y ficción para hablar de la ausencia de sus padres en Los rubios. Leopoldo Brizuela cuenta en Una misma noche la historia de un escritor que fue testigo, durante la dictadura, de un secuestro y lo mantuvo callado durante años.

Hubo dos intentos de aproximarse a este lugar de los cuerpos a punto de desaparecer. Uno fue el proyecto de Charly García de arrojar maniquíes desde un helicóptero durante uno de sus recitales. Hebe de Bonafini se opuso duramente y Charly dio marcha atrás. El otro fue Garage Olimpo, cuya escena final es el Río de la Plata visto desde los ojos de aquellos que están a punto de ser arrojados a las aguas. La estremecedora escena transcurre con el fondo del tenor Darío Volonté cantando “Aurora”.  No hay en esto la menor ironía (no podría haberla): la desaparición de personas es parte de la historia de la patria. Su costado más brutal, más infame. Este acercamiento al tema de los vuelos de la muerte muestra la imposibilidad –al menos por ahora– de encontrar una manera de contarlos. Hubo un intento muy fallido en ese sentido, la película Kóblic, dirigida por Sebastián Borensztein, en la cual Ricardo Darín interpreta a un aviador que participó de un vuelo de la muerte y que no quiere repetir la experiencia. El resultado es que el tema se despolitiza y queda presentado como un problema de conciencia. Tal vez la misma perspectiva y el mismo objetivo con el cual Adolfo Scilingo le contó su historia a Horacio Verbitsky.

También las artes plásticas se plantearon el problema de la representación. Había que hablar de una ausencia, de un vacío. La foto de un desaparecido es una manera de recordarlo, de dejar constancia de sus luchas, pero es un testimonio, aun con todo el valor que tenga. Esa dolorosa dificultad quedó plasmada, por un lado, en los pañuelos que se han colocado sobre baldosas y plazas. Y también en experiencias como las siluetas habitadas por un nombre en la Plaza de Mayo, pintadas en el asfalto o sobre cartón blanco, que diseñó Fernando Bedoya hacia fines de la dictadura. Las vestimentas, con forma de cuerpo sin maniquíes que las sostuvieran, clavadas por Roberto Fernández en las calles. De lo que se trata, como dice Daniel Ontiveros para explicar un cuadro que muestra restos de un living arrasado por un grupo de tareas, es de “re-construir lo que no está, re-unir, re-hacer, re-pensar”. Esta vez el guion no es un artilugio retórico. Es el signo de una pausa eterna entre lo que fue y ya no está.

Hay otras perspectivas para seguir hablando del terrorismo de Estado que no tienen que ver de manera estrecha con las ausencias sino con lo pendiente y que se simboliza en el ciclo de Teatro x la Identidad, asociado con Abuelas de Plaza de Mayo, que trabaja a favor de la recuperación de los nietos arrebatados por las fuerzas represivas y que aún desconocen su identidad. El ciclo lleva más de quince años de existencia.

La persistencia del tema a más de 35 años de terminada la dictadura y que se vuelva desde el arte y la literatura a ese agujero negro demuestran que no se ha dicho todo todavía. Esos libros, cuadros, obras de teatro hablan de una tozuda decisión de seguir preguntando y preguntándose.

Escrito por
Marcos Mayer
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