En otoño de 1970, Jorge Luis Borges publicó El informe de Brodie, entre cuyos relatos se destaca “La intrusa”. Aquel texto plantea un gran interrogante en el campo de la geometría humana: ¿qué hacer cuando en un triángulo hay un cateto de más?
Esa pregunta –ambientada en algún arrabal bonaerense a fines del siglo XIX– marcó para siempre a los Nelson, dos hermanos muy unidos, al entrar en sus vidas “la” Juliana.
La realidad a veces imita a la literatura.
Porque esa misma pregunta –ambientada en algún arrabal de Esquel al empezar el siglo XXI– también marcó para siempre a Juan Carlos y Graciela Argüelles, nacidos del mismo vientre. Una historia verdadera que merece ser evocada.
Primero hubo una llamada anónima. Luego, la presurosa llegada de dos patrulleros a un baldío en la esquina de Chacabuco y Sarmiento. Era la zona más picante de esa ciudad patagónica recostada sobre la cordillera, en virtud a una sucesión de tugurios frecuentados por toda clase de malvivientes.
En uno de esos locales había fermentado la tragedia.
Primero emergió entre la oscuridad de la noche una mujer que temblaba con las manos levantadas. Los policías tardaron unos segundos en percatarse de que aquellas manos estaban empapadas de sangre. Pero sin discernir si ella estaba herida o si las manchas eran ajenas.
Otros policías reducían a un tipo mal entrazado cuya campera también estaba ensangrentada.
El jefe de la partida, abriéndose paso entre la maleza, tropezó con algo: un cuerpo que yacía sobre un charco rojizo. Su gesto facial era perturbador; en parte, por una fractura en el cráneo y la masa encefálica desprendida. Aun así inhalaba atroces bocanadas de oxígeno. Pero lo que más asombró al comisario fue que tuviera los genitales al descubierto y el pantalón enrollado a la altura de los tobillos. Junto a él estaba el objeto que lo malogró: una piedra de laja con unos pequeños trozos de seso en el canto.
El tipo murió minutos después. Era José Luis Báez (a) “Jarabe”, un ex convicto de 38 años con fama de pendenciero y que –según la policía– debía alguna muerte. Por la suya fueron procesados los Argüelles.
Graciela tenía 25 años y era su concubina. Juan Carlos, changarín de profesión, tenía 31. Ambos, al matar, estaban bajo los efectos del alcohol. Un simple “homicidio en riña”. Pero sólo en apariencia.
UNA HISTORIA DE AMOR
Hacía apenas unos años, ambos vivían en una casita de ladrillos sin revocar en las afueras de la ciudad; desde el zaguán se divisaba un patio de tierra.
Desde allí Jarabe –un amigo de Juan Carlos– vio a la joven por primera vez. Ella era morena, de ojos rasgados. Y bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. El tipo acababa de salir del penal de Rawson, donde había cumplido una condena por robo.
Graciela también había tenido ciertos entredichos con el Código Penal: venta al menudeo de cocaína y una denuncia por haber drogado y desplumado a tres sujetos, entre otras trapisondas de poca monta.
Aquellos dos seres eran como almas gemelas. Y la empatía entre ellos no tardó en manifestarse. Pero Juan Carlos mostraba ante esa situación cierto recelo. Por eso Jarabe sintió asombro cuando, durante una noche de invierno, el hermano de su pretendida le dijo:
-Me voy a un boliche del centro. Ahí la tenés a la Graciela.
El tono era entre mandón y cordial.
Jarabe no supo qué cara poner. Y Graciela, muy nerviosa, iba de un lado a otro con el mate en la mano.
Esa madrugada ella fue de Jarabe. Y se pusieron de novios.
Juan Carlos al principio los acompañaba en sus salidas. Hasta que una changa lo llevó a Trelew. Al regresar, Jarabe estaba instalado en su casa. Él se hizo más taciturno. Y solía embriagarse en los bares de la calle Chacabuco.
Los vecinos olfatearon una rivalidad latente entre los dos amigos.
Jarabe llevó a vivir a Graciela a un rancho en la otra punta del barrio. Y la mantenía con pequeños robos.
Al año nació Jéssica. En sus rasgos prevalecía la rama materna, al punto de que su mirada era idéntica a la del tío Juan Carlos.
Mientras tanto, la relación de este con su cuñado se tornó más vidriosa. Y Jarabe no sabía la razón. A veces, Juan Carlos se dejaba caer en su hogar. Y se enfrascaba en largas discusiones con la hermana, de las que Jarabe quedaba afuera. Después, sus visitas se tornaron más espaciadas. Finalmente dejó de ir.
Pero no por eso se quebró el vínculo con Graciela. Desde entonces era ella la que iba a su casa. A veces con Jéssica. Pero casi siempre sola. Y la nena quedaba al cuidado del papá.
Jarabe no sentía demasiado beneplácito ante la creciente presencia de su mujer en lo del hermano. Y se lo planteó a ella sin medias tintas. Graciela, muy alterada, adujo que Juan Carlos trabajaba mucho, estaba solo y la necesitaba para las cosas de la casa.
–¡Qué se busque una mina! –bramó Jarabe.
Esas cinco palabras bastaron para que ella rompiera en llanto.
La situación no varió con el paso de los meses, a no ser por la creciente alteración anímica de su mujer.
El asunto no tardó en estallar.
Durante una mañana de febrero, mientras Graciela estaba en la casa del hermano, Jarabe, que cargaba con Jéssica, se quedó sin llaves, por lo que también fue a lo de Juan Carlos.
Al llegar vio la bicicleta de ella bajo el alero. Y golpeó la puerta. Nadie atendía. En ese instante oyó un gemido. Ese gemido le era familiar. Entonces, envuelto en un estupor que él jamás pensó posible, quedó paralizado. La nena cayó de sus brazos. Su llanto alertó a la mamá. Y ella salió envuelta en una toalla. Juan Carlos, desvestido, miraba la escena desde el colchón.
Sorprendentemente, Jarabe y Graciela volvieron juntos al domicilio que compartían.
Pero ese día quedó sellado el destino de todos ellos.
Días después, la pareja acudió al Black & Jack, uno de los antros de la calle Chacabuco. Ya tenían varias copas de más.
Juan Carlos estaba al costado de la barra, intentando meter una moneda en la ranura de una fonola sin notar la presencia de Jarabe y Graciela.
Hasta que los alaridos de ella concitaron su atención. Los parroquianos aseguran que le reclamaba algo a Jarabe. La discusión se hizo acalorada, y ella salió de modo intempestivo del local. Jarabe la persiguió.
Al minuto, Juan Carlos fue tras ambos.
A esa altura, el carácter incestuoso de aquel embrollo ya era en el barrio un secreto a voces. Y nadie tomó en serio el incidente. Sólo algunos mirones se asomaron a la vereda. Entonces vieron a Juan Carlos apartar con violencia a Jarabe (ya desnudo de cintura para abajo) de Graciela y, a continuación, la piedra de laja al precipitarse una y otra vez sobre su cabeza.
Finalmente los hermanos, casi llorando, se fundieron en un abrazo.
Alguien entonces llamó a la policía. Y el resto regresó a sus tragos.