El 30 de diciembre de 1968 los astronautas de la misión Apollo VIII enviaron una imagen que embriagó las retinas del mundo. En ella se apreciaba a la Tierra de una manera distinta como nunca antes nadie la había visto: como una isla azul, huérfana, rodeada por una inmensa oscuridad. Un día después, el poeta Archibald MacLeish escribió: “Ver la Tierra como realmente es, pequeña, azul y hermosa en ese silencio eterno donde flota, es vernos a nosotros mismos como jinetes en la Tierra juntos, hermanos en esa brillante belleza en el frío eterno: hermanos que saben que ahora son verdaderamente hermanos”. El ganador del Premio Pulitzer ponía en palabras aquella sensación de vértigo que por entonces –y aún ahora– provoca esta fotografía legendaria conocida como “Earthrise”. Según el fotógrafo Brian Skerry, la humanidad se vio a sí misma en un espejo por primera vez.
“La gran soledad es impresionante y te hace dar cuenta de lo que tienes allí en la Tierra”, expresó el astronauta Jim Lovell embriagado de asombro. Junto a sus compañeros Frank Borman y William Anders, habían navegado hacia donde no había ido nadie antes: dieron diez vueltas al- rededor de la Luna y regresaron a casa.
Prólogo de la invasión que tendría lugar un año después, cuando Neil Armstrong y Buzz Aldrin dejaran caer toda su humanidad en la estéril superficie lunar el 20 de julio de 1969, la misión tuvo un profundo efecto emocional: amplificó el shock que el cosmonauta Yuri Gagarin había provocado al romper las cadenas de la gravedad y convertirse en el primer ser humano en viajar al espacio, el 12 de abril de 1961.
No se trataba solamente de una postal de nuestro hogar. Era un retrato de un mundo que se caía a pedazos: con la tensa calma de la Guerra Fría como telón de fondo, se sucedieron magnicidios, la guerra de Vietnam, protestas estudiantiles (el Mayo francés o Mayo del 68 y la masacre de Tlatelolco en México), la Primavera de Praga, la dictadura de Onganía, los disturbios raciales durante la lucha por los derechos civiles de Martin Luther King. Y más.
Los descubrimientos e innovaciones son inseparables de su contexto económico y cultural. En este caso, se produjeron en una década marcada por la transformación y el permanente temor del horror nuclear: del movimiento hippie y la revolución sexual a la liberación femenina, de la construcción del Muro de Berlín a la aparición de la minifalda y la bikini.
Los cambios se daban por doquier: tanto en el interior del cuerpo –con la aprobación de la píldora anticonceptiva el 9 de mayo de 1960, el lanzamiento de la vacuna contra el sarampión en 1963, la realización del primer trasplante de corazón el 3 de diciembre de 1967 y la fertilización in vitro– como en la aceptación de nuestro lugar en el universo. ¿Deberíamos quedarnos en la comodidad de nuestra cuna o acumular valor y poner un pie en lo desconocido?
DEL ESPACIO AL CÍBER
La carrera espacial constituyó la columna vertebral de los 60 en términos científicos, tecnológicos y políticos. El enfrentamiento entre los Estados Unidos y la Unión Soviética y aquella fuerza invisible tan potente como la gravedad –el orgullo– aceleraron los esfuerzos de ir más allá, saltar al abismo, atravesar una nueva frontera en la expansión de la especie humana en el cosmos.
Para John F. Kennedy, el programa Apollo era un proyecto estratégico, “un maravilloso sustituto moral de la guerra”. Cuando el presidente estadounidense declaró en 1961 que Estados Unidos iría a la Luna antes del fin de la década, comprometió a toda una nación a realizar casi lo imposible. No había cohetes ni plataformas de lanzamiento ni trajes ni alimentos de microgravedad. Nadie sabía cómo viajar a la Luna ni los riesgos que encontrarían allí.
Pero este avance no se dio sin oposiciones. Ni tuvo el apoyo total de la comunidad científica local. El físico nuclear Philip Abelson, colaborador de la creación de la bomba atómica y por entonces editor de la revista Science, fue uno de los diez investigadores llamados a declarar en abril de 1963 ante el Comité del Senado de Ciencias Aeronáuticas y Espaciales. “El desvío de talento al programa espacial está teniendo y tendrá efectos perjudiciales directos e indirectos en casi todas las áreas de la ciencia, la tecnología y la medicina –dijo–. Creo que puede retrasar la conquista del cáncer y la enferme- dad mental. No veo nada mágico en esta década. La Luna ha estado allí por mucho tiempo, y seguirá estando allí por mucho tiempo.”
Aun así, el programa prosiguió: un ingeniero de 38 años estampó su bota y luego la bandera estadounidense en la Luna. Y el mundo se conmovió. Más de 600 millones de personas celebraron aquella hazaña de la técnica y del valor. Pero si bien la fascinación espacial se disipó no bien Armstrong y Aldrin caminaron en la Luna coronando a Estados Unidos como ganador de la carrera, el programa Apollo provocó una revolución cuyas oleadas aún hoy sentimos.
Hasta entonces las computadoras –colosales, que ocupaban pisos completos– estaban confinadas a usos militares, científicos, técnicos. Por ejemplo, Clementina, la primera computadora científica que tuvo la Argentina había llegado en barco en diciembre de 1960, durante el gobierno desarrollista de Arturo Frondizi. Domesticada por el matemático Manuel Sadosky, operó en el Instituto del Cálculo hasta que el gobierno del dictador Onganía destrozó a bastonazos la ciencia argentina.
En su acelerada carrera por llevar al ser humano a la Luna, los científicos de la NASA introdujeron las computadoras en los laboratorios. Y al hacerlo las convirtieron en caballos de batalla de los negocios, del gobierno, de las universidades.
La revolución digital estaba despertando. La demanda de circuitos integrados –los primeros chips de computadora– de la NASA hizo que su precio se desplomara. Y se constituyera un mercado, que eventualmente abriría las puertas para la computación personal.
Tres meses después del alunizaje, el 29 de octubre de 1969, por primera vez dos computado- ras conversaban a la distancia. Se producía el envío de un mensaje a través de una red formada por dos computadoras en la Universidad de California de Los Ángeles y el Instituto de Investigación de Stanford de San Francisco. Había nacido Arpanet, antepasado de nuestra red de redes. Y nada volverá a ser igual.