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Caras y Caretas

           

¿BAILAMOS?

Hubo un tiempo en que Astor Pantaleón Piazzolla salía de su casa en Asamblea y Hortiguera a la medianoche. Nosotros esperábamos el colectivo 109 en esa esquina  para volver a nuestra casa de Boedo. Yo lo espiaba desde el hombro de mi padre que me aupaba porque a esa hora, y a pesar de mi temprana adicción a la trasnoche, era una nena de no más de cinco años cansada de trajinar con mi madre desde la casa de mi abuela en Parque Chacabuco al barrio más tanguero de la ciudad, hasta la hora en que mi padre pasaba a buscarnos. Vivíamos en San Juan y Boedo, muy cerca de la esquina donde paraba Homero Manzi, y no pocas veces se había trenzado en largas discusiones con el grupo de Boedo. Ahí viajaba Piazzolla, amigo de mi padre, quien solía compartir con él no pocas noticias del barrio cuando se encontraban en la casa de su maestro de música, Alberto Ginastera, en el pasaje Faraday. El olor del barrio y esa imagen no se de- gradaron nunca: la fábrica Royal impregnaba con aroma a flan de vainilla nuestra vida y se metía en los pliegues de las estatuas de mármol del parque Chacabuco, que el genial Carlos Thays había imaginado como maqueta de los bosques de Palermo, y en las garras y ojos fieros de El tigre de Bourdelle, que vigilaba inmóvil nuestros juegos, que vigilaría nuestros primeros besos, el silencio de los suicidas o la agitación torva de la adolescencia. Allí pervivían aún las estatuas de mármol y la fuente de los sapitos de bronce –saqueadas años después– y de rosedales amplios y florecientes donde terminaban los caminos de ladrillos rojos como en un cuento de hadas. No recuerdo cuándo Piazzolla dejó de llevarnos en un taxi a la hora de brujas. Él comenzaba a vivir cuando nosotros dormíamos. Eran tiempos, aún, del peronismo en el poder. Sí recuerdo que el tango de Piazzolla no les gustaba a mis viejos. Que papá le decía esas mediano- ches casuales en la parada: “Con ese talento que tenés, con ese bandoneón que hacés hablar… danos un buen tango para bailar, Astor”. Ellos preferían los acordes del maestro Osvaldo Pugliese, el tango clásico para contornearse sensuales y próximos. Preferían el bandoneón de Aníbal Troilo. Comprensible: la memoria familiar contó que el día que yo nací mi madre estaba escuchando un concierto de Pugliese al aire libre en parque Chacabuco. Rompió bolsa, dijo, y partió a la Maternidad Sardá, recién reinaugurada por Eva Perón. Era una noche de enero del 48, calurosa y brillante. Una noche peronista como un domingo peronista –dijeron–. Mamá recordaba la luna atravesando la ventana de la sala de partos…Y el tango “Bahía Blanca” que aún le resonaba entre sus gritos y mi primer llanto. Sí recuerdo que pasaron muchos años hasta que pude unir esa imagen con los acordes de “Adiós Nonino”. Hasta entender por qué Diana Piazzolla y yo nos encontramos en México luego de un concierto de su padre, exiliadas, huyendo de la dictadura. Hasta saber que las cuatro estaciones de Buenos Aires en los acordes del bandoneón piazzollesco me conmovían hasta imaginarme caminando por la calle Corrientes un día tórrido o frío aun si vivía en otras latitudes, en calles curvilíneas y quebradas como en el Distrito Federal mexicano o en Roma. Pero aún no había triunfado. Mis padres seguían sin entender nuestro amor por Piazzolla, el abandono a bailar el tango, el haber transformado la danza más sensual de estas tierras en un conjunto de acordes conmovedores que nos sacudían solos con Las cuatro estaciones… del maestro, como estremecimientos del cuerpo, o lágrimas contenidas, una emoción intensa como el amor, como el dolor, como la distancia, como el olvido. Y entonces, un día, dispuesta a todo para zanjar esta discusión con mis padres, los invité a comer. Y en la sobremesa puse “La última curda” cantado por el Polaco Goyeneche con Piazzolla en el bandoneón. “Papá, ¿bailamos?”, pedí. Lo hicimos. Cuando pudo contener su emoción, mi madre se dispuso a dar la última batalla: “Ese no es Troilo”. “No –dije–, es Piazzolla.” Y entonces ambos lloraron sin vergüenza. Ahora sé que de alguna manera estaban zanjando años de ausencia y distancia sufridos por mi exilio. Había pasado más de medio siglo desde las medianoches en la parada del 109. “Tenés razón”, dijo mi madre. “Todo es tango. La vida es un tango, bailado o no.”

Directora de Contenidos Editoriales

Escrito por
Maria Seoane
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