Por María Inés Pacceca. La Argentina tiene dos tradiciones inmigratorias. De una se enorgullece, de la otra reniega. La primera es la gran migración ultramarina de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, que modificó radicalmente la estructura de la sociedad criolla. Amparada por el preámbulo de la Constitución y la Ley Avellaneda, esta inmigración legó –entre otras cosas– el relato del “crisol de razas”, que se consolidó en las mesas familiares y textos escolares. Los italianos, españoles, rusos, polacos y turcos que vinieron a estas orillas no eran los ingleses y suizos deseados por Sarmiento y Alberdi, pero no importó: lo relevante eran el esfuerzo y la vocación de sacrificio, y no el origen nacional, el idioma o la religión.
La segunda tradición migratoria proviene de los países americanos: Bolivia, Chile, Paraguay, Uruguay y Perú. En 1869, cuando se realizó el primer censo, los migrantes limítrofes representaban el dos por ciento de la población (y los ultramarinos el doce). Durante los siglos XX y XXI continuaron arribando, pero jamás alcanzaron las proporciones de la antigua migración ultramarina: a lo largo de 150 años, siempre oscilaron entre el dos y el cuatro por ciento de la población total. En 2010, eran 1.400.000, un valor moderado en comparación con los 2.000.000 de migrantes ultramarinos que en 1914 constituían el 27 por ciento de la población.
La migración ultramarina se detuvo hacia 1950. Por eso hablamos de una migración histórica: ha dejado de ocurrir. La migración latinoamericana, con su ritmo mucho más pausado, ha recorrido los siglos XIX, XX y XXI. Es una migración histórica y contemporánea. Sin embargo, no ha sido parte de ningún relato de la Nación, no fue amparada por la legislación hasta 2004 y apenas figura en los textos escolares. Más aún: cuando se habla de ella es casi siempre para estigmatizarla y compararla (desventajosamente) con la migración ultramarina. Y en esa comparación repiquetea siempre un adjetivo que se ha vuelto sustantivo: “ilegal”.
Durante el último cuarto del siglo XX, los migrantes latinoamericanos tuvieron enormes dificultades para obtener el DNI. Sin dejar de alabar la Ley Avellaneda (derogada en 1981 por Videla), durante la década de 1990 abundaron los discursos terroristas xenófobos y las razias mediáticas sobre “ilegales” peruanos, paraguayos y bolivianos. Desconociendo los obstáculos que les imponían los reglamentos migratorios (aprobados en 1987 y 1994), su indocumentación fue argumentada como vocación de ilegalidad, lo que deslizaba fácilmente hacia la ilegitimidad de su presencia en el país
TENER O NO TENER DNI, ¿ESA ES LA CUESTIÓN?
Alguien cuyos antepasados hayan sido italianos, españoles, sirios o japoneses ¿alguna vez los escuchó hablar de la Dirección Nacional de Migraciones? ¿De no tener cédula o DNI? ¿De tener que renovar la residencia y pagar la tasa? ¿De no poder abrir una cuenta de banco, alquilar un local, comprar una vivienda o tener que trabajar por menos plata por carecer de documento? Seguramente no. Los migrantes ultramarinos rara vez fueron indocumentados (nadie hablaría de ellos como “ilegales”) y si lo fueron se debió a situaciones singulares y no al efecto sistemático de la aplicación de la ley migratoria. Esto es parte de lo que no se dice. Los abuelos o bisabuelos trabajaron mucho, y ese esfuerzo cuajó en la casita, el bar, la tintorería o la chacra porque nunca fueron indocumentados. La documentación (y la legalidad que implica) no fue mérito de ellos sino el corazón de una política de cuyos efectos nos enorgullecemos. Su inclusión y su movilidad social surgieron de su esfuerzo, pero también de la Ley Avellaneda, que los legalizó sin limitaciones.
En 2004 se derogó la ley de la dictadura que había sustituido a la Ley Avellaneda, y tras 128 años volvimos a tener una ley migratoria con trámite parlamentario regular. Entre otras cuestiones, la ley vigente (Nº 25.871) incorporó el criterio de nacionalidad como fundamento del permiso de residencia temporaria. Esto significa que las personas de casi todos los países sudamericanos pueden solicitar una residencia por dos años basada en su nacionalidad. Obviamente, deben cumplir otros requisitos: sello de ingreso, carencia de antecedentes penales y pago de tasa migratoria. Así regularizaron su situación migratoria decenas de miles de personas que llevaban años viviendo en la Argentina de manera estable pero sin el DNI que les permitiera caminar tranquilas.
Un DNI por dos años no es lo mismo que la residencia permanente que obtenían de manera automática los migrantes ultramarinos, pero ha sido un paso gigantesco contra la indocumentación y la marginalidad que genera, que sólo benefician a quienes pagan menos o evaden cargas sociales.
En los últimos tiempos han vuelto las miradas torcidas sobre los inmigrantes. Que nos sacan lo que es nuestro, que deberían pagar por la educación pública y por la salud, que son narcos (o adictos), explotadores (o vagos), ignorantes (o usufructúan vacantes universitarias), etcétera. En conjunto, lo que se dice apunta siempre a los migrantes latinoamericanos, esos “recién llegados” que están aquí desde hace 150 años. Esta es la otra tradición migratoria, la que no se dice, la que fue ilegalizada e indocumentada durante décadas, y que a pesar de la masiva regularización documentaria de los últimos años sigue conservando, en los ojos de muchos, un cariz de ilegitimidad que hoy se ha vuelto a fogonear. ¿Será que los descendientes de los migrantes ultramarinos atizaremos una vez más las brasas de la xenofobia y el racismo? ¿O alguna vez quedará claro que no hay inmigrantes buenos o malos, mejores o peores, civilizados o bárbaros, sino que los inmigrantes son lo que los nativos hacemos de ellos a través de las leyes, las instituciones y las prácticas?