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Caras y Caretas

           

UNA MARCA EN NUESTRA IDENTIDAD CULTURAL

Por Felipe Pigna. Director General

El teatro llega a Buenos Aires en 1757, cuando se edifica el Teatro de Óperas y Comedias, en las actuales Alsina entre Defensa y Bolívar. Allí se representaron desde obras de marionetas hasta la ópera Las variedades de Proteo, de António Teixeira y António José da Silva. Este primer intento previo al virreinato duró apenas hasta octubre de 1761, cuando la sala fue clausurada por orden del obispo de diócesis de Buenos Aires, que venía insistiendo sobre la inmoralidad que propagaban las artes escénicas y logró su cometido argumentando que las representaciones terminaban muy tarde. Recién en noviembre de 1783 quedó inaugurada la Casa de Comedias, bautizada por el público como “La Ranchería”, en la actual esquina de Perú y Alsina. Allí, Manuel José de Lavardén, uno de nuestros primeros autores teatrales, estrenó en 1789 sus obras Siripo y La inclusa, basadas en temáticas históricas locales. En un principio, los papeles de mujeres los representaban hombres, hasta que las chicas se fueron animando y pudo verse a nuestra primera actriz, la “damita joven” Josefa “Pepa” Ocampos, que había nacido en Buenos Aires hacía 18 años y cuyo ingreso a la compañía teatral vino de la mano con su casamiento con el tercer galán, Ángel Martínez. La Ranchería estuvo en pie nueve años hasta que se incendió durante una festividad a raíz de un cohete disparado el 15 de agosto de 1792 desde el campanario de una iglesia, que impactó de lleno en el techo de paja del teatro. Recién en mayo de 1804, durante el virreinato de Sobremonte, quedará inaugurado el Coliseo, llamado Provisional porque se había proyectado uno definitivo, en la actual esquina de Reconquista y Rivadavia, en el terreno que hoy ocupa el Banco Nación. Pero el “definitivo” nunca se construyó. El Coliseo Provisional, propiedad de don Olaguer y Feliú, era más amplio que su antecesor. El público estaba repartido en palcos, galerías, tertulias, cazuelas, bancos, gradas y las más baratas, las entradas de pie. El teatro le dio nueva vida a la ciudad y sumó variedad a las no muchas diversiones de la elite de “vecinos” y “vecinas”, en un espacio de sociabilidad nuevo que, además de su aspecto de cultura y entretenimiento, significaba un lugar donde “lucirse”, en la vestimenta y los modales y para las chicas, junto con el sagrado recinto de la iglesia, cruzar miradas con algún muchacho en edad de merecerlas. Trajo además una nueva categoría de personajes a la ciudad: los comediantes o artistas, término que incluía a actores, actrices y músicos, tramoyistas, escenógrafos y empresarios teatrales, gente de mundo, con la mente más abierta y menos prejuiciosa que la media de la ciudad puerto. Pero la sociedad seguía siendo muy pacata y conservadora y las actrices estaban en el ojo de la tormenta. Por ejemplo, Antonina Montes de Oca, que había iniciado su carrera en los cafés cantantes, fue desterrada a Montevideo en 1805 por llevar una “vida escandalosa” y cultivar “amistades pecaminosas”. A su colega Anita Rodríguez Campomanes le dijeron públicamente que estaba “condenada al mayor descrédito público por su punible y detestable profesión”.

En aquel contexto tan moralista e intolerante, nadie debía siquiera intentar aprovechar el espectáculo para otros menesteres como vincularse con las damas. Para evitar el trastorno, el reglamento emitido por Vértiz y reforzado por Sobremonte obligaba a la separación de los sexos en los palcos y en los camarines. Se prohibía la venta ambulante y la entrada de niños de pecho para evitar molestias a los espectadores. Comenzaba una larga y rica historia, la del notable teatro argentino, una marca indeleble de identidad cultural que abarca gran parte del país y que tiene en Buenos Aires un centro notable de producción que ostenta con orgullo su récord mundial de tener en temporada unas 400 obras en cartel entre teatros oficiales, cooperativos, privados, a la gorra, siempre a pulmón y corazón.

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