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Caras y Caretas

           

SOPA DE POLLO CON ALEJANDRA RUMBO AL MAR

Por María Seoane. Directora de Contenidos Editoriales

La primera vez que vi actuar a la gran Alejandra Boero (Liria Ofelia Alejandra Digiamo Viera, según su partida de nacimiento de 1918, pero Boero por apellido materno) fue en octubre de 1966. Yo era una adolescente que buscaba mi destino y mis héroes en tiempos de censura y represión, ya que comenzaba una nueva dictadura militar que había invadido la Universidad de Buenos Aires. Recuerdo que me deslumbró y conmovió hasta la identificación más profunda su extraordinaria interpretación de Sarah Kahn, la protagonista de Sopa de pollo con cebada, escrita por Arnold Wesker, dramaturgo nacido en el East End londinense, hijo de un sastre judío ruso de estirpe comunista. Ir al teatro Apolo a ver Sopa de pollo…fue mi primera incursión sola en un espectáculo de la calle Corrientes. Era una forma de zambullirse en el mundo emocionante y contestatario del teatro independiente, donde la mayoría de los actores tenían fama de rebeldes y críticos; una manera de escuchar y aplaudir las críticas al autoritarismo en la penumbra de esas salas donde el arte resistía la censura oprobiosa y cuartelera del afuera. En Sopa de pollo…, Wesker contaba la historia de la familia de Sarah y Harry Kahn, comunistas y habitantes del Londres de 1936, cuando la lucha en la guerra civil española aún inflamaba los espíritus revolucionarios. Contaba cómo, una década después, los Kahn habían mutado en ciudadanos satisfechos y consumidores pasivos ante un televisor. Menos Sarah, que conservaba la llama de la rebeldía para no sentirse muerta. Pasaron muchos años –de exilios y retornos– hasta que volví a ver una obra de Alejandra. Ella se había transformado en una de las más queridas actrices, pedagogas y directoras del teatro nacional de profundidad. Más de 75 obras actuadas o dirigidas, entre ellas las más notables de Shakespeare, Lope de Vega, Sófocles, Eurípides, Gorki.

Fundó varios teatros: el último fue Andamio 90, en los 90. Alejandra volvió a ser Sara Kahn en marzo de 2002, cuando me convocó junto a Hugo Urquijo, Silvia Bleichmar, Aníbal Cedrón, Tito Cossa, Luis Felipe Noé y Mario Rapoport a formar el Movimiento Argentina Resiste (MAR), al que luego se unieron actores, directores, escritores, plásticos, periodistas e intelectuales de distintas disciplinas para defender la cultura y, sobre todo, para resistir el aniquilamiento neoliberal de nuestro país, que había estallado en la gran crisis de diciembre de 2001. En reuniones masivas que presidía en Andamio 90, Alejandra cumplía a rajatabla con la infinita paciencia de una directora y maestra del gran teatro de la vida. Repetía que la cultura, como la salud, debía ser para todos. Que la única lucha que se pierde es la que no se da. Esas jornadas de resistencia tendieron un hilo invisible que enlazó 1966 y 2002. El temple de Alejandra en MAR era suave, flexible. Unía la pasión política con los consejos maternales y un humor irreductible ante las dificultades o la incertidumbre. La última vez que la vi actuar fue en El cerco de Leningrado, de José Sanchís Sinisterra (autor de Ay, Carmela), en el teatro Andamio 90, junto a Lydia Lamaison. Esa vez, en una comedia en la que dos mujeres resisten el cierre de un teatro en ruinas como alegoría de la caída del Muro de Berlín, que ponía fin al ideal más solidario ensayado por la humanidad pero dilapidado por burócratas. Entonces, en el fondo del humor negro de El cerco de Leningrado, recordé otra vez a Sarah: en la escena final de Sopa de pollo…, Alejandra le hace decir una frase que expresaba su irrenunciable adhesión a las causas justas a pesar de las derrotas y los desvaríos de los dirigentes: “Si el electricista que viene a cambiar los tapones hace saltar toda la instalación, no por eso voy a renunciar a la electricidad”. Cuando Alejandra murió, en 2006, pensé que Borges tenía razón: a la realidad le gustan las simetrías y los pequeños anacronismos. De cómo dos vidas se cruzan en un punto en 1966 y se reencuentran en 2002 en el MAR, con el mismo sentido del viaje inicial.

 

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