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Caras y Caretas

           

La princesa primavera y la tarea de matar a Aira

César Aira.

La última novela del prolífico escritor César Aira, una suerte de cuento de hadas que va del melodrama paródico al zafarrancho belicista, confronta a la crítica con la posibilidad del parricidio.

Pocas reseñas son tan autoconscientes como las que se dedican a los libros de César Aira. Uno no puede comentarlos sin más; debe antes sopesar que el libro en cuestión es apenas una parte de una suma mayor cuya aspiración el propio Aira atribuye a las veleidades de la enciclopedia. En cambio, si el comentarista solo se atiene al proyecto general, comete el error de obviar las particularidades del caso. Esa tensión entre lo general y lo particular en la que debería resolverse cualquier lectura se vuelve especialmente significativa cuando se trata de Aira.

Cumplidos los prolegómenos de rigor, entonces, La princesa primavera (Emecé) pertenece a una etapa fecunda de un autor fecundo; etapa donde ha quedado relegado cualquier asomo de coherencia que no aluda a las premisas que se encuentran en el camino. En este momento de su obra, y en esta novela en especial, Aira se otorga toda la libertad posible. Afirmación temeraria tratándose de un autor que siempre se ha mofado (porque las conoce al dedillo) de las reglas de composición y, aún más, de cualquier expectativa de lectura; pero cabe preguntarse si el rigor constructivo es el mismo tanto en Ema, la cautiva o La liebre, como en Las curas milagrosas del Doctor Aira, Un sueño realizado o el libro que nos convoca. No se trata de que unas novelas sean mejores que otras (toda la obra de Aira, sin ir más lejos, parece encaminada a desbaratar la noción de calidad), sino de que, en las primeras, el desatino inventivo está sujeto a férreas líneas que se sostienen aun cuando el final descalabre las cosas; mientras que en las segundas las premisas son más laxas, al punto de torcerlas en cada oportunidad. La princesa primavera extrema esto último. 

Si uno no hace estas diferencias –algo esquemáticas, es cierto–, corre el albur de pensar la obra de Aira como un todo indiscernible, donde cada novela no cumple otra función que la de ilustrar una idea previa, la que se tiene sobre la obra de Aira como conjunto. De ahí a calcar las explicaciones que el propio autor da de sus libros no hay más que un paso. Es el escollo con el que tropieza una y otra vez la crítica al querer dar cuenta de estos libros escurridizos.

Por otro lado, ¿tiene algún sentido acaso dar cuenta del argumento de una novela de Aira, de los vericuetos que presenta la trama? Aquí, parece, hay que seguir el ejemplo de los sueños. Dado que no cabe la negación, ante una disyuntiva en el mundo onírico la respuesta es siempre afirmativa. “¿Té o café?” “Sí.” Entonces, cuando uno pregunta si tiene o no sentido, hay que sopesar ambas posibilidades.

Pensado como escritor conceptual, de Aira solo interesarían sus gestos sobre el campo literario general, aquello que lo aproxima al arte contemporáneo y, yendo a lo concreto del campo de la novela, la imposibilidad de asir una forma en continuo movimiento, capaz de licuar todo saber, toda especialización. Sin embargo, esta manera de encarar el asunto pasa por alto la felicidad de sus invenciones, es decir, tanto de sus frases (como en pocos escritores, quizá por el ejercicio de la escritura manuscrita, se notan escritas una después de la otra), como de sus argumentos de disparatada lógica, en los que prima la dificultad de anticipar la sorpresa sin efecto. En ese precario equilibrio de segundo grado también se juega la lectura de Aira.

La trama, si es posible

La princesa primavera, entonces. Fábula sin goznes, cuento de hadas que haría retorcer a los hermanos Grimm y cuya hechura Aira supo templar, entre otras, en La guerra de los gimnasios. Su protagonista, la princesa en cuestión, habita un castillo en una isla panameña y pasa sus días como traductora profesional de novelas comerciales piratas para solventar los gastos que implica el mantenimiento de la servidumbre. La rutina, apacible aunque laboriosa, se ve interrumpida por la invasión acaso inminente del alegórico General Invierno y de Arbolito de Navidad, su caricaturesco secuaz. En una sucesión interminable de eventos, cuyo espectro va del melodrama paródico del amor cortés al zafarrancho belicista como puro efecto, con decorados de paspartú y aperos de utilería, hay personajes cuya constitución resulta no menos insólita que sus nombres, una momia resucitada por vías mecánicas (en una escena que recuerda tanto a Raymond Roussel como al Virgilio Piñera de La carne de René), así como elocuentes y paradójicas ideas sobre la traducción y la lectura que adquieren visos de poética. Tal rejunte, para dicha o frivolidad, es consecuencia de tomar lo literario al pie de la letra.

A diferencia de lo ocurrido con otros popes de estelaridad canónica –Borges, sin ir más lejos–, con Aira no ha sido necesario ningún parricidio; al contrario, su obra ha significado una apertura inusitada para generaciones inmediatamente posteriores, una autorización para la levedad sin carga de culpa. Los escritores, por tanto, no han debido de asesinar al padre. En cambio, si la crítica quiere leer a Aira, debe comenzar por matarlo. Una tarea del porvenir.

Escrito por
Juan F. Comperatore
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