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Caras y Caretas

           

Un pequeño gran relato

Hebe Uhart.

Adriana Hidalgo acaba de publicar una segunda edición de los cuentos completos de Hebe Uhart, una ocasión para repasar la cotidianidad mínima, narrada desde la candidez, que propone su literatura.

Probablemente haya cierta verdad en aquello de que no se narra mucho más que un puñado de temas o –para decirlo con Borges– de ciclos. Un modo –esquemático, por cierto– de condensar al extremo este escenario sería proponer como pivote de todas las tramas a eros y a tanatos. Pulsiones literarias que abroquelan las historias en una repetición que hace de la diferencia la especificidad de cada poética y de cada autor.

La mirada, la voz y el tono únicos de la escritora y profesora Hebe Uhart (1936-2018) se han inscripto de una particularísima manera en la tradición de los “grandes temas”: escarbando en los recovecos de la cotidianidad más pedestre para encontrar allí una materialidad única, mínima, que moldea la levedad de una escritura tamizada por la mirada y el oído cándidos, sí, aunque nunca ingenuos.

Enemiga de lo canónico y lo encumbrado, incluso como lectora solía dejar de lado los textos biográficos de las grandes celebridades literarias. Para Eduardo Muslip, encargado del prólogo a los cuentos completos, la mirada de Hebe como escritora “se desvía (…) de la mirada generalizadora, y es allí que consigue enfocarse en características aparentemente secundarias que habrían quedado obturadas por la mirada ‘general'”.

Aun cuando un título y un tema puedan engañar respecto de la grandilocuencia del argumento de un relato, la perspectiva que rige el texto sabe adelgazarse para no hacer de ningún hombre, de ninguna mujer, de ninguna circunstancia, un hecho extraordinario o espectacular. Piénsese en “El ser humano está radicalmente solo”, cuyo protagonista deambula relativamente liviano, entre calles y bares, sin mucho que hacer. Se cuestiona, apenas, ciertos asuntos que no tardan en desvanecerse y las personas o acontecimientos con los que se cruza, antes que resultado de búsqueda alguna, brotan del encuentro azaroso: como si fueran ellos –los hechos, las personas– los que se toparan con él. “Estaba vivo y tenía una especie de esperanza; no sabía de qué, pero no importaba.” En cierto modo esta línea condensa el espíritu de Uhart: la vida relumbra, a veces, sin demasiado ímpetu ni propósito prístino; como reza aquella canción: es la vida, que alcanza. Y que en su constante devenir, basta.

Una mirada humilde

En el enternecedor “La luz de un nuevo día” (cuento del libro homónimo, publicado en 1983), la amistad de dos ancianas se refuerza cuando una de ellas logra volver, luego de una operación de cadera –y con un creciente deterioro cognitivo–, a la casa de la otra. Pero ni la demencia, ni la decrepitud, ni el amor amistoso se retratan con afectaciones sensacionalistas ni vistosa pirotecnia emocional. Y en “Impresiones de una directora de escuela” (de El budín esponjoso, 1977), la directora (una narradora en primera persona que suena mucho a la Uhart biográfica, directora, ella también, de una escuela suburbana) se siente incómoda con la autoridad que inviste (puesto que la poética de Hebe suele distanciarse, por lo general, de la certeza de toda jerarquía) y se muestra mucho más cómoda y cercana, a su vez, al habla popular de los estudiantes; habla que, por supuesto, las maestras que profesan la religión de la ortografía y la lengua estándar corrigen. Frente al término “lumbrí”, la maestra pide a los alumnos que repitan el aceptado “lombriz”. “Dicen ‘lombriz’ con voz mortecina y triste. A mí también me gusta más ‘lumbrí’ que lombriz; es como más humilde, umbrío, íntimo; lombriz es algo más seco.” 

Humilde e íntimo; allí se cifra, en el nervio de esa lengua no oficial, no autorizada, y, en un sentido, “menor”, la sensibilidad de la escritura de Uhart. Íntimo mas no necesariamente confesional. Las recurrentes primeras personas de Hebe –que si bien se trenzan con tenues filigranas de las escrituras del yo– no comparten el desgarramiento, el cinismo o la exhibición de ese género tan moderno como reiterativo. “La primera persona de sus cuentos y novelas –asegura Silvina Freira– no es intrusiva ni sofocante, un talón de Aquiles de muchas escritoras y escritores que reducen la literatura a una especie de campo de batalla de sus propios egos y miserias; hay una hospitalidad narrativa en Hebe que pone a raya el ‘yo’ para abrirse a las voces, costumbres y vivencias de otras mujeres, que no siempre son de la misma clase social.”

Los animales –al igual que las plantas– no le son ajenos a Uhart; la compañía de un perro puede ser la chispa que despierte una feminidad apaciguada (“Mi nuevo amor”) y el comportamiento de un gato, motivo de esmerada, cuidadosa, atención (“Mi gato”; ambos de Guiando la hiedra, 1997). La infancia, sobre todo la niña de algunos de los cuentos de Un día cualquiera (2013) aguza el oído ante un relato radial o familiar y deambula por calles cercanas del barrio capaz de intrigarse por el destino simple y desahuciado de una familia vecina.

Es la voz, y el tono; la mirada leve y la escucha atenta, la que transforman la escritura de Uhart en una aplacada celebración de lo mínimo; en un registro de apariencia chata pero que sabe traslucir un peculiarísimo trabajo con la lengua, de modulaciones coloquiales y algo populares. Ni lo exuberante, ni lo barroco ni lo grandilocuente son sus armas; Hebe camina sola las calles, toma algún que otro micro, intercambia fórmulas vacías con transeúntes o simples conocidos mientras piensa en otra cosa (sobre todo, en lo intrascendente de una conversación de esa naturaleza), y, sin querer –aunque queriéndolo– inscribe su nombre en esa tradición que afirma que es en las pequeñas cosas donde refulge el casi imperceptible fulgor de la belleza. 

Escrito por
Tomás Villegas
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