El fallido atentado de muerte contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, el 10 de septiembre de 2022, tiene antecedentes que nunca deben ser olvidados por nuestro pueblo ni, menos aún, por los historiadores.
Me refiero a tres intentos de magnicidio contra Juan Domingo Perón, que, si bien no fueron los únicos, fueron los más paradigmáticos.
PRIMER INTENTO
El Regimiento 8 de Tanques “General Necochea” de Campo de Mayo está convulsionado. Un grupo de oficiales de caballería “gorilas” trata de sumarse a la sublevación militar que tiene por cabeza al general Benjamín Menéndez, con el fin de dar un golpe militar contra las instituciones y derrocar y matar al presidente Perón. Estos oficiales detectan que un grupo de suboficiales leales al gobierno, todos peronistas, están reunidos en un lugar del cuartel con el fin de resistir la intentona golpista. Hacia allí van con un tanque para reducir a los leales, para obligarlos a su rendición. Pero el oficial al mando del “Sherman” no sabía que en su tripulación había otro suboficial peronista: el cabo mayor Miguel Ángel Fariña. Cuando el tanque se puso en posición de tiro, Fariña trabó el dispositivo de tiro, salió por la torreta y corrió hacia donde estaban sus compañeros, al tiempo que gritaba: “¡No se entreguen, muchachos! ¡Viva el general Perón!”. Pero antes de llegar a destino fue herido de muerte por la espalda por un disparo del capitán antiperonista José Daniel Iglesias Brickles. Este, a su vez, recibió un tiro en el pecho de otro suboficial peronista, Marcelino B. Sánchez, pero sobrevivió. El coraje puesto de manifiesto por Fariña frustró el intento subversivo de los complotados. El 17 de octubre de 1951, en Plaza de Mayo, obreros de la CGT, como agradecidos representantes del pueblo, condecoraron a todos los suboficiales peronistas que sofocaron la intentona golpista y el posterior intento de asesinato al presidente de la República.
EL BOMBARDEO
Se espera que la aviación militar rinda homenaje y desagravio a San Martín y a Perón por lo sucedido el día 11, cuando una manifestación antiperonista por el centro de Buenos Aires concluyó con la quema de una bandera argentina. Pero a su paso por la Plaza de Mayo, suelta su carga mortífera sobre la ciudadanía dispersa en actividades cotidianas de un día jueves. Los primeros cómputos periodísticos hablan de doscientos muertos y mil heridos. Luego se sabrá fehacientemente que los muertos ascienden a 308 con base en una investigación histórica del Archivo Nacional de la Memoria, finalizada en 2010, y que la cantidad de bombas lanzadas desde los aviones es superior en toneladas a las arrojadas por los nazis a los vascos en Guernica, durante el desarrollo de la guerra civil española. Claro que allí eran alemanes masacrando españoles y aquí son argentinos asesinando argentinos.
Al mando de la escuadrilla de aviones de la Marina de Guerra se encuentra el capitán de fragata Néstor Noriega, jefe de la Base Aeronaval Punta Indio. Su avión lanzó la primera bomba sobre la Plaza de Mayo. Siempre impune, en una revista sensacionalista de la década del 70 confesó que el brutal ataque tenía por objeto “generar el terror y matar a Perón”. La maldición le vino por el lado menos pensado. Su sobrino, el Patito Mario Luis Noriega, fue militante de la Juventud Peronista y de Montoneros y cayó en combate el 12 de noviembre de 1975.
ATENTADO EN CARACAS
El coronel Héctor Eduardo Cabanillas está nuevamente al frente del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE); ya se ha desembarazado del cadáver de Evita, que ha depositado en Italia con documentación falsa. Ahora su misión es ultimar a Perón. Él mismo dirá con el tiempo: “La mayor frustración de mi vida es no haber llegado a ser general de la Nación. La otra ambición que se me escapó de las manos fue matar a Juan Perón. Si hubiera tenido suerte, habría salvado a la Argentina de sus desgracias. Todavía lamento ese fracaso” (Las vidas del general, Tomás Eloy Martínez, 2004).
En marzo de 1957 trabajaba con Cabanillas en el SIE un sargento primero de su absoluta confianza llamado Manuel Sorolla. De acuerdo con Cabanillas, este se hizo pasar por peronista furioso, hablando en los cuarteles a favor de Perón y agarrándose a trompadas con cualquier par que fuera antiperonista. Fue a parar con sus huesos a la cárcel, como estaba previsto en el plan previamente trazado entre ambos. Allí se tomó un frasco de somníferos que en realidad eran pastillas inocuas y fingió entrar en coma. Decidieron trasladarlo en una ambulancia a un hospital, y por el estado físico que aparentaba tener solamente pusieron un tipo de custodia como acompañante. En el camino, Sorolla con un par de trompazos redujo a su acompañante armado y se dio a la fuga. Lo esperaba un automóvil del SIE a dos cuadras, que lo depositó en el puerto, y de allí partió hacia Montevideo. Su huida fue muy comentada y admirada por ex militares peronistas que estaban en la Resistencia, y lo sucedido llegó a oídos de Perón. Sorolla llegó de Uruguay a Venezuela, haciendo escalas en La Paz, Lima y Bogotá. Una vez llegado a destino se presentó a Perón en Caracas en su amplia casa de El Rosal y se puso a sus órdenes resaltando su fe peronista. El General lo tomó como mecánico y chofer para su automóvil Opel. En poco tiempo, Sorolla se ganó la confianza de todos, ya que resaltaba por su contracción al trabajo y por hablar lo justo y necesario. Pero paralelamente tomaba muy en cuenta la rutina diaria de Perón. Solamente esperó el momento oportuno para actuar. El 22 de mayo de 1957, Cabanillas le hizo llegar una bomba para que Sorolla la colocara en el vehículo, tres días más tarde, cuando se festejara la fecha patria argentina, ya que Perón –que vivía en el centro caraqueño– tenía previsto viajar en su auto para encontrarse con sus amigos y admiradores en El Rosal, donde los iba a agasajar con un asado. Así llego el 25 de mayo. Ese mismo día por la madrugada, el suboficial colocó el explosivo en el block del motor del vehículo. Todo estaba científicamente calculado para que Perón muriera despedazado. Pero a último momento se agrandó la cantidad de comensales y Perón envió a su otro chofer, de apellido Gilaberte, a comprar más provisiones antes de partir hacia El Rosal. (Sorolla adujo que su madre agonizaba por lo que, imperiosamente y de urgencia, debía volver a Buenos Aires). Gilaberte todos los días calentaba el motor alrededor de siete minutos antes de partir del garaje y recoger al General. Ese día, apurado, no lo hizo y partió en busca de su objetivo. Llegó, estacionó el coche frente a la carnicería y se bajó para buscar los comestibles. En cuanto entró al local, una explosión conmovió a la barriada. Era su coche que había volado por los aires.