Suele creerse que los países más endeudados son los menos desarrollados. Es al revés: son los más ricos. De hecho, hoy tres de los cinco países con mayor deuda integran el Grupo de los 7, que si bien ya no es el “club” de los grandes como pretende (ocultando que ya varias potencias de Asia, en especial China, desplazaron a algunos de ellos en cuanto a tamaño del PIB), sigue representando a economías avanzadas.
Japón, Estados Unidos e Italia, en ese orden, están en el quinteto. Los otros son Venezuela y Grecia, siempre midiendo la relación deuda/PIB, una forma usual de contabilizar la capacidad financiera de una nación. (Las estadísticas se pueden usar de diversos modos: en este caso, si se considera solo deuda estatal, si dentro de esta se comprende no solo lo nacional sino lo provincial y municipal, si se habla de deuda en moneda local o extranjera, si se incluye o no deuda privada, empresas o aun familias, etc. Cada quien usa las estadísticas como más sirve a lo que quiera demostrar.)
El asunto que importa aquí no es tanto el volumen nominal o absoluto de la deuda, sino que pueda financiarse sin problemas.
Después de todo, el déficit fiscal, para cuyo cubrimiento es que justamente los países se endeudan, es algo normal de los Estados, que no están para tener excedentes, lucro o superávits presupuestarios, sino para volcar sus ingresos a sus pueblos, en salud, educación, seguridad social, seguridad pública y todo lo que haga a mejorar la calidad de vida. Prácticamente todos los países tienen déficit o, en todo caso, equilibrio fiscal. Y ahí, mientras los países ricos fondean sin problemas sus déficits/deudas, porque sus acreedores los consideran seguros, estables y confiables, los países pobres, en cambio, se endeudan, muchas veces son políticamente forzados a hacerlo, y ello hace crisis en forma recurrente. La deuda, para ellos, es una espada de Damocles. El de la Argentina es un caso paradigmático, desde Rivadavia hasta Macri y la actual coyuntura, con muy pocas excepciones a lo largo de su historia.
LA HEGEMONÍA EN CUESTIÓN
Tomemos el caso de EE.UU. Su deuda es colosal, ronda 130 por ciento de su Producto Interno Bruto (el caso de Japón, que lidera el ranking, es peor: su deuda supera los 9 billones de dólares y equivale a 260 por ciento del PIB). Pero los bonos del Tesoro con que el país norteamericano financia ese rojo asombroso, que en términos nominales es el mayor del mundo (22 billones de dólares), cubren sin drama cada año ese faltante de caja, que entre otras causas es alimentado por la guerra permanente. El mundo cree en esos bonos, le presta a Washington para cobrar un interés pequeño (bueno, ahora subió la tasa, complicando al mundo entero) pero seguro, y también confía en el dólar. O sea, le da crédito a EE.UU. (crédito deriva de credere, “creer” en latín). De tal forma, EE.UU. puede gastar más de lo que recauda sin problemas, sabe que tiene respaldo.
El hecho de que hoy la hegemonía del dólar esté amenazada por el auge de Asia, en particular de la moneda china, el renminbi, no mella todavía a la capacidad de EE.UU. de conseguir que lo banquen. China cada vez hace más acuerdos en monedas nacionales, no solo con Rusia, su aliada, sino incluso con socios tradicionales de EE.UU., como Arabia Saudita, Qatar y otros, además de Brasil o la Argentina, entre tantos. Y además China va desprendiéndose de a poco de los pagarés del Tesoro estadounidense: llegó a tener 1,3 billones de dólares en 2011, ahora tiene menos 850 mil millones, según la agencia de noticias financieras Bloomberg. A EE.UU. le inquieta ese tema y es uno de los factores por los que hace todo lo que puede para frenar al gigante asiático, incluso jugando peligrosamente con las armas. Pero las arcas estadounidenses tienen con qué estar tranquilas por bastante tiempo, salvo que se aceleren las transformaciones que están reconfigurando todo el sistema mundial. Se sabe: los cambios históricos globales profundos siempre se acompañaron por modificaciones en el patrón y la hegemonía monetarios.
RESTO DEL PLANETA
Vayamos al mundo no desarrollado: es el que sufre más la deuda. Para esos países, deuda es destinar presupuesto, encima flaco por sistemas tributarios njustos, a pagar a altísimas y muchas veces usurarias tasas los créditos con organismos multilaterales, banca privada o fondos buitre. Todo ello resta capacidad para atender la deuda social que cada uno de esos países pobres o empobrecidos tiene en forma crónica, desde falta de salud o vivienda hasta obras básicas de infraestructura. Y así crecen la pobreza, la indigencia, la falta de horizonte para mayorías de la humanidad. Su posibilidad de desarrollo siempre es una promesa vana.
En términos de deuda/PIB, estos países no están en la lista de los peores. Incluso más allá de los primeros cinco casos citados, siguen en la tabla Canadá, Bélgica, España, Francia, etc. En América latina, solo Venezuela debe más de lo que produce; todos los demás deben menos, aunque Brasil, Bolivia y algún otro se acerque a la paridad. La deuda de la Argentina ronda el 75 por ciento de su PIB, relativamente poco, pero su problema es la falta de reservas en divisas y de confianza de los acreedores, además del hecho de que el Fondo Monetario Internacional haya vuelto a ser, con la deuda inédita que tomó Macri, un condicionante fatal.
Si del FMI hablamos, entre sus mayores deudores están (además de la Argentina), Irak, Jamaica, Ucrania, Sudán o Angola, entre otros de Asia, África y Latinoamérica: países a los que el Fondo reclama aplicar como contraprestación, siempre y sin tener en cuenta ningún matiz, la idéntica receta de pedir ajustes y reformas para que paguen. Eso nunca pasará con los países más endeudados de verdad, porque no recurren al organismo, sino que se financian emitiendo sus propios y confiables bonos, como el caso citado de EE.UU. Jamás el FMI les pedirá un ajuste.