Como Cristina residía en Buenos Aires por sus funciones de diputada nacional, mi relación con ella era entonces más próxima que con Néstor. Cuando se sumó a lo que sería finalmente el Grupo Calafate, comenzamos a vernos y a trabajar con frecuencia. Ya era fácil entonces advertir en Cristina a una mujer con carácter e inteligencia (…)
(…) Cuando presenté el diseño que imaginaba para la reunión, buscaba promover una discusión de cara a la gente. Para ello, el número de asistentes debía ser necesariamente reducido, no más de 25 o 30 personas. También propuse que se hiciera durante dos días y en un lugar alejado, para articular un vínculo definido entre los asistentes. Todos estuvieron de acuerdo; la cuestión era encontrar ese lugar apartado y distinto.
Fue entonces que Cristina hizo su ofrecimiento: –Podemos ir a Calafate. Es un lugar muy bonito y bastante alejado que está cerca de los hielos continentales. Podemos hacerlo allí –nos confirmó.
Aunque no era fácil llegar hasta El Calafate, rápidamente aceptamos la invitación. Además de tratarse de un lugar de un enorme atractivo, era la única oferta con la que contábamos. Finalmente, ese sitio recóndito, escasamente conocido por nosotros, fue el que le dio el nombre al grupo.
Duhalde aprobó inmediatamente la iniciativa de trasladarnos al sur. Le sugerimos que cerrara el debate con un discurso y empezamos a preparar la reunión para que generara muchas expectativas en la sociedad, tanto por los asistentes como por la organización que exhibía. La selección de los invitados fue cuidadosa. Todos aportamos nombres y así la lista fue creciendo hasta consolidarse.
No resultó fácil llegar hasta ese pequeño pueblo situado a orillas del Lago Argentino, convertido entonces en un exclusivo lugar turístico. Como no había vuelos directos, volamos primero hasta Río Gallegos y desde allí hasta El Calafate en unos aviones muy pequeños que, por efecto de los fuertes vientos, convirtieron el viaje en una travesía definitivamente inolvidable.
Cada asistente tenía asignada su habitación; habíamos contratado tres hoteles y los encuentros se realizaban exclusivamente en uno de ellos: Los Álamos.
María y Viviana Cantero, mis secretarias de siempre, trabajaron arduamente para que no hubiera contratiempos. Juan Pablo Luque, un amigo de toda la vida, se ocupó de que el debate se desplazara por los más aceitados andariveles.
Fue un encuentro al que concurrieron figuras muy reconocidas. Alejandro Dolina, especialmente invitado, no viajó aduciendo su poca simpatía por los aviones. Aun así, envió un video grabado con su ponencia en el que rescataba la necesidad de construir una Argentina con un modelo comprometido éticamente con la gente.
Tras esta exhibición, hubo dos intervenciones que siempre recordaré: la primera fue la de Elvio Vitali. Citando a Jauretche, puso de relieve la condición provocadora y transformadora del peronismo, con la inteligencia de quien, habiendo soportado el exilio y la persecución, proponía terminar con un conformismo pragmático que por entonces pregonaba de modo implícito la Alianza.
El gran debate se centró en temas esenciales para el momento: derechos humanos, política militar, política internacional, economía, cultura. El encuentro comenzó un viernes a la mañana y concluyó la tarde del sábado. Hubo definiciones interesantes, sobre todo en lo que concernía a economía y corrupción, si se quiere, dos puntos de extrema debilidad de la gestión menemista.
Hablamos mucho de la corrupción que el gobierno menemista exhibía casi sin pudor. Pero por encima de ello rescatamos la trascendencia de la ética en la política. En esa primera reunión, las palabras de Esteban “Bebe” Righi operaron como un punto disparador del debate:
–Nosotros vivimos en un estado de cosas donde los presidentes sostienen que si ellos dicen la verdad pierden las elecciones. Y tenemos un presidente que dice que ganó porque no contó lo que iba a hacer, porque si lo contaba, no lo votaba nadie. Eso, en términos éticos, es infinitamente más perverso que todo lo que se está hablando –dijo, con la solvencia moral que siempre lo ha caracterizado.
Recuerdo ese instante con nitidez, porque esa fue la idea con la que asumí por primera vez como jefe de Gabinete de Ministros. Debíamos hacer aquello que habíamos prometido. El día de mi jura, un periodista me atrapó en el tumulto y me preguntó qué haría de ahí en más. “Solo resta mejorar todos los días la vida de la gente y cumplir con nuestro compromiso. Si eso no ocurre, la culpa será nuestra”, fue la respuesta.
Cristina, por su parte, sostuvo un concepto que le oí decir hasta en sus días de presidenta:
–Lo que hay que tener en claro es a quién se representa cuando uno ejerce la política. Porque el mayor problema ocurre cuando buscamos el voto de alguien que luego, cuando se tiene el poder, se deja de representar –dijo.
El debate en torno a los intereses que la política representa no ocupaba el centro de la escena en la sociedad de entonces. No estaba instalado porque la política de los 90 se había desarrollado con un criterio extremadamente utilitarista. Sin embargo, con el Grupo Calafate empezamos a pensar en cuestiones que habían sido, inmerecidamente, dejadas de lado. En aquella reunión profundicé mi relación con Kirchner, a pesar de que él asistió al encuentro solo esporádicamente. Algunos participantes del Grupo –como Carlos Kunkel– conocían a Kirchner porque habían militado juntos en sus años de juventud en La Plata. Estaban además quienes lo conocían de sus años de gobernador. Finalmente, la mayoría estaba conociéndolo en esos días.
Extraído de Políticamente incorrecto. Razones y pasiones de Néstor Kirchner. Alberto Fernández, Ediciones B, 2011.