Desde finales de la década de 1930 se celebra el Día de la Tradición el 10 de noviembre porque en esa fecha, de 1834, nació José Hernández. Es un homenaje merecido, demorado, repetido y póstumo a quien fue casi ignorado en vida por las elites como el autor de nuestro poema nacional. En efecto, es todavía casi desconocido el conmovedor testimonio, útil y enriquecedor para la literatura de todo lugar y de todo tiempo, de don Joaquín Castellanos. El poeta salteño, en aquella época famoso, cuenta que, a principios de 1886 (el año en que muere don José Hernández), el estado político de la sociedad argentina era de relativa indiferencia y poca actividad de los partidos.
“El de más movimiento –detalla–, porque contaba con mayor fuerza popular, era el que sostenía la candidatura del doctor Dardo Rocha para presidente de la república. Como representante de esa actividad fue enviado a Salta a principios de aquel año don José Hernández.”
Las atenciones que se le dispensaron fueron dirigidas al hombre político. Al poeta no lo tuvieron presente. La mayoría ignoraba, en aquel tiempo, hasta la existencia del poema Martín Fierro, cuya primera parte se había publicado diez años antes. Los pocos que allá conocían algo de la obra, la conocían solamente por los trozos popularizados y, sobre todo, por las frases criollas convertidas en dicho común, como aquella de “va cayendo gente al baile”. Pero aun los que sabían que Hernández era autor de aquellos versos no los tomaban en cuenta para caracterizar al poeta. Creían que su composición había sido un pasatiempo juvenil, una payada de circunstancias sin valor alguno como producción literaria.
Así, el autor del poema nacional por antonomasia, el de nuestra Eneida, el de nuestra Chanson de Roland, el de nuestro Kravelich Marko, el de nuestro Huckleberry Finn, termina sus días poco menos que despreciado por sus contemporáneos intelectuales y escritores y, sobre todo, desconociendo él mismo que les ha entregado a ellos y a todos sus compatriotas, presentes, futuros, una obra mayor.
Una enorme confusión se manifiesta aquí entre el plano ético y el estético, y un permanente trasvase de uno al otro, lo que lleva a poner a cuenta de la calidad de la obra sus valores morales, ideológicos, políticos, sociales. Porque la historia de la recepción crítica del Martín Fierro elude, como siempre, las cuestiones artísticas y literarias fundamentales que son las que explican por qué se cimienta en la memoria colectiva una obra así.
DESDE LA INFANCIA
José Hernández llevaba “adentro” este texto quizás desde la infancia, y surgió, un poco casual, otro poco voluntariamente, en su exilio en Santana do Livramento, adonde lo habían destinado las rencillas intestinas, su participación en las contiendas ,domésticas, en Entre Ríos y en la derrota de Ñaembé por parte de los seguidores de López Jordán frente a las tropas nacionales. Allí, “a casa da rua Rivadavia Correa 262” (a pocos metros de la casa de don Pedro García, comerciante español al que visitaban, y cuya esposa Belmira dirá años después: “Era poeta e recitava versos de sua lavra”), fueron apareciendo las voces de sus connacionales, y él fue dejándolas hablar, cantar, contar, y también inventándolas, a su modo. Tomó e incorporó el habla y las voces de sus “paisanos”, las modeló poéticamente, y el lenguaje común fue, después, tomando e incorporando el habla y las voces del Martín Fierro. Buscó y dio con su propia voz, su tono, su escritura. Fue de los mayores hallazgos: en este caso, un largo canto de siete mil cuarenta y dos versos, con cuarenta y dos personajes, en el que se cuenta la vida de los campesinos gauchos en lo que se llamaba “la frontera” (el frente militar en la lucha contra el indio nativo), la vida en la toldería de los mismos indios (donde los temores inconscientes del poeta asoman, oscuros, desconcertantes, casi demenciales) y, una vez en La vuelta…, la vida en los alrededores de Buenos Aires. Sobre el final, una payada construida en los límites de la literatura y de lo verosímil saca definitivamente al poema de la realidad supuestamente reflejada en él y le insufla dimensiones metafísicas.
En los aspectos testimonial y social, la intencionalidad alcanzó su objetivo, reveló implacablemente la situación de esa carne de leva, la de los gauchos, y lo intolerable que era que hubiese parias en su propia tierra, que para trasladarse de un lugar a otro entre los pueblos de la llanura pampeana debieran tener un “pase”, carecieran de trabajo y de paga fijos, perdieran a su familia y sus pocos bienes a la primera trapisonda policial o desmanes semejantes que llegarían hasta bien entrado el siglo XX.
MÚLTIPLES CONCURRENCIAS
Pero no solo por ello tuvo eco el poema, y crecimiento y permanencia. Sino porque en la elaboración del mismo concurrieron la literatura clásica y la romántica, la española desde los orígenes y la gauchesca desde los primeros tiempos (para indicarle, a la par, lo que tenía que hacer y especialmente lo que no debía hacer: más que burlarse, condolerse; más que hacer reír, hacer sentir y pensar). Y, naturalmente, lo que Hernández supo escribir y construir con todo aquello.
Respecto de las primeras, se ha demostrado que hasta algunas sentencias de Séneca están versificadas en el poema, y hay huellas de sus lecturas de Jenofonte, Platón, Confucio, Epicteto, Dante, Cervantes, Tasso, Montesquieu. Así como de la visión de la naturaleza y de la tierra, y del yo elemental y primitivo de los románticos.
Respecto de la segunda, la española, Ezequiel Martínez Estrada sostiene que el poeta la recogió directamente y también a través de la gauchesca que, antes, la había aprovechado y acumulado en su propio beneficio. Amén de la copla, el romance y las demás formas métricas de la poesía popular –observa–, están en el libro “el cancionero, la novela picaresca y el teatro de uno a otro Lope (suprimido el escenario)”.
Claro que todo esto se macera en un compuesto donde intervienen, en mayor medida, sus propias originalidades. Subrayo la más conocida y la más admirable porque es la que más contacto con la voz y el canto establece: la versificación. A partir de una visión general binaria de la realidad y de una poética metafórica de lo parecido y lo diferente, en la versificación sobresalen el uso casi uniforme de la rima imperfecta, el empleo del octosílabo como el metro natural de nuestra lengua hablada y, singularmente, la célebre sextina hernandiana.
Batallador político constante, apasionado defensor de causas siempre perdidosas, denostado, perseguido, exiliado, numen de la fundación de esa “ciudad futura”, masónica y astral, La Plata (a la cual, además, dio el nombre), José Hernández murió, al fin, ignorando que había escrito uno de los libros inmemoriales de la lengua, un libro que es, ya, memoria de la humanidad.