Habían pasado 17 años y 52 días. Y ahí estaba, en Ezeiza, empezando a volver. La lluvia era testigo. Las 157 personas que lo habían acompañado desde el Aeropuerto de Fiumicino, en Roma, también. Aunque sabía que eran bastantes más quienes compartían la alegría por su regreso. El subsuelo de la patria sublevado, otra vez. En el barro de la historia.
Tenía 77 años y 40 días, por entonces. Y había soñado muchas veces esa jornada. El vuelo 584 de Alitalia permitió que fuese posible. Lo mismo, un trabajo político arduo, de avances y retrocesos, de negociaciones e intransigencias. No volvía con la frente marchita, pero sentía el peso del tiempo. Y había sentido también el temor de morir en tierra ajena.
La épica y el mito volvían con él. Se habían robustecido a la distancia y era difícil evaluar por entonces cuánto más podían agigantarse o perder fuerzas en el teatro operativo de los hechos. Más aún cuando su vuelta tenía un objetivo bastante cuesta arriba: construir algo parecido a una unidad nacional duradera luego de muchos años de desequilibrios acumulados, de violencias expuestas o soterradas. De proscripciones y odios viscerales. De revanchismos y resistencias.
El paraguas de José Ignacio Rucci lo protegía de esa lluvia entrefina y constante. Representaba al sindicalismo tradicional y una forma de sentirse peronista. A su lado, Juan Abal Medina, secretario general del movimiento, más joven y circunspecto, traía otras resonancias. María Estela Martínez (o Isabelita), su esposa desde hacía más de diez años, estaba entre ellos. También un ignoto, todavía, José López Rega, su secretario. Y, por cierto, Héctor Cámpora, el delegado, que tanto tenía que ver con ese regreso. Además de intelectuales, artistas y dirigentes, testigos privilegiados. Un peronismo diverso, de significantes múltiples y hasta contradictorios. Antagónicos, incluso.
La CGT había declarado un paro festivo el día anterior. La dictadura de Alejandro Lanusse, temerosa de cualquier desborde que no pudiera contener, en respuesta, decretó el cese de actividades públicas y privadas. Y, entre otras hostilidades, retardó bastante más de lo necesario la salida del aeropuerto. Más de 1.500 periodistas acreditados de más de cien países, que esperaban narrar el suceso histórico, tomaban nota de ello.
Juan Domingo Perón, el hombre que había elegido el tiempo por sobre la sangre, esperaba que el tiempo fuera benévolo con él. Traía consigo la decisión de volver a construir mayorías, una propuesta de pacto social entre empresarios y trabajadores para reeditar, en un escenario más complejo, la alianza social policlasista de su primera experiencia y sus dotes de conductor para procesar las tensiones cada vez más intensas en su movimiento. No era poco. No sería suficiente.
EL HECHO MALDITO
“Ni vencedores ni vencidos”, dijo Eduardo Lonardi, el oficial retirado y sin mando de tropa, nacionalista y católico, que asumió el Ejecutivo en nombre de la autodenominada Revolución Libertadora, en septiembre de 1955. Eufemismo atolondrado que se regodeaba en su contrario. La dupla integrada por Pedro Eugenio Aramburu e Isaac Rojas, dos meses más tarde, iba a poner en claro la impronta del golpe de Estado y de los gobiernos que sobrevendrían. Con vencedores constantes y algunos variables, pero limitados en su capacidad para construir un orden estable, y vencidos bien definidos.
El ciclo que se abrió entonces tuvo a la proscripción del peronismo como premisa y una larga crisis de legitimidad extendida e inestabilidad política crónica como resultados. Dictaduras cívico-militares más o menos represivas (además de la Libertadora, la llamada Revolución Argentina) y gobiernos civiles (el de Arturo Frondizi y el de Arturo Illia, radicales ambos) con una gran incapacidad para convertir la disminuida legitimidad de origen en legitimidad de ejercicio. Ejecutivos endebles y muy jaqueados por pujas de distinto tipo, en definitiva, por más que pretendieran sobreactuar dureza.
La Libertadora fue todo lo cruenta que pudo. Convirtió al presidente derrocado en “tirano prófugo” y a su apellido en una invocación penada por la ley. Desperonizar era la tarea autoimpuesta, una revancha clasista que tenía al Libro negro de la segunda tiranía como emblema y el intento por revertir el patrón ampliado de distribución del ingreso que había generado el decenio peronista como objetivo. En ese sentido, si los bombardeos en Plaza de Mayo fueron prolegómenos del golpe, los fusilamientos en los basurales de José León Suárez, en junio de 1956, su reafirmación.
La resistencia fue la respuesta de un peronismo sin aliados sociales de peso y reducido a movimiento obrero orgulloso y combativo. A las persecuciones y la cancelación de sus canales institucionales les respondió con la rearticulación precaria en los lugares de trabajo y en los barrios. A las políticas de ajuste sobre el salario y la intensificación de los ritmos de producción les opuso huelgas y sabotajes, desobediencias e imposturas, tan inorgánicas como aglutinantes. Aquel lazo de pertenencia parido en tiempos de bienestar devino, entonces, robusta identidad consolidada en la adversidad.
Los partidos perdieron centralidad en ese contexto, en desmedro de las corporaciones. La sindical inclusive, aunque en menor medida. En tanto, las Fuerzas Armadas se convirtieron en instancia sustitutiva. El hecho de que el peronismo demostrase su vitalidad en las urnas cada vez que se abrió un resquicio de legalidad (por ejemplo, en marzo de 1962, en la elección a gobernador de Buenos Aires) reproducía el estado de crisis. La búsqueda de un peronismo sin Perón por parte de algunos sectores, a su vez, complejizaba aún más el tablero.
Ligada a esta impotencia política estaba la socioeconómica, con un “empate” cada vez más conflictivo entre sectores, proyectos y fracciones de clase alternativamente capaces de vetar los proyectos de los otros sectores, proyectos y fracciones pero sin recursos suficientes para imponer los propios de manera perdurable. El sociólogo Juan Carlos Portantiero llamó a esto “empate hegemónico”. Cuando el Cordobazo, en mayo de 1969, mostró el malestar acumulado entre obreros, estudiantes, pero también en crecientes segmentos medios, la conflictividad social y la radicalidad política resultaron irrefrenables. La pronta caída de Juan Carlos Onganía, el breve interregno de Roberto Levingston y los márgenes acotados de Lanusse mostrarían cuánto y con qué rapidez se podía intensificar este proceso.
LA HORA DE VOLVER
Desde el exilio, Perón había construido largamente la posibilidad del regreso. Partidas simultáneas de ajedrez, en definitiva, con movimientos tácticos pendulares y apertura hacia interlocutores hasta entonces disidentes o esquivos. El de diciembre de 1964 (el avión negro varado en Río de Janeiro) fue un regreso fallido, torpedeado por la debilidad de Illia. Que refrenaba otros intentos. De todos modos, la voz de Perón volvía en cintas magnetofónicas, en entrevistas metódicamente concedidas o en instrucciones políticas que traían al país todos aquellos que peregrinaban hacia su encuentro en Puerta de Hierro, en las afueras de Madrid, una especie de Meca de nuevo tipo.
Durante esos años, el peronismo fue más movimiento que nunca, ampliando contornos a derecha e izquierda. Con el comando táctico en el exterior y un delegado en territorio con la tarea de no ser deglutido. John William Cooke fue el primero y representó el momento de la resistencia. Cámpora, el último. Reemplazó a Jorge Daniel Paladino, encargado de tender puentes con el radicalismo y otros partidos, a través del documento “La hora del pueblo”, y cuestionado por los sectores más combativos que lo veían no tanto como el delegado de Perón ante Lanusse sino como el delegado de Lanusse ante Perón.
Cuando Cámpora asumió su nuevo rol, en noviembre de 1971, Lanusse ya había entregado el cuerpo mancillado de Evita, enterrado con falso nombre, como gesto de buena voluntad hacia Perón y tenía en marcha el Gran Acuerdo Nacional, una propuesta de transición moderada para contener el avance disruptivo de las organizaciones populares y armadas que habían nacido al calor de la mayor conflictividad, neutralizar al peronismo e impedir el regreso de Perón al poder. La respuesta del nuevo delegado fue el desaire.
“La hora del pueblo” no solo fue documento y entente de partidos (PJ, UCR del Pueblo, Socialista Argentino, Demócrata Progresista, Conservador Popular y Bloquista) para presionar por una salida electoral. Modificó el clivaje político. El clásico “peronismo versus antiperonismo” quedó relegado como corte principal por “pueblo contra dictadura”, con Ricardo Balbín como símbolo de esos enconos depuestos. Por izquierda, en tanto, persistía el Encuentro Nacional de los Argentinos, una iniciativa del Partido Comunista, cuyo modelo era la Unidad Popular chilena y que aglutinaba a distintos referentes, incluso radicales y peronistas, pero a título personal.
Ante un Perón que pretendía “mantener el mito a la distancia sin someterlo a la prueba de la realidad” (según la mirada de su gobierno) y una situación política que se deterioraba indefectiblemente, Lanusse jugó fuerte. En julio de 1972 convocó a elecciones, pero con una cláusula restrictiva que dejaba a ambos fuera de disputa: excluía a funcionarios que permanecieran en sus cargos y a quienes no estuvieran en el país antes del 25 de agosto. Un renunciamiento simétrico, como si esa equivalencia fuera real. Un Perón integrado (alguna variante de esa imagen de “león herbívoro” que el propio líder contraponía como humorada) o sometido al barro táctico de la coyuntura dejaba de ser un riesgo para convertirse en una necesidad.
El duelo dialéctico fue en alza a partir de entonces. “Será difícil explicar cómo, si durante diecisiete años el mito de la trampa era que no se lo dejaba regresar, ahora la trampa consiste en que se lo quiere hacer venir”, fue una de las provocaciones de Lanusse, el 27 de julio, en el Colegio Militar. Antes de batir el parche de que a Perón no le daba “el cuero para venir”. “Tengo más posibilidades de ser elegido rey de Inglaterra que Lanusse de llegar a ser presidente constitucional de Argentina”, fue una de las tantas respuestas de Perón. Tres días antes de que venciese el plazo restrictivo, un nuevo episodio resignificó la disputa y, de alguna manera, apuró los tiempos: 16 militantes de organizaciones armadas que habían escapado del penal de Rawson fueron asesinados en la base Almirante Zar de Trelew.
JUEGO DE FUERZAS
La juventud fue protagonista en ascenso de aquellos días. En un acto bajo la lluvia, en el estadio de Nueva Chicago, el 28 de julio de ese año, por caso, refrendó el lema “Luche y vuelve”, convencida de que solo la movilización podía crear las condiciones del regreso. “Lanusse, marmota/ Perón va a regresar/ cuando le canten las pelotas”, fue uno de los cánticos de esa noche. “Si Evita viviera, sería montonera”, fue otro. La negativa de Perón, hasta entonces, a condenar a sus “formaciones especiales”, los conceptos de “actualización doctrinaria” y “trasvasamiento generacional” y la sola mención, en su boca, de la idea de socialismo nacional, en un contexto de auge de masas y procesos de revueltas regionales, reforzaban ese protagonismo.
Todo esto, por cierto, generaba recelos en otros sectores del movimiento (en el sindicalismo tradicional, por caso) y algunas fricciones entre Cámpora y dirigentes de esos espacios. Tampoco faltaron acusaciones cruzadas que encontraban infiltrados o traidores entre sus antagonistas o intereses ocultos en los rivales. Recelos y fricciones, de todas maneras, procesados ante la inminencia del regreso. Cuando Perón partió desde Roma rumbo hacia Ezeiza, el reino de la voluntad se hizo posible y no quedó margen para autoexclusiones. Nadie quería resultar ajeno, sin destacar su cuota-parte en el regreso. “El General viene como prenda de paz”, sostuvo Cámpora al pie del avión, a modo de síntesis.
La casona elegida para su residencia en la Argentina representaba simbólicamente esta búsqueda de unidad nacional posible. Había pertenecido a Alfonso von der Becke, hermano del general Carlos von der Becke, protagonista del golpe de 1955 y miembro del tribunal militar que lo degradó poco más tarde. Hacia esa casona de Gaspar Campos 1065, en el corazón de Vicente López, se dio el lento peregrinar de miles de militantes dispuestos a custodiar al Viejo, a reeditar algún saludo histórico desde ese balcón o a ser parte de la historia. Hacia allí, también, llegaron dirigentes de lo más variado. Balbín, incluso, aquel viejo adversario, recibido con rechiflas e insultos por los militantes. “Se habló hacia adelante y no hacia atrás”, dijo al salir, sumándose al coro de los optimistas.
Balbín también estuvo presente en la reunión multipartidaria del lunes 20 en el restaurante Nino, ubicado a nueve cuadras. Asamblea de la Unidad Nacional se le llamó al evento, cuando el regreso no había perdido todavía el clima festivo y parecía posible pensar en un gran frente popular y en un pacto social amplio entre empresarios y sindicalistas. Los dirigentes de la Hora del Pueblo y varios del ENA estuvieron presentes. Solo se había excluido al antiperonismo más rabioso e irrevocable que expresaba Álvaro Alsogaray y su Nueva Fuerza y aliados de Lanusse, como Francisco Manrique.
El encuentro tuvo varias fotos históricas, pero no fue posible avanzar en muchos de los puntos clave del temario. Por caso, formar el Frente Cívico de Liberación Nacional (FreCiLiNa) o revertir la cláusula restrictiva contra Perón. En ambos fue determinante la negativa de Balbín, que pretendía asegurar la transición política, pero sin compromisos de otro tipo. El domingo 26, enfrentó a un joven Raúl Alfonsín en las internas cerradas del radicalismo y se convirtió, por escaso margen, en un temprano candidato presidencial.
El intento por revertir la nueva proscripción tuvo días más tarde su golpe de gracia por partida doble: un comunicado de la Junta de Comandantes y un fallo de la Corte Suprema de Justicia avalando la cláusula. Perón tomó nota de los límites de su juego, a pesar de la renovada corriente de simpatía hacia su figura, y pensó que la distancia, nuevamente, desandando el regreso, le iba a permitir amortiguar el juego de pinzas que le preparaban y no quedar neutralizado. Nominar a su delegado como candidato a presidente fue su inesperado contragolpe.
CONSTRUIR LA VICTORIA
En la militancia no había plan B posible. Era Perón o Perón. Entre los dirigentes, tampoco. Aunque existían pujas y preferencias. La Opinión de esos días, por ejemplo, barajaba un menú de dieciséis alternativas entre las que Cámpora aparecía muy rezagado. Mientras que sindicalistas de peso como Rucci o Lorenzo Miguel ya habían mostrado su inclinación por Antonio Cafiero para el caso de que se necesitase dirigentes con mayor protagonismo. El hecho de que Cámpora también hubiera “incumplido” la cláusula restrictiva parecía dejarlo aún más relegado ante esa eventualidad.
Pero antes de partir, el 14 de diciembre, luego de 28 días de estadía en el país, Perón había dejado instrucciones estrictas. A Abal Medina, a cargo de proclamar la candidatura en el congreso partidario del día siguiente. En el hotel Crillón, frente a plaza San Martín. Cuando el congreso en pleno pidió por telefax que reviera su renuncia, Perón ya estaba en Paraguay, a la espera de un encuentro con el dictador Alfredo Stroessner y antes de otro con el militar progresista Juan Velasco de Alvarado en el Perú. No pudo ver la incomodidad de Rucci ni las muecas de fastidio del coronel retirado Jorge Osinde. Pero sí se enteró de inmediato del conato de insubordinación protagonizado por un sector del peronismo bonaerense que armó un congreso alternativo en Avellaneda.
En ese mismo congreso oficial, Cámpora designó a Vicente Solano Lima como su candidato a vice. Exiliado durante el primer peronismo y amigo personal del Perón exiliado, el conservador popular había sido un aliado del delegado en La Hora del Pueblo y permitía una síntesis del Frente Justicialista de Liberación, que sumaba además a los desarrollistas del MID y a los populares cristianos. Al margen quedaron el PI y los revolucionarios cristianos, con fórmula propia. Y, por cierto, los sueños de un frente más amplio a través del FreCiLiNa.
Con la fórmula ya inscripta, la cláusula de restricción quedó en el olvido. Lanusse pensaba que la elección de Cámpora había sido una treta de Perón para lograr una nueva proscripción, mientras que Perón daba por hecho que Lanusse ya no tenía fuerzas suficientes como para proscribir a Cámpora. Lo que sí hubo fue un intento por impugnar (o quitarle fuerza simbólica) al nuevo lema de campaña: “Cámpora al gobierno, Perón al poder”. A través de una demanda, la Junta de Comandantes se presentó ante la Justicia para alegar su inconstitucionalidad. Ya era tarde: había sido tomada como propia por segmentos cada vez más amplios de la sociedad. Era cánticos, era pintadas.
Considerar a Cámpora como incapaz y carente de iniciativa propia fue uno de los dardos de los rivales, deseosos de jugar algún rol importante en una esperada segunda vuelta. “Un gobierno no debe estar ocupado por un solo hombre capaz sino por un gran conjunto de capacidades organizadas”, era la respuesta habitual del candidato. Que repitió con otros registros en los multitudinarios actos en Atlanta (el 15 de febrero de 1973) y en Independiente (el 8 de marzo). “Voy a llegar al gobierno en virtud de un mandato que ustedes conocen. No lo he buscado ni querido, pero lo he recibido modestamente y lo cumpliré, con energía, hasta el final, en beneficio de todos mis compatriotas”, fue el hilo argumentativo que entrelazó a uno y otro. Hacía tiempo ya que era el Tío.
Por cierto, el resultado fue contundente. El 11 de marzo, Cámpora no llegó al 50 por ciento de los votos, pero estuvo a décimas, y casi treinta puntos por encima de Balbín, el segundo más votado, que prontamente resignó la posibilidad del balotaje. “Lanusse, Lanusse/ mirá qué papelón/ habrá segunda vuelta/ la vuelta de Perón”, fue la respuesta jocosa de la militancia.
No se equivocaban. Perón había vuelto. Y lo esperaba otro regreso. El definitivo. Más complejo, por cierto. Con esperanzas abarrotadas, enemigos agazapados y la tragedia como posibilidad cierta. Por más que aquel regreso del 17 de noviembre, de tan esperado, hubiera parecido suficiente.