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Caras y Caretas

           

Todo sobre las madres

Primero de una serie de notas sobre madres trabajadoras, este texto reúne experiencias cotidianas de la maternidad, cuando son las mujeres las que paran la olla y además, oh, tienen el deseo y la necesidad de desarrollarse profesionalmente.

Cuando era chica jugaba a ser doña Petrona y arrancaba poniendo los ingredientes sobre la mesada organizados de tal forma que, cuando relataba lo que iba haciendo, le pedía a una Juanita imaginaria que me alcanzara los bowls, platos y demás utensilios que necesitaba para la preparación. Cocinaba frente a un público ficticio: “Bueno, ahora mezclamos bien y llevamos la preparación al horno, temperatura media, por unos 35 minutos”.

Treinta años después, miro reels de toda clase de personas que hacen de la exposición de sus recetas un trabajo. Y a mí ya se me fueron las ganas de cocinar. Nunca los platos salen igual que los de los videos. Acá estoy intentando redactar esta nota desayunando una receta de avena que en Instagram se veía deliciosa pero realmente es difícil de tragar. Mientras mis dos hijos más chicos duermen, uno reponiéndose de una fiebre y el otro de la extracción de dos muelas. A la más grande la despaché para la escuela temprano con una de mis hermanas que se ofreció a llevarla, ya que se me rompió el auto por vez número 17 en lo que va del año. Mandé pedido de auxilio a dos concesionarias para que me lo vendan, pero no me lo aceptaron porque es modelo viejo. En fin. Las llantas de la bicicleta viven desinfladas y el transporte público es un caos. Los taxis se llevan mi sueldo, lo que queda del aguinaldo lo debo destinar a pagar multas por estacionamiento o exceso de velocidad del tipo: “Ibas a 87 cuando la máxima era de 80”. 23.500 pesos por eso. Y a la lista se suman los impuestos y el crédito UVA que escaló a niveles asfixiantes, casi imposible de afrontar, aunque tenga cuatro trabajos cuya paga no llega a cubrir tanta exigencia. Ni siquiera alcanza para cubrir el transporte, la vestimenta y la alimentación para llegar a trabajar. Pero la piloteo. Préstamos. Tarjeta. Y no me siento desgraciada, ¿eh? No, la semana pasada estuve recorriendo la mega toma de Los Hornos en mi ciudad. Conocí a una familia ensamblada compuesta de una chica de 27 años con dos mellizas que quedó con la cadera floja y medio ciega después de la golpiza de un ex. Ella en su casa –sin agua, sin gas y enganchada como puede de la luz– aloja de corazón a una mujer trans que se gana la vida en la zona roja, a un pibe con retraso mental que expulsaron de su casa de origen y a una adolescente que se escapó de los últimos hogares en los que estuvo por maltrato y desidia.

No, qué me voy a quejar yo.

Además, no podría. Cómo justificar en mis trabajos tantas faltas porque se me enferman los pibes, se superponen turnos médicos, porque se me parte de vez en cuando la cabeza. Y todavía pretendo lograr algún lugar más importante para poder ganar más, o ser buena profesional.

¿Me veo bien? “Y, sos madre…”, me dijeron alguna vez.

Ser o no ser

En mi profesión muchas de mis colegas deciden no ser madres. Tienen muy en claro que la maternidad es un trabajo que compite con la ambición profesional. Que además te deja marcas visibles en el cuerpo y en el carácter. Te ocupa el tiempo que otras destinan a sí mismas. Costos que cada vez más mujeres no están dispuestas a pagar. El tiempo de cuidar a otros y todo el tiempo de trabajo para ganar el dinero suficiente para poder cuidar a otros. Nada es gratis en este sistema individualista en el cual los problemas que antes se escondían puertas adentro ahora comienzan a mostrarse en redes como vitrinas, y la maternidad muchas veces se vuelve un espectáculo de terror.

Las mujeres ganamos el derecho a estudiar, a votar, a trabajar fuera de nuestras casas. Ganamos la libertad de poder elegir no ser madres. Pero no ganamos libertad cuando lo somos. Todo nuestro tiempo lo usamos para trabajar. Exhaustas, cuando tuvimos que resolver mil situaciones en los laburos, volvemos al hogar a preparar la comida, alistar la ropa del colegio, revisar las notitas del cuaderno con alguna llamada de atención porque seguro se nos pasó alguna cosa, barremos de noche porque de día ni estuvimos, vamos al baño y nos damos cuenta de que tenemos que limpiarlo, tratamos de escuchar a cada hijo/a/e, e intentamos responder de forma inteligente a las respuestas irrespetuosas del/a/le adolescente que nos trata de conservadoras cuando pensábamos que toda la vida habíamos sido progres de izquierda; los berrinches del otro que no se quiere bañar; y una vez que ponemos la comida en la mesa, cuidando de separar residuos en el proceso, de que esté lo más libre posible de agrotóxicos pero que tenga vitaminas, proteínas, etc, llegan de a uno a decirte que nos les gusta, o dejan la mitad, y después quedamos comiendo solas para juntar los platos, lavar, en el medio responder algún mensaje, para después seguir con la rutina: ¡lávense los dientes! ¡Pónganse el pijama! ¡Vayan a dormir! Y pelear cuerpo a cuerpo con las pantallas que les funcionan como anfetaminas dejándolos zombis, adictos a youtubers o tiktokers que parecen calar más profundo con sus mensajes que nosotros. Llegar a la cama, ver el libro en la mesita de luz, y agarrar el Instagram para mirar cualquier pavada e intentar dormir. Y después de todo eso, no, no logramos un mejor puesto, con un mejor sueldo, porque una tiene la sensación de que, aunque esté rodeada de gente y abunde la publicidad sobre el amor a la niñez y la ternura de maternar, una se siente absolutamente sola y muchas veces castigada por ello.

Todo esto es un preámbulo para la serie de notas que quiero compartir, que no van a tratar sobre mi propia experiencia, aunque siempre esté la tentación, porque en esta cultura del show del yo todes queremos nuestra cuota de protagonismo que hoy se gana con la mera exposición de la mediocridad de la existencia. Pero no, no, esto es un pantallazo que entiendo que, con más o menos dramatismo, les ocurre a miles de mujeres en este instante en todo el mundo: maternidades aisladas en medio del bullicio en sociedades del descarte. Aunque hay luz al final del túnel. Estamos evidentemente en una transición, en un cambio de época en el que aún no se terminaron de derrumbar los muros de la modernidad, pero tampoco está claro qué sistema se consolidará del otro lado. Hay ideas, opiniones, algunos proyectos visiblemente antagónicos, que pelean por constituirse en hegemónicos. Y en el medio, en el mientras tanto, acá nosotras, madres, profesionales, trabajadoras, muchas que hacemos los intentos de vernos, reconocernos, unirnos, en algunas experiencias alentadoras, buscando recuperar la tribu que perdimos, para sobrevivir y lograr llevar a nuestros hijos, hijas, hijes hacia algún lugar seguro, porque, aunque la maternidad tenga mala fama, y pese a lo que parecen sacrificios personales, el mundo depende de nuestros esfuerzos para que exista continuidad de la vida misma.

No es una situación personal.

No es un problema particular.

No estás sola, madre.

Estamos en un momento en el que vamos a tener que reconocer el origen, la raíz de los problemas que nos llevan al borde del diario ataque de nervios, y lograr conquistar la empatía de la sociedad toda. Cuando cocino algo que les gusta a mis hijos, el más chico dice: “Ah, le pusiste amor, ¿no?”. Y eso que hace que valga la pena todo esfuerzo es el ingrediente principal de la maternidad. Pero no existe una única receta y el amor no debería ser a costa de sacrificios, ni la felicidad un privilegio de unos pocos.
En nuestros testimonios está la realidad de las madres en cuanto trabajadoras, la mayoría de las veces explotadas, poco reconocidas, desestimadas por muchas jefaturas. Y sin embargo, sobre nosotras recae el peso de la reproducción de la especie. Que el mundo sepa que sobre nuestras penurias están depositando el destino de todos/as.

Escrito por
Rosario Hasperué
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