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Caras y Caretas

           

Una fuga, una masacre y una pistola

Ilustración: Juan José Olivieri
Ilustración: Juan José Olivieri

Después de huir del penal de Trelew, en 1972, un grupo de guerrilleros tomó un avión hacia Chile. Salvador Allende les dio el salvoconducto para escapar a Cuba.

Salvador Allende, quien había asumido la presidencia de Chile en noviembre de 1970, no la tenía fácil. Días antes de llegar al Palacio de la Moneda hubo un intento de golpe, que se repitió diez meses más tarde y también en marzo de 1972. Sin embargo, jaqueado por la derecha y las corporaciones, a lo que se añadía la hostilidad que le dispensaba el Pentágono, aquel hombre insistía en transitar su “vía pacífica al socialismo”. Y en un marco geopolítico infectado por las dictaduras militares de Bolivia, Paraguay, Brasil y la Argentina.

En nuestro país, la situación era sumamente vidriosa.

Durante el atardecer del 15 de agosto, los jefes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y de Montoneros –Marcos Osatinsky, Roberto Quieto, Mario Roberto Santucho, Domingo Menna, Enrique Gorriarán Merlo y Fernando Vaca Narvaja– volaban hacia la ciudad chilena de Puerto Montt en un avión secuestrado, tras la fuga del penal de Rawson. Los acompañaban cuatro guerrilleros que habían servido de apoyo externo a la evasión –Carlos Goldemberg, Ana Wiesen (ambos de las FAR), Víctor Fernández Palmeiro y Alejandro Ferreyra Beltrán (ambos del ERP). En tanto, otros 19 evadidos quedaron varados en el aeropuerto de Trelew.

Para Allende, el asunto fue embarazoso, dadas las presiones del bloqueo impulsado por Estados Unidos. Debido a ello, entorpecer las relaciones con la Argentina, gobernada por el general Alejandro Agustín Lanusse, era un lujo que él no se podía permitir. De manera que sus opciones eran dos: acceder al pedido de extradición cursado por la Argentina o concederles a los guerrilleros el asilo y un salvoconducto para viajar a Cuba, como ellos solicitaban.

Mientras tanto, permanecían alojados en una sede policial de Santiago.

En semejante contexto, llegaron a Chile los abogados Gustavo Rocca, Mario Amaya y Eduardo Luis Duhalde. Era la mañana del 22 de agosto.

Entonces trascendía que, en la base naval Almirante Zar de Trelew, los otros 19 guerrilleros habían sido fusilados. Se trataba de Rubén Pedro Bonet, Jorge Alejandro Ulla, José Ricardo Mena, Humberto Segundo Suárez, Mario Emilio Delfino, Humberto Adrián Toschi, Miguel Ángel Polti, Alberto Carlos del Rey, Eduardo Adolfo Capello, Clarisa Rosa Lea Place, Carlos Heriberto Astudillo, Alfredo Kohon, María Angélica Sabelli, Susana Lesgart, Mariano Pujadas, Ana María Villarreal de Santucho (esposa del líder del ERP), María Antonia Berger, Alberto Miguel Camps y Ricardo René Haidar. Los últimos tres lograron sobrevivir a sus heridas.

LA MALDITA NOTICIA

 “La situación no pudo ser más dramática”, diría Duhalde, a casi 39 años de los hechos, con los ojos fijos en una fotografía enmarcada. Fue en el transcurso de una conversación con quien esto escribe.

La escena transcurría en su oficina del edificio de la calle 25 de Mayo, desde donde, a partir de 2003, comandaba la política de derechos humanos del gobierno kirchnerista. En aquella habitación atiborrada con retratos, afiches y libros, él solía matizar dicha tarea con inolvidables tertulias. Ahora, sus dedos recorrían esa fotografía. Se trataba de una imagen agrisada con tres siluetas: la suya –peinado a la gomina, con bigote y sin barba–, junto a las de Osatinsky y Quieto en el Chile de entonces.

Y prosiguió con su relato, ubicándolo en ese martes, cuando tuvo que comunicar la maldita noticia a los fugados: “Ellos estaban en un salón amoblado con una mesa muy larga. Robi (como todos llamaban a Santucho) estaba sentado en la cabecera. Yo, como pude, les informé sobre la masacre, antes de enumerar los nombres de los muertos. Cada uno reaccionó de manera diferente. Hubo gritos, llantos y puteadas. Robi puso sus brazos sobre la mesa, los cruzó para apoyar la cara y quedó así por más de dos horas, sin pronunciar una sola palabra. Quedó como petrificado, mientras, a su alrededor, los gritos llenaban el cuarto. Pocas veces vi una escena tan desgarradora. Aún hoy no sé qué fue más conmovedor: si el llanto y los gritos o el silencio y la inmovilidad de Santucho”.

En medio de tales circunstancias, la incertidumbre acerca de sus propios destinos se prolongaría hasta el viernes.

“Todo se resolvió de una manera inesperada, durante un almuerzo en la Moneda con Allende y su gabinete en pleno –contaría Duhalde–. Porque, a los postres, él tomó la palabra. Su cara irradiaba una seriedad ambigua. Entonces, dijo: ‘Chile no es un portaaviones para que se lo utilice como base operativa. Porque Chile es un país capitalista con un gobierno socialista. Y para mí todo es realmente muy difícil’.

Rocca, Amaya y yo nos hundíamos cada vez más en nuestras sillas. Y Allende, tras un instante de silencio que nos pareció eterno, continuó: ‘La disyuntiva es devolverlos o dejarlos presos’. Únicamente atiné a desviar la mirada hacia Rocca; ambos habíamos palidecido. En aquel instante, Allende fundió un puñetazo sobre la mesa con la siguiente frase: ‘¡Pero este es un gobierno socialista, mierda, así que esta noche los muchachos se van a La Habana!’. Así lo dijo.”

Poco antes de partir hacia la capital cubana, Santucho fue visitado por Beatriz Allende, la hija mayor del mandatario. Sus palabras fueron: “Mi padre te envía su pistola, pa’ que te defendái. Lamenta mucho lo de tu compañera. Dice que no comparte el camino que elegiste, pero que jamás te olvides de ser fiel a tus ideas. Y que te abraza”.

EL INFIERNO TERRENAL

Durante el mediodía del 25 de mayo de 1973 tuvo lugar la asunción de Héctor Cámpora en el Salón Blanco de la Casa Rosada. Allí también se encontraban el presidente cubano, Osvaldo Dorticós, y Allende. “¡Chile, Cuba/ el pueblo te saluda!”, coreaba la multitud desde la Plaza de Mayo.

En cambio, la situación en el país trasandino se agravaba cada vez más.

Tres meses y medio después, una escuadra de aviones Hawker Hunter voló hacia Santiago para bombardear el Palacio de la Moneda.

En la mañana de aquel 11 de septiembre, Radio Magallanes propaló las últimas palabras de Allende, antes de descerrajarse un tiro en la boca.

Ya se sabe que, el 24 de marzo de 1976, la Argentina se sumió otra vez en una dictadura, la más sanguinaria de su historia.

Durante el mediodía del 19 de julio de ese año, Santucho y su pareja de entonces, Liliana Delfino, permanecían en un departamento de Villa Martelli, junto con Benito Urteaga y su hijo, el pequeño José; también estaban Domingo Menna y su mujer, Ana María Lanzilotto. Todos tenían previsto viajar ese día a Cuba.

Primero fue un timbrazo, seguido por la voz del encargado. Su inflexión sonaba rara. Al entornar la puerta, Liliana lo vio correr por el pasillo. También vio a cuatro sujetos “enfierrados” hasta los dientes.

–¡Es el Ejército! –gritó.

–¡Ríndanse, hijos de puta! –bramó uno de los integrantes de la patota.

El Robi saltó hacia la ventana, ya empuñando un arma.

Uno de los intrusos le apuntó a la cabeza. Pero al reconocer su perfil aguileño, vaciló. Eso le costaría la vida. Era el capitán Juan Carlos Leonetti. Sus acompañantes acribillaron al jefe del ERP.

Urteaga fue el siguiente abatido.

Menna fue llevado a Campo de Mayo junto a las dos mujeres y el niño (los tres primeros fueron asesinados en aquella mazmorra, y José, entregado a sus abuelos).

Mario Santucho quedó allí tendido hasta la tarde. En ese lapso, nadie se atrevió a tocar el arma que sus dedos aún sujetaban.

Era la legendaria pistola que Allende le había regalado.

Escrito por
Ricardo Ragendorfer
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