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Caras y Caretas

           

Hippies roñosos

En diciembre de 1975, Luis Alberto Spinetta fue a tocar a Rosario con su banda Invisible. Lo que nunca supo es que estuvo a punto de ser víctima de la persecución política.

A fines de 1975, el gobierno de María Estela Martínez, la viuda de Perón, ya estaba en la cuerda floja, luego de que el aparato represivo del Estado, con la excusa de la “lucha antisubversiva”, pasara a manos de las Fuerzas Armadas. Tampoco era una buena época para ser una estrella de rock.

De modo que, desde el mediodía del 12 de diciembre, en los alrededores del cine San Martín, de Rosario, hubo un dispositivo de seguridad que incluía carros de asalto, tanquetas y policías armados hasta los dientes. Ese miércoles, el trío Invisible –formado por Luis Alberto Spinetta, Héctor “Pomo” Lorenzo y Carlos “Machi” Rufino– presentaría en ese lugar su último álbum, Durazno sangrando.

Los músicos, al acudir allí por la tarde a los fines del ensayo previo, se sorprendieron al ver que los afiches del recital brillaban por su ausencia. Esos afiches mostraban un durazno cortado longitudinalmente, cuyo carozo tenía la forma de un corazón que sangraba. La cuestión es que el productor local del evento entonces les explicó que tal gráfica, dibujada por Spinetta, había sido interpretada por las autoridades como una vagina al momento de menstruar. De modo que la pegatina fue prohibida.

El Flaco, al fin y al cabo, un librepensador, puso el grito en el cielo. Y exigió manifestar a los censores su disgusto. El productor intentó disuadirlo, mientras Pomo y Machi guardaban un prudente silencio. Pero no hubo caso. Tanto es así que, con vehemencia, su queja fue finalmente volcada al oído del uniformado que dirigía el dispositivo, un subcomisario apellidado Acosta.

Este, con una cortesía seca y filosa, simplemente dijo: “Su inquietud será elevada a quien corresponda”.

Lo cierto es que cumplió con su promesa. No menos cierto es que esa queja, después de atravesar con celeridad todas sus escalas policiales (la comisaría de la zona, la División de Seguridad Personal y el Servicio de Informaciones), fue derivada por vía telefónica al II Cuerpo del Ejército, cuyo cabecilla era el general Ramón Díaz Bessone.

El tipo colgó el auricular con un dejo de furia. Seguidamente, esta vez por un intercomunicador, convocó a su esbirro favorito, Agustín Feced.

Este acudió allí de inmediato. Se trataba de un oficial de la Gendarmería asimilado al Batallón 601 de Inteligencia. Y por entonces no era ajeno a las actividades de la Triple A en esa ciudad.

EN EL NOMBRE DE LA MORAL

El primer crimen rosarino de aquel grupo parapolicial fue el secuestro y asesinato del bioquímico y dirigente peronista Constantino Razzetti, ocurrido en octubre de 1973. Desde entonces, había cosechado decenas de muertes, siendo las más recientes –en noviembre de 1975– las del abogado Felipe Rodríguez Araya y del procurador Eduardo Lescano. Después se supo que estas dos faenas fueron ordenadas por Feced y que su realización corrió por cuenta de Aníbal Gordon y sus matones (llegados especialmente desde Buenos Aires), con la apoyatura del policía vernáculo José Rubén Lofiego.

Ahora el general expresaba a viva voz su ofuscación por el atrevimiento de “esos hippies roñosos”. Tales fueron sus exactas palabras. Y las remató con un puñetazo al escritorio. En ese acto se deslizaba una directiva precisa.

No bien salió de aquel despacho, Feced se comunicó con Lofiego.

A los 26 años, este ex alumno del tradicional Colegio Sagrado Corazón era muy católico, corto de vista y acomplejado por su torpeza física. Aun así, supo abrazar la carrera policial. Por entonces era subayudante en el Servicio de Informaciones de la Policía (SI) de Santa Fe. Se destacaba por ser diestro en la tortura. Y se lo llamaba por los apodos “el Ciego”, “Doctor Mengele” y “Fangio”, este último, a raíz de su pasión por conducir vehículos a velocidad trepidante. Aquel miércoles incurriría en ese berretín.

De hecho, atento a lo que acordó con Feced, cerca de la medianoche ya había junto a la sede del SI, sobre la esquina de Dorrego y San Lorenzo, tres Falcon no identificables con cuatro sujetos armados en cada cabina.

Su enjuta figura emergió por el portón del edificio, antes de instalarse al volante del auto que encabezaría la procesión hacia el cine San Martín.

Allí, justo en ese instante, Spinetta entonaba:

“Dicen que en este valle/ los duraznos son de los duendes”.

Era parte del tema que le daba nombre al álbum, inspirado en el antiguo libro chino El secreto de la flor de oro, retomado por Carl Jung en uno de sus ensayos psicológicos.

Los dos mil asistentes que colmaban aquel coliseo oían embelesados sus suaves acordes. Hasta entonces, Invisible había interpretado las otras cinco canciones del nuevo disco. También algunas de El jardín de los presentes.

Y Spinetta proseguía: “Y el durazno partido/ ya sangrando está bajo el agua”.

Fue cuando el público estalló en un interminable aplauso.

En tanto, consciente de que el recital estaba por concluir, Lofiego pisó el acelerador a fondo. Su Falcon zigzagueaba a través de la calle San Lorenzo a casi cien kilómetros por hora, seguido por los otros dos vehículos, todos con balizas encendidas y las sirenas ululando.

A metros de Corrientes, se le ocurrió consultar su reloj. Pero, al voltear los ojos sobre su cuadrante, el manubrio se le incrustó en el tórax, en medio de un ensordecedor sonido a hierros retorciéndose.

El Ciego se había estrellado contra un colectivo.

Tanto él como sus tres acompañantes fueron sacados de entre los hierros retorcidos con traumatismos diversos. Nada grave.

Tal vez Luis Alberto Spinetta no se haya enterado nunca de que esa noche estuvo a punto de perder el pellejo.

Escrito por
Ricardo Ragendorfer
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