Ocurrió al final de una reunión con amigos y admiradores. Hubo quien propuso la consabida foto de recuerdo. Entonces, pidió permiso para ir a arreglarse. Alguno se sorprendió de su coquetería de hombre mayor. Pero más se sorprendieron todos cuando regresó… con el pelo expresamente alborotado, fiel al personaje que había compuesto sin premeditación, de manera paralela a su singular y coherente obra poética de medio siglo. Genio y figura, Juan L. Ortiz ya era definitivamente Juanele.
Nacido, crecido y residente de Entre Ríos, donde transcurrió prácticamente toda su vida, exceptuando una breve estancia juvenil en Buenos Aires, Juan Laurentino Ortiz falleció en 1978 (tenía 82 años), ciego y desolado.
Los ejemplares que quedaban en depósito de su libro En el aura del sauce, publicado recién en 1970 a instancias de la Biblioteca Constancio Vigil de Rosario, y que reunía por primera vez en un solo volumen sus acotadas ediciones de autor, habían ardido en las hogueras de la dictadura.
Sus censores seguramente no lo habían leído para cerciorarse, pero se hacían eco quizá, de un doble malentendido, político y lírico. A pesar de su simpatía con las ideas comunistas y de izquierda, Juanele nunca había sido un poeta social o “comprometido”, excepto con otra causa que no fuera la belleza. Ni tampoco podía encasillárselo como un poeta autóctono o naturalista, a pesar de que el paisaje inspira e impregna toda su obra.
El “mito Juanele” iba a sobrevivirlo y promover la edición de su Obra completa, por la Universidad del Litoral (1996), que suma más de mil páginas, incluyendo trabajos inéditos, artículos y comentarios aparecidos en diarios y revistas, luego de varias décadas de circular apenas en dispersas compilaciones. Aunque recién a fines de 2002 Editorial Losada publicó una compacta y oportuna Antología, al alcance de todos los lectores, que permite apreciar en su verdadera dimensión la originalidad y riqueza de una voz poética considerada entre las más importantes del siglo XX en lengua castellana. En el suplemento literario de El País, de España, celebraron como un verdadero “acontecimiento” la posibilidad de acercarse a un “corpus poético tan singular”.
En tanto, su ficha biográfica es tan escueta como para renegar del mito. El futuro Juanele había nacido el 11 de junio de 1896 en Puerto Ruíz, una localidad ínfima en las cercanías de Gualeguay, siempre Entre Ríos. Hay una primera mudanza, también local, a Mojones Norte, donde su padre es contratado como mayordomo de una estancia cuando su hijo contaba apenas tres años, y esa experiencia de contacto directo con la selva será vital para el futuro poeta. Ya instalados en la ciudad de Gualeguay, el adolescente que era cursó estudios en la Escuela Normal, que no completó. Publica sus primeros poemas en periódicos locales. Entonces, se produce el único hiato de su existencia. Se traslada a Buenos Aires, se aloja en pensiones o conventillos entre Sarandí y Villa Crespo, toma contacto con la poesía de Juan Ramón Jiménez, alterna con la bohemia del centro y… poco más.
En realidad, es un período bastante difuso en su vida, entre los 17 y los 20, que resuelve de manera inesperada, pegando el regreso a su tierra natal. Se le conoce una única aventura: viaja a Marsella en un barco de carga. Inmediatamente posterior a ese período porteño, hay un ofrecimiento de Natalia Botana, el pope periodístico creador del fenómeno Crítica, para que se establezca en la capital, con todos los beneficios aparejados del caso: difusión, contactos y una retribución económica por su desempeño en el diario.
Una oferta irresistible para cualquiera que quisiera vivir de la poesía. Pero Juanele rechaza con delicadeza el convite, sugiere que semejante decisión lo alejaría de sus fuentes de inspiración. Elige otra vida, se emplea en el Registro Civil de Gualeguay y se casa con Gerarda Irazusta, con quien tiene un hijo. Cuando se jubila de la dependencia municipal, se muda a Paraná, con la intención de “estar más cerca de la gente”.
Se puede arriesgar que su intención era vivir para la poesía, y no de ella.
El aura de una obra

Estimulado por su coterráneo, el también poeta y ensayista Carlos Mastronardi, Ortiz se decidió por fin a seleccionar un conjunto de los muchos poemas que llevaba escritos y publicarlos en formato de libro bajo el título El agua y la noche (1933). Le suceden El alba sube… (1937) y otros ocho volúmenes, entre 1938 y 1958: El ángel inclinado, La rama hacia el este, El álamo y el viento, El aire conmovido, La mano infinita, La brisa profunda, El alma y las colinas y De las raíces y del cielo.
Eran ediciones pagadas de su bolsillo, tiradas de 200 a 500 ejemplares, siempre en un formato artesanal, cuidado en todos los detalles, con una tipografía mínima, que parece acompañar gráficamente el espíritu ingrávido de la obra, y se continuará como una marca registrada hasta las más recientes reediciones.
Fue absolutamente personal desde los primeros poemas, tomando distancia sin proponérselo de contemporáneos con más “prensa”, como los porteñísimos y vanguardistas Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo o Raúl González Tuñón. No hay urbanismo ni desafío en su voz, aunque sí adscripción al verso libre y sin rima, que mantendrá siempre. Su tema es el paisaje, pero también los seres vivientes y hasta los objetos. Evoluciona desde el verso corto de sus primeros poemas (“Aromos de la calle/ Qué dicha flotante/ inmediata/ casi flotante!”) hasta las frases largas que no interrumpen su cadencia, disponiéndolas de manera caprichosa en el espacio físico y sin resignar nunca cierta música propia.
Justamente, es la musicalidad de su obra lo que se asocia a un modo de leer y “escuchar” su poesía.
Otra característica particular es el entrecomillado y los diminutivos, y el uso recurrente de expresiones adverbiales (“más bien, “se diría”, “si se quiere”) que relativizan lo puesto por escrito, lo mismo que la recurrencia de los puntos suspensivos.
El resto es sustancia tenue, inasible, como la misma “aura”, que tanto identifica su corpus poético, no exento de tensiones. (“Sí, las muchachas en la tarde/ niños en los jardines/ paisajes que suenan como melodías perfectas/ versos de Rilke o de Brooke/ entusiasmo generoso de las jóvenes almas/ capaz de cambiar el mundo/ belleza del sacrificio y del ideal/ y el amor, y el hijo, y la amistad/ ¿pero el vacío negro, el escalofrío intermitente del abismo?”)
El viejo y el río

Ya viviendo en Paraná, su casa se convirtió en un destino obligado de peregrinaje para generaciones de poetas como Paco Urondo, mientras el escritor Juan José Saer, uno de sus grandes promotores, no dudó en considerarlo “el más grande poeta argentino del siglo XX”.
Fotografías de época contribuyen a fijar su figura en el mito, contemplando el río que corría barranca abajo de su casa: un anciano delgadísimo fumando en boquillas largas y fínísimas, el pelo inefablemente revuelto.
Después de la noche de la dictadura, su obra durmió un sueño intranquilo. No estaba prohibida pero sí escasamente disponible.
En una afortunada selección con notas y ensayo preliminar publicada por Ediciones Filofalsía, promediando los años 80, su par Luis Benítez le encuentra un impensado alter ego por oposición en el francés maldito Arthur Rimbaud, “donde lo horrible real ocupa toda la escena”.
En Juan L. Ortiz, por el contrario, “será la belleza la que triunfará, a pesar de la circunstancia, porque está nombrada en su discurso como más allá de la circunstancia, y lo que es mejor, como su mismísimo sustento”.
Todo esto sin contar la antítesis de las respectivas formas de vida y de creación, entre el inquieto traficante que abandonó las letras a los 20 años y el apacible empleado provincial que publicó recién a los 37.
Contadas veces abandonó el poeta secreto y de culto, la calma del Paraná, su río cósmico del sur, salvando unas pocas conferencias en Buenos Aires, pero cuando lo hizo, pudo hallar inspiración en otro curso mítico como el Yangtsé. Fue durante una rara visita a China (1957), invitado junto a otros intelectuales, por las autoridades del gigante asiático, entonces en plena efervescencia revolucionaria.
“Y me doblo como un sauce…/ Y sigue lloviendo en mi corazón, y sigue lloviendo, lloviendo, lloviendo… /lloviendo sobre el Yangtsé”, escribió Juanele.