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Caras y Caretas

           

Selva Casal: el mundo desesperado en el poema

Con el título “El mundo es simplemente un alarido”, acaba de editarse la obra reunida de la poeta uruguaya, fallecida en noviembre de 2020. La muerte, la condición fugaz de la existencia humana y la realización en la escritura son parte fundamental de los tópicos que marcan su lírica.

Los poetas no tienen biografía, asevera Octavio Paz. Y agrega, refiriéndose específicamente a Fernando Pessoa, que “su obra es su biografía”. Esta reflexión exige tirar de la punta del hilo. Y preguntarse, primero, si acaso importa dilucidar rastros de la vida del poeta en el poema. Segundo, si importa el derrotero del poeta acumulándose en las zanjas de su obra, es decir fuera del poema. Y tercero: por qué inmiscuirse en la biografía de un poeta si con la obra tenemos suficiente para darle la vuelta al guante de nuestra propia existencia. Para eso acudimos a la poesía: nunca para entender, nunca para apaciguar, nunca, ni siquiera, para embellecer. Leemos, entre otras cosas, para combatir el lugar común de un conductismo de Perogrullo que quiere abarrotarnos de fórmulas ínfimas y asmáticas. Nada en la vida de un poeta puede sorprender más que aquellos versos que sueñan por nosotros: “Hay otro sol debajo de las ruinas”, nos advierte la gran autora uruguaya Selva Casal (1927-2020), cuya obra reunida –un diamante oculto– acaba de ser publicada por Llantén. “Estoy llorando y sabes/ que la vida no importa/ que la muerte no importa/ que el mundo es simplemente un alarido.”

“El mundo es simplemente un alarido”.

Este verso, elegido a conciencia como título del libro a modo de representación de una totalidad inasible, no elude la tempestad que implica la concentración de todos nosotros encerrados dentro no de un grito, sino de un alarido. Un alarido como una llamarada. Casal, encendiéndole los talones a Rimbaud, nos alienta, desde una poética que se hace carne en el flagelo, a permanecer en aquel “fuego que vuelve a alzarse con su condenado”. Es el concierto de infiernos de Rimbaud, es el mundo desesperado en el poema: “El amor y el terror viven juntos/ por eso no levantaste los ojos/ y te dejaste morir así/ fue eso nada más/ peligro de nacer/ siento ese escalofrío con que mueren los peces/ tal se vive un amanecer inesperado/ el amor y el terror viven juntos/ hay una correspondencia entre el alma y el mar/ entre las galaxias y el dolor/ y extrañamente el terremoto que todo lo destruye/ da de comer a quien nunca comió/ no soy yo/ soy nosotros/ se derrama el sol sobre mis huesos/ surge el amor donde no debe surgir/ vive donde no debe vivir/ casi desconocida casi el viento/ cómo voy a explicarle a mis muertos/ que una vez fueron niños/ y hasta a veces felices/ acaso sea la hora de negar todo/ la familia y su historia/ los huesos y sus tumbas”.

Los primeros títulos de sus libros, de los quince recopilados en esta edición (Arpa, Días sobre la tierra, Poemas a las cuatro de la tarde, Poemas 65, publicados entre 1958 y 1965), acompañan una lírica templada, un lenguaje sobrio, construcciones más elípticas y por momentos de una delicadeza punzante: “Ya no estoy en la vida./ Pero puede desencadenarse/ el mundo sobre mí”. A partir de los siguientes títulos (Han asesinado al viento, No vivimos en vano, Nadie ninguna soy, Los misiles apuntan a mi corazón, El infierno es una casa azul, Vivir es peligroso, etcétera) surge una poética más feroz que pone de manifiesto la disolución de los cuerpos a partir de una cierta descomposición del lenguaje. Se aniquila esa lírica contenida en pos de una lírica más violenta: “Y flota en tus zapatos/ un terror de memorias”. U: “Hoy se me caen los ojos fusilados”. O: “Tengo dos casas/ en una viven alimañas/ en otra mis amantes muertos y los gatos”. Quiebres bruscos e insólitos cambios de rumbo. No es casual. Son libros que llegan de la mano de los años 70, tiempos del terror en América latina.

LA CUMBRE DE LA DESDICHA

El poema nos marca y luego nos abandona. Es un tatuaje ausente que nos exilia y nos confronta con un paisaje de relojes estallados y de azules ciegos: el poema abrazado a la imagen inaudita que nos arrima el sueño. (“Escribo desde el sueño/ y desde los espejos/ que misteriosamente se abrieron una tarde”). Pero cuando nos retorna hacia dentro, humedecemos nuestros labios como animales insaciables y paladeamos en voz alta: “Y lo peor es que sobrevivimos/ sobrevivimos siempre/ al amor a la ruina/ a la incesante sorpresa de la muerte/ avanzo ante despojos/ y sé que lo terrible/ es que volvemos a ser felices.”

En la cumbre de la desdicha, Casal asume nuestra condición de huéspedes resbaladizos y zigzagueantes a contrapelo del mundo. “La Felicidad era mi fatalidad –insiste Rimbaud–, mi remordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre demasiado inmensa para ser consagrada a la fuerza y a la belleza.”

Casal descompensa la respiración de sus versos inaugurando un ritmo de cierta destreza simbolista y nos conduce, en notable sintonía con el autor de “Una temporada en el Infierno”, a un estado de dicha en la desdicha: el poema que nos comprende desde su espejo roto, el poema que nos corteja con su ceremonia de huesos, los errantes que, salvajemente, han desandado el silencio de los cementerios: “Tiene puertas oscuras el país del amor/ Deshace las paredes/ mis vértebras son lunas que desvarían/ la locura mi íntimo equilibrio/ Falsa la muerte que nos han enseñado/ Los huesos no descansan. Nos llaman/ Estamos casi entre las hojas/ Amábamos aquel callado retornar a casa/ los transeúntes de la lluvia/ que crecía detrás de los horarios/ los perfectos días llenos de muertes perfectas.”

No hay un solo poema en toda su obra que no descanse en la palabra muerte. Como un metrónomo, la palabra muerte dirige y ordena el ritmo. Con disciplinada singularidad, regula la potencia del lenguaje que se entrama, se entromete, en la vida de quien lee. “Un poema puede escribirse sin lápiz y sin papel. Lo supe desde el día en que encontrándome yo en lugar inseguro, desconocido, pregunté ¿dónde estaba? Advertí que había muerto. ¿Qué haré aquí? Y escuché una voz: Cuando vivías, ¿qué hacías? Escribía, dije. Seguirás escribiendo, me respondió; ¿cómo? ¿sin lápiz y sin papel? Sí, me dijo, sin lápiz y sin papel. Y comprendí.”

Escrito por
María Malusardi
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