“Los libros de la buena memoria” –incluida en El jardín de los presentes, último disco de la banda Invisible– es una de las creaciones más logradas de Luis Alberto Spinetta. Su combinación de guitarra eléctrica y acústica, su trabajo sobre los platillos de la batería, su bajo eléctrico profundo y un bandoneón bien tanguero al final se potencian con una letra en torno a la tensa espera del enamorado. Esa letra habla un idioma que es y no es el nuestro. Tal extrañamiento responde a varios factores: la elección de palabras (“impalas”, “vestigio”, “verdeado”), la perspectiva oscilante (la canción habla de alguien y también le habla a alguien), los verbos inusuales (“prestidigitar”, “tiznar”, “cobijar”). Como en “La tierra baldía”, de T. S. Eliot, se entrecruzan elementos de mundos culturales muy diversos. En la palabra “licor” acecha una alusión a las canciones de amores perdidos (alcohol y deseo de olvido suelen andar juntos en el tango y el bolero). Aparecen elementos de la cotidianeidad urbana ascendidos a metáfora: “rojas y verdes luces del amor”. Y hasta hay una imagen proveniente del taoísmo: los “tigres de la lluvia”, variación de los “tigres de la nieve” mencionados en El secreto de la flor de oro, tratado chino de alquimia interior. Compuesta a inicios de 1976 con un hijo por venir, incluye uno de los versos más felices de Spinetta: “Se queda oyendo como un ciego frente al mar”, muchas veces asociado, por causa de la ceguera, a Borges. Quizás a él no lo hubiera incomodado.
Precisamente un encuentro Spinetta-Borges, pautado por una revista, se cuenta en el libro Martropía. Conversaciones con Spinetta (2006), de Juan Carlos Diez. Recuerda el músico: “La nota se levantó a último momento y no me avisaron. Así, me encontré solo frente a él en su departamento (…) Me petrificó. Hablamos un poco de ‘El cuervo’, de Poe, y él recitó una poesía en inglés referida a ese poema. Yo no le entendía bien las palabras y tenía tanto miedo de estar frente a él como de estar frente a Dios (…) Hablamos tres palabras más, yo le dije que era músico, que tenía dos hijos, y que no sabía demasiado bien por qué estaba con él, pero que para mí representaba una gran satisfacción porque lo admiraba mucho (…) A veces pienso que fue un encuentro con Homero”.
LA MÚSICA Y LA LITERATURA
¿Qué podían tener para decirse aquel escritor ultraerudito y el más volado de los rockeros? Tal vez bastante más de lo que una ingente crítica pueda pensar. En su ensayo “El escritor irlandés y la tradición”, de El nacimiento de la literatura argentina (2006), Carlos Gamerro plantea una tesis provocativa: pensar a Borges como el más anticolonialista de los escritores argentinos. Señala Gamerro: “Su proyecto de escritura implica (…) una apuesta anticolonialista de máxima (…) absorber toda la cultura del amo, apropiársela y luego arrebatársela, aunque sea en el plano simbólico (…) producir un discurso sobre la cultura dominante que la cultura dominante no pueda ignorar”. Y así como es cierto que ningún estudioso o aficionado serio de Shakespeare, Dante o Cervantes puede ignorar los poemas, cuentos o ensayos relacionados con ellos que escribió Borges, ningún estudioso o aficionado serio del rock debería ignorar la obra de Spinetta a partir de influencias variadísimas. Que esto no suceda tiene más que ver con la forma en que circulan los productos de la industria cultural, que con la importancia de una obra producida dentro de sus marcos, pero objetándolos, tensionándolos, ampliándolos.
Otro aspecto en común entre Borges y Spinetta es su cualidad de grandes antropófagos, más allá de que no consten sus lecturas del Manifiesto Antropófago de los modernistas brasileños. Borges zanjó la cuestión de las influencias y las tradiciones en uno de sus ensayos más pendencieros: “El escritor argentino y la tradición” (1957). En él propone que desde la periferia se ve mejor que desde el centro y se puede recurrir a la tradición que sea como material disponible y no como legado obligatorio, paralizante: “Repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo”. Si Borges pudo ir haciendo propias tradiciones tan diversas como la gauchesca, las antiguas literaturas anglosajonas o Las mil y una noches, Spinetta se nutrió en lo sonoro –desde una matriz eminentemente beatle– del folklore, el tango (sobre todo Piazzolla), Mahavishnu Orchestra, Led Zeppelin, Jimi Hendrix. Pero sin que su música pareciera copia o derivación. Similar mecanismo de apropiación y asimilación se dio en su lírica. Una de las grandes renovaciones debidas a Spinetta es la de la biblioteca de los hacedores de canciones. El tango había tenido como faros al Siglo de Oro español, el romanticismo y el posromanticismo, el simbolismo, el modernismo, la poesía lunfarda. El folklore, al romancero, las coplas, el Siglo de Oro español, la generación del 27 y sobre todo a García Lorca. La nueva canción latinoamericana se nutrió tanto de la vieja canción folklórica como de Nicolás Guillén, Rafael Alberti, Neruda y Brecht. Spinetta aportó al mundo del rock lecturas de Cortázar, Borges, Girondo, Alejandra Pizarnik, César Vallejo, sor Juana Inés de la Cruz, Rimbaud, Blake, Nietzsche, Jung, Castaneda, Artaud. Si la palabra “libros” en un título no es corriente en el rock, usar como título de un disco el nombre de un escritor resulta absolutamente anómalo; es el caso de Artaud (1973), llamado así por el poeta y dramaturgo francés que padeció encierro en loqueros sometido a electroshocks.
Spinetta bien podría haber escrito un ensayo titulado “El rockero argentino y la tradición”. O mejor dicho, lo escribió diseminado en canciones.
Juan Bautista Duizeide es autor de Luis Alberto Spinetta. El lector kamikaze (Editora Patria Grande, 2019)