• Buscar

Caras y Caretas

           

Entre voces oídas y palabras escritas

Ilustración: Héctor Méndez
Ilustración: Héctor Méndez

El poema de Hernández, extensamente analizado por Borges, es el mayor exponente de un género del que fueron precursores Bartolomé Hidalgo e Hilario Ascasubi en el siglo XIX.

Al final de su magnífico ensayo sobre la poesía gauchesca, Jorge Luis Borges dictamina, tras encender una fogata con todas las teorías que se han derrochado sobre el poema de José Hernández, que el Martín Fierro es una novela: “Novela, novela de organización instintiva y premeditada (…): única definición que puede transmitir puntualmente la clase de placer que nos da y que condice sin escándalo con su fecha. Esta, quién no lo sabe, es la del siglo novelístico por antonomasia”. Borges arrima su lista comparativa: Dostoyevski, Zola, Flaubert, Dickens, y dedica un párrafo especial para su “íntimo, insospechado Mark Twain”. De este modo, aniquila cualquier posibilidad de hacer encajar esta obra publicada en 1872, y cumbre de la literatura gauchesca, en cualquier molde previsible. “Se me recordará que las epopeyas antiguas representan una preforma de novela. De acuerdo, pero asimilar el libro de Hernández a esa categoría primitiva es agotarse inútilmente en un juego de fingir coincidencias, es renunciar a toda posibilidad de un examen. La legislación de la épica –metros heroicos, intervención de los dioses, destacada situación política de los héroes– no es aplicable aquí. Las condiciones novelísticas sí lo son.”

Una novela poética. O, más precisamente, un poema que narra desde una intimidad dolorosa y desde un universal opresivo y creciente: “Dende chiquito gané/ la vida con mi trabajo,/ y aunque siempre estuve abajo/ y no sé lo que es subir/ también el mucho sufrir/ suele cansarnos, ¡barajo!”.

Así como Borges, desde su talla inalcanzable, desacomoda categorías argumentando con habilidad socrática, podríamos repensar –releer– la obra de Hernández reubicándola en nuestro tiempo desapacible y haciéndonos eco de aquello que más cuenta cuando de poesía se trata: el lenguaje y sus regiones. “A otros les brotan las coplas/ como agua de manantial;/ pues a mí me pasa igual;/ aunque las mías nada valen,/ de la boca se me salen/ como ovejas de corral.”

Desencajar el Martín Fierro de las categorías, leerlo desde los ojos de un rapero, desde los ojos de un poeta actual, permite asumir la potencia del lenguaje con el que Hernández aún descuella: “Y sepan cuantos escuchan/ de mis penas el relato,/ que nunca peleo ni mato/ sino por necesidá,/ y que a tanta alversidá/ solo me arrojó el mal trato”.

No se trata aquí ni de estructuras ni de métrica (Hernández hereda el formato del romancero español y anima, desde su arrebato, seis versos octosilábicos), sino de exaltación poética. Por un lado, la creación de un lenguaje propio y singular a partir del rescate de un habla: el poeta se empapa de esa música pendenciera y vibrante y enaltece esos modos del decir llevándolos al verso y asentándolos para siempre en el imaginario. “Vamos dentrando recién/ a la parte más sentida,/ aunque es todita mi vida/ de males una cadena:/ a cada alma dolorida/ le gusta cantar sus penas.” Por otro lado, los juegos que el idioma permite a partir de sus secretos y sonoridades, fundando trama y canción. Exaltemos su lírica, sus imágenes, su musicalidad orgánica que es la energía que desprenden las palabras al rozarse: “Monté y me encomendé a Dios,/ rumbiando para otro pago,/ que el gaucho que llaman vago/ no puede tener querencia,/ y ansí de estrago en estrago/ vive llorando la ausencia”.

Observemos en estas líneas la versatilidad del poeta: “Es un telar de desdichas/ cada gaucho que usté ve”. O: “Yo abriré con mi cuchillo/ el camino pa seguir”.

HISTORIA DE UN VERSO INAUGURAL

La errancia y la fuga componen la figura del gaucho. El campo abierto, su escenario. Domina de cuerpo entero el caballo y el facón. Hay un sufrir exhausto y un devenir de látigo. Vida sacrificial en la que el castigo es relicario de la huida. De acuerdo con el meticuloso ensayo de Jorge B. Rivera, “el género parece ser –a despecho de la bibliografía que lo agobia– un venero inagotable”.

 La sustancia de la literatura gauchesca, en palabras de Josefina Ludmer, surge de la relación entre voces oídas y palabras escritas. Son autores de culto que se nutren de lo popular. Lentamente, empieza la gauchesca a configurarse como estética hacia fines del siglo XVIII. Y a comienzos del XIX, se consolida el género con las obras de Bartolomé Hidalgo: entre 1821 y 1822 se dan a conocer Diálogo, Nuevo diálogo y Relación. Allí bala el germen de la literatura gauchesca. “Los cielitos y diálogos de Hidalgo son la única revolución auténtica que puede señalarse en la historia de la literatura argentina”, especifica Eleuterio Tiscornia, uno de los investigadores más destacados del género.

Sin embargo, los primeros rasgos de ese gaucho que será protagonista de una extensa carrera literaria los perfila Hilario Ascasubi, en la primera edición de su obra Santos Vega o Los mellizos de la flor, en 1850. Una especie de ars poética esclarece el rol de esa voz que permanecerá genotípicamente en nuestra literatura: “Deje que allá el dotoraje/ se pronuncie en lo profundo/ que los gauchos en el mundo/ tenemos nuestro lenguaje”. La voz real del gaucho ingresa en la lírica.

Horacio Jorge Becco, en un artículo publicado en La primitiva poesía gauchesca anterior a Bartolomé Hidalgo, enumera con claridad el proceso hasta llegar a Martín Fierro: “Hidalgo adelanta su figura de precursor y presenta los temas que serán preocupación auténtica en los continuadores: Hilario Ascasubi, demorado en los acontecimientos civiles e históricos, sobrellevando las angustias lógicas de nuestra organización nacional; el fresco iluminado que nos deja Estanislao del Campo, haciendo narrar a un gaucho sobre la representación lírica del Fausto; la obra cumbre de José Hernández, quien pone en labios de un payador el largo relato de un gaucho que a su vez simboliza un pueblo, una clase social, un destino. En suma, de Hidalgo parte el desarrollo posterior de la literatura gauchesca”.

Pero hay que aclarar mansamente que quien dice “no es raro que a uno le falte/ lo que a algún otro le sobre” es el personaje payador a través de la pluma de Hernández, el autor verdadero. “A diferencia de los payadores, cuyas armas son puramente orales y mnemotécnicas –explica Rivera–, los autores gauchescos escriben para el cajista, y tienen tras de sí los aportes de su formación letrada, que les ha permitido el acceso a modelos artísticos, a preceptivas, cancioneros, vocabularios, etcétera. En tanto que el cantor de folko el payador se inclinan a crear o conservar temas humanistas prestigiosos, el autor letrado prefiere los temas rústicos, apoyándose en el conocimiento, real o libresco, del área folk.”

Finalmente, lo genuino emerge del barro de la historia y de la palabra salvaje del poeta.

Escrito por
María Malusardi
Ver todos los artículos
Escrito por María Malusardi

A %d blogueros les gusta esto: