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Caras y Caretas

           

El artista que retrató la cultura popular

Padre de personajes entrañables, como Juanito Laguna y Ramona Montiel, el pintor rosarino incorporó temas como el tango y el fútbol y supo denunciar en su obra el paisaje urbano empobrecido y la desolación de la miseria. Formado en Europa, tuvo influencia del surrealismo y fue un innovador no sólo en la tela sino también en el collage y en el muralismo.

La cultura popular no entró en el radar del arte argentino sino hasta los 60, cuando la generación pop tomó por asalto el almacén de los consumos de las capas medias para resignificarlos como un arte de la realidad contra las formas consagradas como artísticas. El fútbol, que había conocido una década de gloria paralela al tango en la década de 1940, no formaba parte del repertorio visual de nuestros pintores, así militaran en la vanguardia más radical (como los Madí de Gyula Kosice) o en el costumbrismo (ni siquiera el masivo Molina Campos los tematizó). Fue Antonio Berni, en cuyo estilo se traficaban influencias de las vanguardias en sintonía con genealogías de la figuración, quien puso el ojo en foco y fundió en la ficción de la pintura al Club Atlético Nueva Chicago (1937) y Team de fútbol (1954). Al mismo tiempo, estaría plasmando hacia 1943 el primer intento de un artista argentino moderno por dejar testamento iconográfico de la orquesta típica, la formación con la que el tango se impuso como música de baile y signo identitario del remolino migrante sobre el que Buenos Aires se constituyó como metrópoli. Fútbol y tango parecen dos anatemas de esas mismas bellas artes que consagraron a Berni como pintor; sin embargo, desde su lugar de iconógrafo, el maestro rosarino se ocupó de los dos: incluyó a Gardel en uno de los grabados de su serie “Ramona Montiel” (sólo David Lamelas, un artista mucho más joven de la generación Di Tella, se atrevió con el rostro del Zorzal) y el otro personaje de su serie narrativa, Juanito Laguna, puede ser leído como criatura espejo del argentino más universal. ¿Borges? No, el que fue despedido con una procesión multitudinaria que desafió los rigores de la cuarentena en 2020.

JUANITO Y DIEGO, UN PARALELO POSIBLE

Hay que detenerse en estas representaciones de la cultura popular hechas desde el arte alto. Club Atlético Nueva Chicago, de un aire metafísico que representaba la estética de entreguerras conocida como “retorno al orden”, estuvo poco tiempo en su casa taller de Caballito y pertenece a la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) desde principios de los años 40, aunque rara vez lo exhiban. Team de fútbol, de registro menos onírico, es acaso menos sugestivo pero anticipa una coincidencia que hoy se vuelve ineludible. Forma parte de un conjunto que le es inspirado por los chicos que veía en sus regulares viajes a Santiago del Estero, en los que alternaba visitas a Río Hondo con un pormenorizado reportaje del proceso de desforestación y migración interna producto de la tala del quebracho. Es en el desarrollo de esa serie que Berni comenzó con los bocetos de su futuro personaje hacia 1958. Las primeras obras sobre Juanito Laguna, un villero del Bajo Flores, empezó a producirlas durante 1960, y se mostraron por primera vez en la galería Witcomb el 8 de noviembre de 1961. Diego Armando Maradona, un ignorado bebé de Villa Fiorito, al otro lado del Riachuelo, había cumplido entonces un año y una semana. Desde entonces llevarían una vida casi paralela: el niño real, el de Fiorito, de juvenil cebollita a campeón del mundo y mito viviente del fútbol y la cultura popular mundial; el de la ficción, el del arte, el del Bajo Flores, de fetiche del pop lunfardo, el Nuevo Cancionero y el Nouveau Réalisme francés a integrar ambientes palaciegos en colecciones privadas y públicas. Juanito –en el que Berni proyectó una infancia con privaciones, pero sobre todo las fisuras del modelo desarrollista en Latinoamérica– y Diego son ídolos de barro, sí, pero porque salieron de la vida más dura que pudiera vivirse en las orillas de Buenos Aires para ser consagrados en el arte y el deporte como hitos que el mundo reconoce como algo único, irrepetible.

Más aún, acaso la vida de Diego, dentro y fuera de la cancha, haya sido una extensión de la saga de Berni, que quedó trunca con su inesperada muerte, en octubre de 1981, cuando el futbolista ya era el 10 de Boca Juniors y lo llevó a ganar el campeonato metropolitano sacándole un punto de ventaja a Ferro Carril Oeste. Del mismo modo, la conformación de Maradona en algo más que una estrella de fútbol se fue dando in crescendo mientras el mercado del arte terminaba por aceptar a una criatura villera en una curiosa inversión de clase. Es cierto que el despegue internacional de Berni empezó con su serie de grabados en la Bienal de Venecia de 1962, pero recién fue en los años 90 cuando las obras de la saga se volvieron trofeo para los coleccionistas, y los Juanitos que habían quedado arrumbados en el taller de Lezica y Rawson, en el barrio de Almagro, pasearon por Sotheby’s y Christie’s disputados por Amalia Fortabat y Eduardo Costantini. Contemporáneos, el cebollita de Fiorito y el niño dickensiano del Bajo Flores parecen moldeados en esa zona limítrofe de arte y vida que los años 60 ejecutaron como plan maestro. En Juanito, los materiales nobles de la pintura fueron reemplazados por los desechos industriales y la materialidad propia del hábitat sumergido de la orilla del Riachuelo (chapas y maderas quemadas, detritus del consumo). Las piernas de Diego, maltratadas hasta el hartazgo por defensores sicarios acá, en Barcelona, Nápoles y los mundiales, estaban hechas de esos materiales y de esa misma narrativa. Sin que Berni lo sospechara, Juanito fue maradoniano y Maradona fue berniano, aunque quizá no haya visto una sola de sus obras. Aun así, nadie hubiera merecido más que Maradona tener colgado un Juanito Laguna en alguna de las paredes de las lujosas casas que habitó siendo star. Ya de esos donde se acercaba a un gótico de extramuros (el Retrato de Juanito Laguna que el visionario Guido Di Tella le compró en Witcomb en 1961) como los xillocollages, donde se lo podía ver pescando (adelantando fotogramas de Crónica de un niño solo, de Favio), o los de fines de los 70, donde un Juanito adolescente se parecía cada vez más al Diego que se preparaba para debutar en la primera división de Argentinos Juniors. Eso también fue en octubre (como el nacimiento de Diego, en 1960, y la muerte de Berni, en 1981), mientras el rosarino revolvía las calles de Manhattan para crear en una habitación del hotel Chelsea los Juanitos que en las marcas del collage anticiparían los productos de la futura góndola menemista en la fiebre convertible o Plata Dulce 2.0.

Tango, fútbol, desarrollismo, desforestación, migración, menemismo. Para poner en juego esta coincidencia entre dos villeros que saltaron los rigores de la estigmatización social, la obra de Berni parece, lo hace, atravesar toda la peripecia argentina. Más aún, si este juego de gemelos (el del museo y el de la cancha) es posible, es porque ningún otro artista visual del siglo XX ha sido capaz de conjurar el complejo ADN cultural-estético de este país. Nadie como Berni pudo poner a la pintura en ese lugar donde las experiencias argentinas se resuelven en imágenes al mismo tiempo fijas, pues fueron producidas en un tiempo, y móviles, pues fueron capaces de ser reusadas y vueltas a poner en circulación más allá de la zona de confort de las bellas artes, casi como memes. No hay en ese sentido mayor ejemplo que su obra Manifestación (1934), cuyos rostros compuestos a partir de fotografías durante los años de la depresión pos-1930 en Rosario se adecuaron a la mishiadura posdefault de 2002 al punto de que lo que se veía en la calle (rostros sin rumbo, siluetas del agotamiento) se continuaba en esa obra que el Malba sigue exhibiendo como uno de sus símbolos. El museo podía pensarse entonces como un descanso del paisaje social enfurecido, pero bastaba acercarse a Manifestación para que la calle trepara sus paredes puestas a salvo en una de las manzanas más caras de Buenos Aires. Es que con Berni no hay remanso posible. Bien lo había dicho Federico Klemm, pocos años antes de la debacle: “Un buen Berni es el que te rompe el living”. El extravagante mecenas dio en el blanco, bastante más que toneladas de papers académicos pasados de sociología e historiografía del arte. Desde una lógica über burguesa expresaba esa inadaptación con la que Berni había resuelto su paradigma estético-ideológico en los brazos de un enemigo necesario para vivir.

UN TIRE Y AFLOJE CON EL PODER

Las contradicciones argentinas parecían salpicar a Berni tanto como los restos de pintura que se adivinaban en sus corbatas chillonas en la segunda mitad de los 70, pero, volviendo al Dios Diez, la obra no se manchaba. Si a la vuelta de la vida había decidido representar la iconografía religiosa siendo un filo-comunista ateo, lo hacía para enmascarar los horrores de la represión ilegal en Cristos y Magdalenas. No estaban ahí los estigmas del relato cristiano, sino las marcas de la picana eléctrica, como los centuriones romanos habían sido reemplazados por la policía militar en las representaciones bíblicas que dejó estampadas como murales en la capilla San Luis Gonzaga de Las Heras, Buenos Aires. Con esas obras sacras en manos de un ateo marxista-freudiano-surrealista, Berni dejó expuesto el vía crucis argentino de la segunda mitad de los 70, aunque el siniestro Massera hubiera querido (y creído) apropiarlo al facilitarle el retoque de su parte en los murales de las Galerías Pacífico en 1977. Oscureciendo a Spilimbergo, Castagnino, Urruchúa y Colmeiro, todos ya muertos entonces.

Esas relaciones de tira y afloje con el poder aparecieron muy pronto en su vida. Pintor prodigio a los 15 años, es el Jockey Club de Rosario el que se encarga de financiarle su viaje de perfeccionamiento a Europa en el estilo educativo de la Generación del 80, en 1925. Pero el joven Berni no vuelve como lo que se espera. Tras un paso rasante por España, recala en París en los mismos años de la consagración del tango, para absorber como una esponja las vanguardias estéticas y políticas. Si esperaban a un sucedáneo de Fader tuneado por la Academia europea para tener mejores retratos y paisajes, lo que volvió fue un soldado más del pelotón surrealista consagrado a romper la imagen del arte. Es ese el primer movimiento de ajedrez en el que empieza a formular una estética propia, argentina. Lo anticipa en una obra como La torre Eiffel en la Pampa, en la que trasplanta el símbolo parisino al vértigo horizontal de la Pampa gringa invirtiendo las categorías de centro y periferia, o en la pintura-collage Susana y el viejo, donde retoma un tópico renacentista yuxtaponiendo a los personajes bíblicos los rostros de Rita Hayworth (en el lugar de la vestal bañista) y Leopoldo Lugones, el padre cultural al que había que matar. La reducción argentina del canon clásico (y es aquí donde Berni hace de Borges porque todas las imágenes de Occidente están para ser usadas) se completa cuando lo que Tiziano había pintado pasa por Berni incorporando a Hollywood y al poeta nacional para terminar resolviéndose en el cine en la adaptación que Armando Bo haría de El trueno entre las hojas (Roa Bastos), con Isabel Sarli ocupando el lugar de la vestal Susana, espiada no ya por los viejos sino por lascivos hacheros. Es en estas transacciones iconográficas donde Berni juega su papel de maese del ADN cultural-estético argentino. Su interpretación de un tema clásico pone en órbita una forma que terminará en el cine (que, como la fotografía, desciende de la pintura) y que volverá a sus manos en la forma de Ramona Montiel, el personaje que estrena en París en 1963. Leída por la corrección política y la moral de izquierda (que Berni fomentaba en su discursiva textual antes que plástica) como una denuncia de la prostitución, se oculta la dimensión erótica profunda de toda la producción de Berni. Basta seguir la saga para ver cómo las Ramonas se van empoderando hacia los 70 para mostrarnos su capacidad de corromper al poder o, mejor, de exponerlo en su matriz corrupta. Dicho en una carta que Berni le escribe a Rafael Squirru poco después del resonante triunfo en Venecia, Ramona Montiel viene a ser la yuxtaposición de “Milonguita”, un mitologema del tango vieja guardia, y Marilyn Monroe. Su idea de trabajar sobre la rubia modélica es contemporánea a la de Andy Warhol, aunque las formas y motivaciones fueran bien distintas.

De nuevo, Berni encuentra una formulación argentina a los problemas del arte. Si un arte mural a la mexicana era imposible en un régimen conservador que no entregaría sus paredes a los artistas de izquierda, obras como Manifestación o Desocupados explorarían dimensiones inusitadas para el cuadro burgués. En Ramona lo que hay es una representación desviada del pop. Ese viaje de Marilyn a la milonga le sirve para crear un personaje que es arquetipo de la ensoñación porteña con París, una formulación crítica sobre la identidad realizada desde sus propias entrañas. Porque él también ha sido un argentino en París (lo seguirá siendo cuando instale su taller junto a Le Parc en el pasaje Cité Prost), pero uno que ha entendido cómo resolver ese síntoma en imágenes. Ramona, la costurerita que dio el mal paso, respira a partir de materiales de la Belle Époque que Berni rastrea en el mercado de pulgas y las ebanisterías parisinas. El proceso creativo es el mismo que en Juanito Laguna, pero la materialidad es muy otra. También está compuesta de descartes pero estos no están en un presente asimétrico que los arroja al barro sino en esos mercados donde el pasado sobrevive como fetiche: Berni va a París a componer a Ramona con los materiales de la ensoñación porteña. Es tantísimo más compleja la idea de la replicación del rostro por Warhol, como la de la reducción de la saga a la explotación sexual. Con Ramona, Berni se aproxima a otro modernista irreductible de la cultura argentina: Astor Piazzolla. Los dos realizan el mismo trabajo (siguiendo una idea de Martín Kohan) de vanguardizar la tradición. Piazzolla no quiere que el tango muera sino que sea nuevo; Berni no apuesta a la muerte de la pintura pero sí a expandir sus límites. No es raro que los dos reciban reproches parecidos. A Piazzolla se le dirá que lo suyo no es tango, mientras que, aun amparado en la vanguardia ditelliana, los Monstruos (el inconsciente de Ramona) que Berni presenta en su retrospectiva de 1965 causarán rechazo y resquemor en quienes lo seguían como un pintor virtuoso, neoclásico. Al fin, el tango-canción de “Balada para un loco” y “Chiquilín de Bachín”, Juanito y Ramona van a coincidir en esa atmósfera de pop lunfardo que había sido definida por el crítico francés Pierre Restany para caracterizar la producción de Buenos Aires de mitad de los 60. La idea, el nombre, es mucho más abarcativa de la experiencia cultural argentina de esos años y escapa a la producción de la nueva generación para englobar un cosmopolitismo acriollado: de La Menesunda a los blues de Manal; de El Eternauta a Hijitus, y de las canciones y pinturas de Jorge de la Vega al cine de Favio. Berni y Piazzolla están ahí contiguos al punto de que el “Chiquilín de Bachín” de Ferrer es un Juanito pasado de la imagen al texto y de que un Juanito de Berni de 1964 fuera renombrado “Chiquilín de Bachín” tras la salida del disco (obra que este año se vendió en 100 mil dólares). Más aún: Piazzolla terminaría retratado por Berni en Roma en 1975, y ese Astor que fue exhibido en la misma muestra en la que el rosarino presentó la versión definitiva de Orquesta típica, rodeada de otros retratos de cantantes populares (Palito Ortega, Mercedes Sosa, César Isella, Amelita Baltar, entre otros), sería reclamado mucho después por Máxima Zorreguieta como regalo de bodas, mientras “Adiós Nonino” sonaba en representación de su padre ausente, reprobado por los Países Bajos por su pasado como funcionario de Videla. El Astor de Berni, de todos modos, nunca llegó a la Casa Orange y permanece en la colección familiar.

Tales son las peripecias de la obra cuando un iconógrafo como Berni disuelve su mirada en el tejido sociopolítico del país. Pueden ser reclamadas por una futura reina como por un rey plebeyo y, al mismo tiempo, patricio. Así es cómo Manifestación se actualizó en la tapa de Oktubre, el segundo álbum de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y de ahí pasó a los trapos del fútbol. No hay registro de otra obra clásica, canónica, del arte argentino que haya seguido ese derrotero hacia la contracultura y la cultura popular. Acaso porque el mismo Berni ya la había pintado antes, cuando en la obra Los indiferentes (1970) representó a Tanguito en plaza Francia tomando como fuente una fotografía de la revista Así que publicaba el diario Crónica (contra todo su halo disruptivo, el arte contemporáneo se revela estrecho cuando una fotógrafa impugna una pintura basada en su imagen en un concurso).

Lo mismo pasó cuando en plena disputa del kirchnerismo con el campo, Elisa Carrió se mostró abanderada de la causa terrateniente dirigiéndose a su platea desde el Museo Sívori con la obra Chacareros (parte de ese período de cuadros murales del 30) como telón de fondo. Malentendido absoluto, la pintura de Berni había estado ahí por el Grito de Alcorta visibilizando a la mexicana a un sector subalterno en pugna con la elite arrendataria. La cadena del ADN puede romperse y sus imágenes vuelven distorsionadas, es así.

HECHO EN ARGENTINA

Berni también ha sido marca argentina en el mercado, aunque sus precios internacionales entraron en retirada luego del boom de los 90, en una mezcla de falta de estrategia para sostenerlo y el débil acompañamiento institucional de la Argentina para sus artistas de bandera (comparado con el trabajo sostenido de mexicanos, brasileños y uruguayos). Sin embargo, este año, Juanito dormido superó la barrera de los 400 mil dólares en una subasta internacional colocando la primera obra del villero del Bajo Flores en el top ten de Berni. No deja de ser revelador que este regreso del rosarino a cierto nivel de mercado haya sucedido mientras en la parte exterior de la cancha de Argentinos Juniors se fuese construyendo una suerte de santuario popular y galería a cielo abierto que hubiera deleitado a Berni (su instalación La difunta Correa así lo prueba). Más aún, hay ahí una pared con un Maradona cuyos rasgos encuentran eco en los Juanitos de fines de los 70: increíble pero real.

Y es que Juanito y Maradona son contemporáneos, vienen del fondo social argentino (que parece no tener fondo) y trascendieron el arte y el fútbol. Se volvieron mitologemas a los que se usa para explicar cosas. Sí, este es también el país de Juanito Laguna y de Diego Armando Maradona. El de un personaje de la ficción (¡qué importa que Berni no escribiera libros: si su obra es pura narrativa!) y otro real que el universo decidió hacer nacer casi al mismo tiempo y casi en el mismo lugar. A los dos les han escrito y cantado poetas y trovadores: Armando Tejada Gómez, Mercedes Sosa y César Isella hicieron canciones para Juanito; Andrés Calamaro, Rodrigo, Manu Chao y Los Piojos para Diego. ¿Qué otro personaje de la pintura argentina tiene canciones populares escritas y grabadas en su nombre? ¿Cuántos otros jugadores de fútbol fueron a parar a un estribillo pop? Son únicos. Juanito sobrevive a Maradona porque está hecho de una materia que trasciende el tiempo, pero la muerte no acaba con el mito. Y la sobrevida de Berni no se cifra tanto en las multitudes que vuelven una y otra vez a sus muestras antológicas sino en esas apariciones inesperadas. De pronto, un noticiero transmite imágenes del cambio de gabinete en el Palacio San Martín. Para quienes cubren y para quienes están en el piso, el asunto pasa inadvertido, pero al fondo de la escena se advierte una obra colosal: El mundo prometido a Juanito Laguna. Es un collage gigante al que al paisaje de la villa se le ha sumado en el horizonte un hongo atómico de papel glasé. No es decorativo en absoluto. Berni, otra vez, está rompiendo el living. ¿Qué mundo les vamos a prometer a esos chicos que, de a uno, dan ese porcentaje dantesco por debajo de la línea de pobreza? ¿Cuándo dejará Berni de ser tan actual para volverse un objeto de museo sin contacto rabioso con el presente argentino? Ojalá que sea pronto, porque tanta presencia a veces vuelve la contemplación estéril. Cuarenta años deberían ser mucho pero no son nada cuando las cosas que vio Berni siguen presentándose ante nuestros ojos como cuentas pendientes.

Escrito por
Fernando García
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