El arte siempre se adelanta a las grandes manifestaciones sociales y políticas. Y en la Argentina, sucedió con el fenómeno cultural de resistencia Teatro Abierto, que a partir de 1981 desafió a la última dictadura cívico-militar y fue el prólogo de lo que vendría no mucho después: la caída del régimen represivo y la democratización de la cultura.
Roberto “Tito” Cossa, uno de los muchos dramaturgos que crearon aquel ciclo del que se cumplen 40 años, dijo a Caras y Caretas que se trató de “un hecho político más que una manifestación artística” y que no había vivido nada “tan emocionante como aquella experiencia”.
En un contexto de profunda crisis política y social, agravada por el plan de ajuste impuesto por el gobierno de facto y con el aparato represivo en pleno funcionamiento, Teatro Abierto constituyó una inesperada fuerza de resistencia: unas 250 personas -entre escritores, directores, actores y técnicos- le demostraron a un país entero que la unión, la organización y la solidaridad eran la única manera de enfrentar la censura, las listas negras, el miedo y el poder de la Junta Militar, que empezaba a resquebrajarse por conflictos internos.
Muchos artistas habían optado por irse del país tras haber sufrido amenazas y persecuciones. Otros se quedaron, pero sus voces eran silenciadas de manera velada porque algunos autores y actores no podían estrenar sus obras en los teatros oficiales y los empresarios privados, por temor a represalias, tampoco los convocaban.
Sin embargo, hubo dos hechos determinantes, recuerda Cossa, que “impulsaron a pensar en algún tipo de respuesta”: las declaraciones del entonces director del Teatro San Martín, Kive Staiff, quien ante una consulta periodística dijo que en las salas oficiales no había puestas de dramaturgos argentinos porque “no existían” y la eliminación de la catedra de Teatro Argentino Contemporáneo en la Escuela Municipal de Arte Dramático (EMAD).
Osvaldo Dragún (1929-1999), reunido con otros dramaturgos, propuso crear una serie de obras eróticas pero la idea se fue transformando y surgieron 21 piezas con trasfondo político, escritas especialmente para la ocasión. Entre ellas, estaban las ya clásicas Gris de ausencia, de Cossa; Mi obelisco y yo, de Dragún; For Export, de Patricio Esteve; Decir sí, de Griselda Gambaro; Lejana tierra prometida, de Ricardo Halac; Tercero incluido, de Eduardo Pavlosky y El nuevo mundo, de Carlos Somigliana.
Finalmente, por cuestiones de organización, se estrenaron veinte, tres por día, durante ocho semanas. Así nacía Teatro Abierto, una propuesta revolucionaria en la que escritores, directores, actores, escenógrafos, vestuaristas e iluminadores trabajaron ad honorem para alzar su voz.
El Teatro del Picadero ofreció su espacio y las funciones comenzaron el 28 de julio de 1981, a sala llena. Se habían puesto en venta abonos para ver todas las obras, con un valor simbólico, que equivalía a la mitad del costo de una localidad de cine. Pronto se agotaron y como las entradas no eran numeradas, la gente hacía fila desde el mediodía para asegurarse una butaca.
“Fue el primer grito político en la época de la dictadura, cuando todos los políticos estaban debajo de la cama. La gente esperaba que alguien reaccionara”, afirma el actor Ricardo Díaz Mourelle, quien actuó en la obra El nuevo mundo tras ingresar en reemplazo de Adrián Ghio, que trabajaba en un canal de televisión y, como otros actores, había sido amenazado sutilmente cuando se descubrió que integraba el proyecto de Teatro Abierto.

La primera semana de funciones tuvo un éxito total, inesperado hasta para sus organizadores. Pero la madrugada del 6 de agosto, mientras Frank Sinatra cantaba en el Hotel Sheraton y los actores de Teatro Abierto cenaban en un restorán de la avenida Corrientes, un comando paramilitar incendió el teatro. Díaz Mourelle todavía recuerda la expresión en el rostro de Luis Brandoni, cuando ingresó corriendo al local y gritó: “¡Están incendiando el Picadero!”.
Ese episodio “impensable”, dijo Cossa, les hizo tomar conciencia de la dimensión histórica de aquella propuesta artística y no dudaron en seguir adelante. Tras el impacto inicial, organizaron una convocatoria en el Teatro Lassalle –entre el público estaban el escritor Ernesto Sábato y el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel– a la que acudieron 800 personas y mientras discutían los próximos pasos, llovían telegramas de adhesión del ámbito de la cultura y de distintos sectores de trabajadores. En el encuentro, Dragún comentó que 19 teatros habían ofrecido su espacio para continuar con el proyecto, entre ellos el Tabarís, en aquel momento “el” espacio de la farándula en la calle Corrientes, al que eligieron por ovación ya que les otorgaría más visibilidad.
Las funciones, repletas, continuaron en ese teatro hasta el 28 de septiembre y convocaron a 25 mil espectadores durante dos meses. Si bien la experiencia se repitió hasta 1986 –excepto en 1984–, no tuvo la efervescencia ni la repercusión de la primera edición. Al parecer, con la llegada de la democracia, el ciclo fue perdiendo fuerza. Pero en el contexto político del 81, esas obras que hablaban de alienación y de la pérdida o la búsqueda de identidad de un pueblo sometido a un asfixiante control represivo conformaron un teatro en estado de urgencia, con una fuerza arrolladora y una ética de resistencia que persisten en el teatro independiente contemporáneo.
“El público aplaudía de tal manera que te dabas cuenta que no era sólo por las obras, que eran muy buenas, se trataba de una especie de adhesión a nuestro grito”, rememoró el autor de Gris de ausencia, basada en testimonios de argentinos que vivían en el exilio y añoraban volver al país.
Teatro Abierto rescató el poder de lo colectivo, el espíritu de reunión –característicos del teatro– en un momento histórico en que las letales políticas represivas incitaban al aislamiento. Y lo hizo a través del arte, que no es otra cosa que la invención de nuevas formas de vida. Ese encuentro festivo para hacerle frente al temor, al desánimo y a la censura, que el artista y sociólogo Roberto Jacoby definió entonces como una “estrategia de la alegría”, se propagó por todo el tejido social y fue su mayor triunfo.
Primero alentó a otros artistas a crear sus propios ciclos “abiertos”: la danza, la música, la poesía, las artes plásticas y las letras se sumaron a esa ola para establecer un diálogo crítico con el público. En 1985, la experiencia teatral salió a la calle, se replicó en el interior del país y en distintos puntos de América Latina, unida en un grito común contra las injusticias. Y por primera vez, gremios y asociaciones artísticas salieron juntos a la calle para pelear por sus derechos.
“Dedicábamos todo el día a Teatro Abierto. Además de los ensayos, armábamos las escenografías y los vestuarios. No sé si eran las ganas de hacer que nos motivaban, pero no teníamos miedo porque estábamos juntos”, afirmó Díaz Mourelle sobre aquel movimiento estético que devino en un caudal de rebeldía irrefrenable. Esa energía avivó también el fuego sagrado en el público, a su vez silenciado: comprendió que el goce del teatro y la celebración de estar reunidos en ese espacio mientras afuera arreciaba el horror era, sin duda, un acto político.