A más o menos nueve leguas de Salta está la estancia donde nació Martín Miguel de Güemes. Magdalena Goyechea, su madre, hubo de detener su marcha y parir donde encontró refugio. Dio a luz y al día siguiente se fue a su casa. A caballo, dicen. Así eran las mujeres de entonces.
Era una señora de autoridad: alta, esbelta, arrogante, con la cabeza echada hacia atrás. Después de sus diez partos perdió la figura, pero igual montaba como cuando joven.
La llamaban “la Tesorera” porque era la esposa del tesorero de la Real Hacienda. Su casamiento, a los quince años, no fue por azar: respondía a una cuidadosa política de alianzas matrimoniales de la elite provincial. Un funcionario tildaba de “los infinitos” a los Goyechea, porque eran una vasta red de intereses de noventa y seis parientes del más alto nivel.
Aun así, la ilustre dama era ferviente partidaria de la causa revolucionaria. No por nada su último hijo se llamaba Napoleón, lo que erizaba a los realistas. Lo cierto es que apoyó como pocos al ejército gaucho. Ya la veremos en los entreveros posteriores a 1820, cuando murió el héroe gaucho.
Para seguir los rastros de las mujeres güemesianas, es prudente no ir todavía a Salta sino, más bien, a la finca La Cruz, a unas cinco leguas. Esos cerros cuyo único horizonte es el cielo son el escenario donde Martín y su hermana aprendieron la destreza de montar en pelo y compartir el mate con los peones.
Macacha tenía los ojos de un azul intenso. Inquieta, precoz; sabía leer a los cinco años, algo raro en una época en que algunos lo desaconsejaban para que las niñas no le escribieran a algún mocito inconveniente.
DIFERENCIAS DE CLASE
Por Salta era un vendaval. Las diferencias de clase eran todavía más acentuadas que en Buenos Aires. Y la guerra, permanente; entre 1814 y 1821, Salta fue invadida por los realistas en ocho oportunidades. Ocho veces hubo que echarlos.
Macacha dirigía a las espías que transmitían cada paso que daban los godos en mensajes cosidos en los ruedos de las polleras. No espiaban sólo las damas de la sociedad salteña, como Celedonia Pacheco de Melo o Juana Manuela Torino. También lo hacían las mujeres del pueblo llano.
Como aquella menesterosa que ofrecía “¡pan, calientito!” y que se sentaba en la entrada del cuartel enemigo cuando pasaban lista. No era muy diestra en eso de contar, de modo que tenía un método infalible: llevaba un morral con maíz y dos bolsitas colgadas de la cintura; cuando un soldado gritaba “¡presente!” metía un grano en la bolsita de la derecha, y otro en la de la izquierda cuando oía “¡ausente!”. No había mejor contabilidad para saber qué refuerzos llegaban desde Perú.
Aquella crianza entre los cerros hizo que Martín y Macacha se entendieran con una mirada. Fue una ministra sin cartera en la gobernación. Y no le mezquinaba el cuerpo a la guerra. Más de una vez se la vio arengando a los Infernales en un caballo con los mismos guardamontes de cuero.
LA MEDIACIÓN
Gauchear no es lo único que hacía. En la finca de su esposo, en Cerrillos, medió para que se reunieran su hermano y Rondeau, el prócer de las derrotas.
Como fuere, firmaron el Pacto de Cerrillos que hizo posible que la guerra gaucha afirmara la frontera norte. Sin la protección de aquellas montoneras no se hubiera podido declarar la Independencia ahí nomás, en Tucumán.
Pero Salta era un vendaval. Encima, nostálgicos de “la antigua disciplina y costumbres”, querían volver al orden, al viejo orden. Paradójicamente, se autodenominaron la “Patria Nueva”. Macacha, su madre Magdalena y sus sobrinas Cesárea y Fortunata crearon la “Patria Vieja”, que de vieja no tenía nada.
Siete meses después del fallecimiento de Martín, las detuvieron. Así empezó la Revolución de las Mujeres. El gauchaje se sublevó y saqueó la ciudad. La “madre del pobrerío” no se tocaba.
La historia oficial pontifica que detrás de cada hombre hay una gran mujer. Pero, en verdad, en aquellos tiempos turbulentos las mujeres estaban al lado, no detrás. A la par.
“Todas las sediciones y revoluciones ocurridas en Salta desde comienzos de la guerra –declara Bernardo Frías– fueron hechas por mujeres que habían tomado la política como oficio propio de su sexo.” Como Macacha.
Ahora hay que andar más de veinticinco leguas, hasta la estancia de Los Sauces, en Rosario de la Frontera. Ahí hallaremos rastros de María Margarita del Carmen, la esposa de Martín. Supo ser bellísima. El pétreo brigadier Rondeau se deshacía cuando lo miraba con sus ojos azulísimos. “Carmen divina”, babeaba. Quién sabe cuánto influyó para que pactara en Cerrillos.
Al tiempo, los realistas tramaron tomarla como rehén con sus tres hijos pequeños. Un tío le facilitó el escape. “La Carmen escapó a Dios Misericordia caminando hasta Los Sauces…” Finalmente, llegó.
Se pasaba el tiempo asomada a los caminos esperando novedades. Hasta la noticia, fatal. A Martín lo hirieron de muerte y se había ido a morir en un catre bajo el cielo de una noche salteña.
Carmen no quiso vivir. Con una tijera mellada cortó su espléndida cabellera rubia, como si fuera una monja de clausura. Se cubrió entera con un largo velo negro. Cerró las cortinas para que no entrara la vida. Y se postró en un rincón. En esa posición, murió a los nueve meses y quince días del fallecimiento de su esposo. Tenía veinticinco años.