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Caras y Caretas

           

“ERA COMO UNA CELEBRIDAD UNDER”

La reconocida escritora Mariana Enriquez reflexiona sobre la obra de Pizarnik y revela las sorpresas que se encontró a medida que fue conociendo la vida de la poeta.

Al llegar Alejandra Pizarnik al mundo es sellada con un nombre cándido: Flora o Bluma (Flor, en ídish). Sin embargo, quienes la leemos participamos casi inevitablemente de cierta aura oscura. Mariana Enriquez explora en esta entrevista, a partir de su crónica “Vestida de cenizas”, aquellas características que acercaron a la poeta al malditismo del “fondo” presente en sus últimas palabras (“no quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo”) y en su última carta a Silvina Ocampo (“Te amo sin fondo”). Enriquez encuentra también matices más luminosos en Alejandra, ya que logra perfilarla a través de numerosos testimonios de amigos entrañables que dan cuenta, quizá, de detalles claroscuros que asombran.

–¿Qué te sorprendió de Alejandra?

–La percepción que tenían todos los que la conocieron. Está muy lejos la idea de la poeta torturada y reclusa. Era una poeta que tenía muchos amigos, salía mucho, era un personaje en las fiestas, viajaba. Yo esperaba un personaje tímido, quizá más recluido y no tanto un personaje tan público. Sin embargo, era como una celebridad under, pero no sólo under. Era una chica judía de Avellaneda que después, rápidamente, entró en el círculo de Girondo, y terminó siendo amiga de Bioy y de Silvina Ocampo. Eso me delata una ambición que me resultó bastante bienvenida e inesperada.

–En el imaginario literario ella trasciende con un halo melancólico, y sin embargo era dueña de un ingenio muy particular. ¿Cómo la podemos describir a través de la mirada de sus amigos?

–En general, decían que se divertían mucho con ella, que era muy graciosa, que jugaba todo el tiempo con el lenguaje. Eso por un lado, y por otro, que era un problema. Porque no sabía hacer nada, tenía una relación muy complicada con las cuestiones prácticas del mundo. Y eso empeoró muchísimo con los años, porque cuando uno es joven y con un círculo que te puede contener, socialmente hablando, tenés dónde caerte. Estás en un departamento medio destruido en París, pero están tus amigos que viven ahí, vienen y te traen cosas. Pero cuanto más adulto sos, más se espera que vos te puedas proveer solo. Además, ella era capaz de hacerlo porque ganaba becas, tenía contactos. Eso que era muy divertido empezó a ser para los amigos una especie de problema. Había que “hacerse cargo” de Alejandra, ellos sabían que eso formaba parte del trato de la relación.

–Ya que vos hiciste trabajos tanto de Silvina Ocampo como de Alejandra, me gustaría cruzar la relación de ellas, que era, hasta donde se sabe, erótica y platónica. Por otro lado, tenían algo en común que me parece muy importante puntualizar hoy desde una mirada retrospectiva de género: ambas expresaron ser víctimas de abuso en la infancia, Silvina en un cuento autobiográfico y Alejandra en un fragmento de sus diarios.

–Sí, creo que Silvina lo exponía incluso más. Su cuento es muy explícito, pero luego, además, hay otros textos, poemas largos donde lo vuelve a reescribir. Pero ella no hablaba de eso, y Alejandra tampoco. Está en su diario, medio escondido, y hay cierta lectura oblicua que podés hacer de algunos poemas. A mí en general no me gusta buscar autobiografía en la obra. Yo lo que pude recoger de la relación entre ellas es que todo el erotismo está basado en una carta de Alejandra a Silvina, que es una carta de amor, sobre todo. Los amigos de Silvina niegan la relación como erótica o sensual. Algunos dicen que Alejandra estaba obsesionada y se había imaginado toda esta cosa. Otros te dicen algo más sensato, que eran amigas y que había como una onda, pero que ellos nunca estuvieron en un evento donde estuviese claro que estaba pasando algo ahí. Fernando Noy es el único que me dice: “Sí, tuvieron una historia, me la contó Alejandra”, pero él no vio nada. Hay algo que tiene que ver acerca del silencio en esta cuestión, no tanto con la relación amorosa, sino con el suicidio. La gente que las conoció a ambas no tiene ganas de relacionar las dos cosas. Es muy aventurado y tienen ganas de respetar la cuestión.

–Me gustaría continuar ahondando en las miradas sobre Alejandra centrándonos en su familia, en aquella dicotomía tan fuerte con su hermana, quien encarnaba a la adolescente perfecta de los años 50 y respondía a una suerte de “corsé social” que sentenciaba para una mujer determinados requisitos ineludibles. ¿Podemos interpretar en Alejandra un intento de encajar socialmente cuando le propone casamiento a Juan Bajarlía?

–En esa época era muy chica ella. Todavía no había triunfado, no le había ido bien como poeta. Bajarlía era un hombre mucho más grande que ella y también era la puerta a un mundo poco convencional. Entonces sí, le propone casamiento a él, pero justo a él. No era un buen chico de barrio. Era un tipo al que le interesa el ocultismo, las vanguardias, la poesía esotérica. La bancaba en su carrera como poeta y quería ponerle plata. Yo no creo que fuese algo tan común en un hombre de esa época bancarle a su novia efusivamente su carrera de poeta y no de madre y ama de casa, incluso siendo un hombre intelectual. Los roles estaban mucho más congelados. Entonces sí me parece que hay un intento de apariencia de normalidad. Pero incluso si se hubiese casado con él, no hubiera sido una pareja muy convencional. Alejandra era una surrealista tardía. Y al mismo tiempo era una chica gótica antes de tiempo.

–Uniendo todos los puntos de esta historia, ¿por qué la podemos encuadrar o definir como una “poeta maldita”, más allá del amor que profesaba por Rimbaud y Baudelaire?

–Yo creo que el “malditismo” va cambiando con los momentos. En ella tiene mucho que ver con su final, con su enfermedad también. Y después por los temas, por la fascinación absolutamente mórbida por la muerte, por el texto La condesa sangrienta, que es erótico en el sentido de que hay una atracción por un personaje perverso que no es de ficción, que era una asesina real de mujeres. Ella expone todos los horrores, pero con muchísima belleza en el lenguaje que utiliza y también con cierta admiración. Y luego están los últimos textos, que son los obscenos, que están entre el delirio, la irreverencia y la destrucción de un lenguaje que ella había cultivado con cierta disciplina. O sea, cierta incorrección en su carrera como poeta, muy rápida, muy deliberada y muy radical. Nadie cita frases de la última parte de su obra, porque hay algo ahí un poco impenetrable, como si ella, al final de su vida, se hubiera cubierto con un manto negro y hubiera dicho: “Acá nadie entra”.

Escrito por
Giselle Zigante
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