En 2007, la Biblioteca Nacional adquirió 650 libros y revistas de otra biblioteca, la de Alejandra Pizarnik. Años después, su hermana Myriam donó otros 122 volúmenes y una valija llena de documentos cuya existencia se desconocía y que grafican un proceso de escritura que tiene las herramientas de la plástica. Evelyn Galiazo, directora de Investigaciones de la Biblioteca, es la encargada de custodiar e indagar en este tesoro lleno de marcas y subrayados en diferentes colores, intervenciones manuscritas, dibujos y collages que revelan tanto la prolífica labor de la poetisa como sus influencias, sus miedos, su sentido del humor. Es apenas un fragmento de la herencia material de Pizarnik, que iba a ser una muestra que la pandemia impidió, aunque sigue lista para encontrarse con el público. Hay más papeles de Pizarnik: buena parte de ellos están en la Universidad de Princeton, también en la Biblioteca del Maestro y algunos en Uruguay.
“Hay un fetiche en esto del contacto directo con el libro que perteneció a tal o cual persona, que fue tocado por sus manos –reflexiona Galiazo–, el libro como objeto individual que perteneció al escritor, que estuvo en contacto con todo su universo de sentidos sensoriales, su intimidad, y fue testigo de todos sus secretos y de su vida privada”.
–Así como un paleontólogo va siguiendo las huellas de un dinosaurio, ¿se puede reconstruir la evolución de un escrito?
–Esto es crítica genética. Marcar distintos estadios entre las versiones, con las tachaduras, las supresiones, los cambios que se van sucediendo en un manuscrito hasta adquirir la forma definitiva. Hay categorías: algunos son escritos prerredaccionales; otros, redaccionales (aquellos que el autor considera publicables), y otros que forman parte de la cocina del escritor y nunca tuvieron intención de ser editados. Cuando se adquirieron los primeros 650 volúmenes, yo presenté un proyecto de investigación para analizar todos los subrayados, las marcas, hacer crítica genética sobre otros trabajos publicados de ella. Yo hago un catálogo razonado copiando todas las anotaciones marginales, subrayados, etcétera de esos volúmenes. Es una herramienta de trabajo. Un investigador que quiere estudiar la influencia de Kafka en Alejandra Pizarnik, por ejemplo, puede ver en ese catálogo qué cosas subrayaba de Kafka.
–¿Lograste reconstruir la cadena de gestación de algún poema?
–Es como cuando dicen “tal palabra viene del indoeuropeo”, es una hipótesis a la que se llega estableciendo un recorrido entre distintos materiales, pero ese recorrido lo presuponés vos, puede ser más o menos verosímil. En el caso de Pizarnik, hay millones de versiones de cada texto. Ella era muy obsesiva con las correcciones. En muchos textos ella cuenta que piensa la escritura más relacionada con la pintura que con la música, la piensa visualmente, recorta las palabras y las pone como un collage. Eso aparece en sus papeles: se ve un interés muy marcado por la materialidad de la escritura. Es muy moderna, concibe la escritura como una relectura, un canon que se arma con las voces más encumbradas de la literatura internacional, con Kafka, con Cervantes, con los románticos y algunas cosas de la literatura argentina, como letras de tangos. También hay cosas que están como escamoteadas, que también forman parte de las estrategias de escritura, como el robo descarado a una cita de Lugones, que está subrayada en un libro de Lugones y la ves tal cual en un poema de ella. Y cuando lo leés, no decís que es de Lugones. Es un verso de ella. Pizarnik logra marcar la lengua, apropiarse de la escritura a través de la sintaxis.
–Hay ahí una suerte de obsesión por la palabra.
–Pizarnik corrige poemas de otros poetas e incluso traducciones de lenguas que no dominaba. Esto denota que lo que le molestaba era la sonoridad. Pone, por ejemplo, un sinónimo delante de una palabra porque le suena mejor. Era muy dura con la escritura de los otros, también con la de ella misma. A Anderson Imbert lo corregía bastante, podía hacer una reseña muy elogiosa de él, pero en la intimidad de ella con el libro, lo corregía. Incluso hasta a Silvina Ocampo, cuya escritura amaba.
–¿Qué encontraste de extraño o inesperado en su biblioteca?
–Todo lo que encontré me llamó poderosamente la atención, nada me dejó impávida. Una de las cosas que más me impactaron fue que había situaciones que no podía resolver, por ejemplo, la fobia a hacer trámites. Hay papeles en los que se ve que tomaba notas de lo que tenía que presentar para aplicar a distintas becas, que evidentemente le dictaban por teléfono, y ponía “no aguanto más” o cosas por el estilo. Después, hay muchos nombres de fármacos; todo un mapa de referencias, fascinante, sobre problemas de léxico, y también el puterío del star system de París de los años 60. En el diario también están pero muy depurados, acá tenés la materia prima en bruto. Podés ver también la roca de Sísifo que era para ella la escritura: la apropiación y la reescritura no eran algo que hacía fácil, alegremente, sino un trabajo de esclava de la lengua, de orfebre. Esa intensidad también está volcada en sus tachaduras y miles y miles de intentos hasta lograr la forma buscada.
–Ella misma contó que pegaba un papel en la pared en el que cambiaba palabras, y cuando no encontraba la adecuada, la reemplazaba por un dibujito.
–Su escritura tiene una fuerte impronta plástica. En los papeles de Pizarnik que están en Princeton se observa la intención material y plástica de la escritura en una construcción sumamente moderna del trabajo poético, de dibujar, cortar y pegar. Ahí está la influencia de algunos autores y pintores, como Giorgio de Chirico y Remedios Varo, que también estaban en la frontera.
–En la introducción del libro Diálogos, de Giacomo Leopardi, que está en la Biblioteca, ella escribió a mano: “Ingerir 10 tabletas de Luminal y leer La apuesta de Prometeo”. Llama la atención que ingiriera psicotrópicos para leer, como si tomara la lectura de una forma sensorial.
–Extremadamente sensorial. Me parece que ella estaba en una permanente situación medio narcotizada por el arte, incluso por la existencia. Su lenguaje es narcótico, funciona como un ritual a partir de la sonoridad de las palabras: “Es muro es mero muro es mudo mira muere”, un trabajo con el ritmo poético que te hipnotiza. Esta sería la dimensión sonora. También está la dimensión visual de trasponer a un medio lingüístico una imagen de un cuadro. Ella tiene el concepto de poema-visión, o sea, las visiones cristalizadas en poemas, y las visiones son como el efecto de un viaje. La visión tiene que ver con el ritual y con la percepción alterada. Eso se cristaliza en un conjunto de palabras que están vinculadas al embrujo.