“Yo puedo compaginar la inocencia con la piel. Yo puedo compaginar. Yo nací para mirar lo que pocos quieren ver. Yo nací para mirar…” (Carlos Alberto García)
De una lata de leche en polvo surge mi primera preocupación que me tiene estupefacta: que los pájaros se lleven el cordón de Brenda. Las latas están desparramadas por toda la cocina. Es una invasión de latas. Como Brenda. Adriana me dijo que las aves entrarían por la ventana de la cocina y se llevarían el cordón. También se llevarán a Brenda, me pregunto. No son menesteres para una niña como yo, me digo. El día que ella llegó, morí un poco. Los pájaros que vendrán a casa van arrebatar una parte de mi hermana. ¿Cuántos serán? No lo sé. Me aposté en la cocina para no perderme ese instante. Es mi única obsesión y tengo cinco años.
Bernardo no está. Supongo que estará trabajando. O duerme. Cuando está acá siempre lo hace. Y si está despierto está conmigo pero hace mucho que eso no sucede. O desde que Brenda cayó acá. O la trajeron. Ese día mis amigas le tocaban la cabeza como si fuese una especie de deidad o un amuleto. Yo contuve la ira. Creo que ya pasaron algunas semanas de la invasión de latas. Y encima hace calor y los carnavales lánguidos no nos dejan dormir. Brenda me trajo un juego de mesas y sillas rojas, de mimbre. Para no sentirme sola. ¿Ya les dije que me morí un poco desde su llegada? Apenas tengo casi seis años y ya sé lo que es la soledad.
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¿Es cierto que te moriste solo?
Junto a Eleanor, te rezo mi primera plegaria a nueve días de tu despedida fugaz con pueblo y balas de goma. La boca del estómago late. Lloro en el auto. Mi sien contra la ventana te pide un milagro. Estoy en un trance de fe, como cuando me tomaba el Espíritu Santo en los suburbios del sur, allá lejos en el tiempo. Ahora mi dios es de barro y alienígena. Y milagroso. “Es como una invasión extranjera alienígena y no tenemos las herramientas para combatirla”, recuerdo que Ceci dijo alguna vez. El enemigo infeliz sostiene su teoría con ahínco: somos extraterrestres. Fiorito, tu planeta, te rinde homenajes. El globo llora al barrilete.
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Los pájaros nunca aparecieron. El cordón se esfumó y Brenda se quedó en casa. Por fortuna, Mafalda y Joaquín hicieron su aparición salvadora y me enseñaron sobre derechos humanos y pichiruchis. Y que las injusticias y la sopa son palabras malas. Y que los Beatles peludos son magníficos. Y que están en las antípodas de la sopa y los infelices rancios. La piba de San Telmo hablaba sin tapujos de los pibes de Liverpool, cuando no eran épocas de despilfarrar ideas de mundos mejores.
A Joaquín no le gustaba Fidel, y a Fidel no le gustaban los Beatles, dicen. Tanto que los prohibió. Bailar es político pero en la isla ocurría el milagro de la revolución con Ernesto a la cabeza. Y Fidel ya tendría tiempo de arrepentimientos. En La Habana hay una estatua que recuerda a Lennon.
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Te moriste solo, Diego. Te fuiste el mismo día que tu amigo comandante entrañable. Mafalda nació en septiembre y Joaquín se fue en primavera. Nada va a cambiar mi mundo y lloro en soledad, suave y sin guitarras. La yerba buena siempre muere, che. O la matan a balazos. Ochenta habrías cumplido si no te hubiesen disparado cinco veces hace cuarenta años. Y a Guevara lo fusilan el día de tu cumpleaños. ¿Será cosa e’ mandinga y alienígenas?
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Tocar a Maradona es como tocar a los Beatles, pienso. Hablo en lenguas y estoy en trance. Mi dios flamante y plebeyo aparece en la melodía de McCartney. Y el tiempo es otro, el velo se raja y la tierra tiembla. Lloro amargamente y entonces escribo estas líneas intempestivas. El milagro está hecho: ya no estoy sola.