Hacía 102 años que no se vivía una pandemia como la que estamos sobrellevando. Fue en 1918 cuando la humanidad, que venía tremendamente castigada por la Primera Guerra Mundial, se vio azotada por la mal llamada “gripe española”, que, como sabemos, se originó en Kansas, Estados Unidos. Aquella tragedia dejó más de 50 millones de muertos. La cifra tuvo que ver con que gran parte del sistema hospitalario europeo, asiático y estadounidense se hallaba colapsado por los millones de heridos que había dejado aquella espantosa guerra interimperialista donde el cuerpo lo pusieron, una vez más, los que no tenían nada que ganar y todo que perder. La gravedad y masividad de la peste, que se llevó a celebridades como los pintores austríacos Egon Schiele y Gustav Klimt, autor de la inmortal obra El beso, y a los franceses Guillaume Apollinaire y Edmond Rostand, quien escribió Cyrano de Bergerac, y afectó a varios líderes mundiales, llevaron a que se revieran los sistemas sanitarios y se incrementaran sus presupuestos y su estructura. El caso más notable fue el de Gran Bretaña, que conformó un modélico sistema de salud pública que resistió al huracán neoliberal de la Thatcher.
La arquitectura se volvió más humana. Se comenzó a proveer de grandes ventanales a las casas y edificios públicos para que entraran la luz y el sol a los ambientes, se multiplicaron los espacios públicos y se promocionaron el deporte y las actividades físicas. Los laboratorios privados se lanzaron a una feroz carrera por medicamentos y vacunas.
La peste que nos toca está en pleno desarrollo, lo que nos impide sacar conclusiones, pero sí podemos hacer algunas observaciones. La primera es que encuentra a la humanidad ideológicamente peor que en 1918. En aquellos años, la idea de solidaridad, hermandad y del rol activo de los Estados se estaba consolidando luego del triunfo de la Revolución rusa y el temor a su contagio. Hoy, la exaltación fanática del individualismo a través de las redes y de los medios hegemónicos dificulta tareas otrora indiscutidas, como la vacunación y las restricciones necesarias para evitar contagios y muertes. Comunicadores muy lejanos a algo que pueda llamarse periodismo agitan cotidianamente, sin preocuparse por los argumentos, la constatación científica ni nada que se le parezca, inducen en cámara al uso de “remedios” de comprobada ineficacia y peligrosidad, apelan a una abstracta “libertad”. Nada de esto es inocente en esta ofensiva de lo que Maurizio Lazzarato no tiene dudas en llamar “neofascismo”, en su notable libro El capital odia a todo el mundo. La idea es debilitar el Estado y poner en duda los consensos básicos de la convivencia para fomentar una barbarie de sálvese quien pueda –y no caben dudas de quiénes cada vez pueden menos– y un saqueo de los presupuestos estatales en beneficio de las minorías mediático-financieras. El bajo nivel de estas expresiones, que antes espantaban a buena parte de sus destinatarios, hoy, por el contrario, les suma adeptos ávidos de, como decía el maestro Umberto Eco, noticias deseadas, aunque sean, y en su mayoría lo son, fake news. En nuestro país, el combate es muy desigual y desgastante. Los odiadores seriales que se oponían cerrilmente a la vacuna rusa hoy reclaman, sin que se les caiga la cara, la urgente llegada de la segunda dosis. Su ausencia de propuestas es suplida con acusaciones vanas y críticas a las medidas de aislamiento y protocolo que en los países que dicen admirar son mucho más duras y punitivas.
Las pestes, lo sabemos, sacan lo mejor y lo peor de los seres humanos. Este número de Caras y Caretas rescata lo mejor: el arte, la creatividad, lo que nos hace fuertes en medio de tanto desastre organizado.