Entre nosotros, el Diego es el autor de algunas de las no tantas alegrías que vivimos los argentinos. La de la mano de Dios metida en el honor de los ingleses, la del gol más lindo de la historia, la de los cientos de goles y pases mágicos inolvidables.
Es el Diego de Fiorito, el de la Tota y don Diego, aquel que horrorizaba con sus modos y sus ropas a los estúpidos de turno, aquellos que nunca lo quisieron porque tenía demasiado olor a pueblo. Siempre estuvieron deseando que le fuera mal, que se cayera, que le cortaran las piernas, que quedara demostrado para siempre que no era Dios sino un simple cabecita negra. Allí estaba Neustadt festejando su caída en el Mundial 94, porque Diego había osado definir al periodista del poder como a un “sanguchito de miga, porque siempre está al lado de la torta”.
Pero el resto de la gente se alegró y sufrió con él, lo bancó, lo acompañó como a los amigos, en las buenas y en las malas, porque es agradecido, porque tiene una deuda con el Diego que siempre está dispuesto a honrar. En un país donde la emoción se retacea por miedo al desengaño, los más remotos rincones se llenaron de altares con la foto del 10 y rezos por que no se les vaya también esa ilusión.
Hace unos años, el frente de la paqueta Maternidad Suizo Argentina, en el paquete Barrio Norte de la Capital, se vistió inesperadamente de pueblo, con amorosos mensajes, banderas, ruegos y cientos de cartelitos de apoyo, de afecto para un ser querido, el Diego. Las señoras y señores copetudos que no dudan en enchastrar las veredas con sus perritos de pedigrí se quejaban cotidianamente por lo fea que había quedado la entrada de la clínica, dejando en claro que ese espacio les pertenecía y que no querían “intrusos” que les cambiaran su particular estética. Otro tanto pasó cuando el Diego alquiló una casa en el “exclusivo” Barrio Parque. Pero nadie los escuchaba, estaban tan solos como siempre, como cuando eran más jóvenes y se indignaban con “esas cabecitas” que lloraban por “la Eva”.
Nunca entendieron a “este país”, ajenos a todo, al sentir popular, a la magia, a esa alegría indescriptible y a esa dignidad de dejar todo por la camiseta y la bandera. Las emociones populares los indignan y prefieren otras épocas, cuando la única emoción del pueblo era la tristeza profunda y el duelo producto del horror económico de Martínez de Hoz y el terrorismo de Estado de Videla, que a ellos los dejaba tan tranquilos y seguros. El Diego fue otra cosa, con sus defectos y contradicciones, el Diego es parte de nosotros, siempre estuvo con su pueblo, nunca fue de ellos. Esto es lo que durante su velorio y funeral horrorizó a algunos de nuestros “periodistas”, devenidos sommeliers de velorios, y asombró a corresponsales extranjeros de ricos pero fríos países europeos, que no entienden, que se olvidaron de los valores que no cotizan en Bolsa, valores de un pueblo fundido económicamente por los mismos de siempre, vaciado por los acreedores, pero rico y generoso con sus sentimientos para con quienes se lo merecen, quienes le han dado tantas alegrías sin pedirle nada.