¿Alemania unida otra vez? A Europa –con Francia y el Reino Unido a la cabeza– no le gustaba la idea. Habían pasado 45 años desde la derrota del nazismo; las heridas de una guerra atroz estaban casi olvidadas y el renacimiento de una Alemania unificada en el capitalismo les preocupaba.
Estados Unidos, en cambio, fogoneaba la idea. La caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 había sido un triunfo contundente sobre su rival ideológico, la Unión Soviética, y la desaparición de la comunista República Democrática de Alemania (RDA), o mejor dicho, su anexión por parte de la capitalista República Federal de Alemania (RFA) era otra gran victoria.
Aquel 3 de octubre de 1990, cuando entró en vigor la llamada “Reunificación”, el mundo observaba cómo se precipitaban los acontecimientos.
BOTÍN DE GUERRA
Después de la Segunda Guerra Mundial, el orden internacional había quedado absolutamente trastocado y dos potencias, ideológicamente antagónicas, EE.UU. y la URSS, se disputaban la hegemonía global. Alemania fue desde 1945 el epicentro de esa disputa.
Los países vencedores la ocuparon y se la repartieron: Alemania oriental quedó bajo la influencia de Moscú y la occidental, de Washington, que compartió el control con París y Londres. En Berlín se reprodujo la misma división sólo que esa ciudad tenía una anomalía: estaba enclavada en la zona de ocupación soviética, lo que la convirtió inmediatamente en el símbolo de la Guerra Fría. Durante décadas la humanidad temió que allí mismo se desencadenara la Tercera Guerra Mundial.
A pesar de que la propaganda occidental advertía sobre una posible invasión soviética, la historia demuestra que la iniciativa fue casi siempre de la Casa Blanca y el Kremlin respondía. En 1948, Washington incumplió los acuerdos de posguerra y devaluó el marco alemán sin avisar a Moscú, con lo cual José Stalin cerró la frontera y EE.UU. se vio en la obligación de realizar un puente aéreo desde la zona estadounidense de Alemania hasta Berlín occidental para transportar entre cuatro y nueve mil toneladas diarias de mercadería para abastecer a la población.
Poco después, en abril de 1949, EE.UU. creó una poderosa alianza militar, la OTAN, y en mayo incentivó la creación de la RFA con capital en Bonn. Como respuesta, en octubre de 1949, se fundó la socialista RDA con el reconocimiento de Moscú. En 1955, Washington incorporó la RFA a la OTAN y la URSS creó un tratado de cooperación militar del bloque socialista conocido como Pacto de Varsovia.
Lo que se conoce muy poco es que antes del 3 de octubre de 1990 existió una propuesta de reunificación alemana: la llamada “Nota de Stalin” del 10 de marzo de 1952. Ante el imparable crecimiento económico y militar estadounidense, el Kremlin propuso a Washington, París y Londres que Alemania fuera un único Estado donde estuvieran garantizados “los derechos del hombre y las libertades básicas, incluidas las de expresión, prensa, religión, ideas políticas y reunión”, con libre actividad de los partidos políticos, pero “neutral” e imposibilitada de unirse a cualquier alianza militar. La RFA rechazó la propuesta.
El punto máximo de tensión entre los bloques de poder y de ambas Alemanias se cristalizó con la construcción del Muro de Berlín por parte de la RDA el 13 de agosto de 1961. Para la prensa occidental, el “muro de la vergüenza” era el símbolo de la falta de libertad y opresión que se vivía en el Este comunista. Pero si miramos las cifras, constatamos con horror que hoy vivimos en un mundo infinitamente más brutal.
En 28 años (1961-1989), 41.000 personas cruzaron a Berlín Oeste y 136 perdieron la vida en el intento. Pero en el muro entre México y EE.UU., en diez años (sólo contabilizando los mexicanos), murieron 2.800 personas, según datos de la Universidad de California. Una proyección matemática indica que en 28 años las muertes mexicanas habrán sido más de 7.000 contra 136 de Berlín.
Cuando cayó el muro, fue obvio para todos que el mundo ingresaba en una nueva era. Para los alemanes, separados durante más de cuatro décadas, se abría además un universo de expectativas, temores, deseos y contradicciones.
UN PROCESO INCONCLUSO
Un balance, tres décadas después, permite constatar al menos dos puntos. Uno: la narrativa occidental de una unión entre iguales para un mundo mejor nunca sucedió. Dos: el proceso de anexión no ha terminado y muchos de los problemas que hoy tiene Alemania, como la emergencia de la ultraderecha, son producto de una fusión mal hecha.
Las expectativas optimistas de los alemanes orientales –llamados despectivamente “ossies”– nunca se cumplieron. Aun hoy son tratados como ciudadanos de segunda y dos de cada tres se sienten estigmatizados por los occidentales.
Una de las razones, según analiza el periodista y politólogo catalán Andreu Jerez, es que no se trató de “una reunificación sino de una anexión: de la victoria de un sistema sobre otro. Hoy, treinta años después, los orientales se dan cuenta de que la economía de la RDA fue controlada exclusivamente por directivos de la RFA y que la mayor parte de cooperativas, empresas y el tejido industrial del Este fue desmantelada, en parte porque era menos eficiente, pero también porque era una competencia para las empresas del Oeste. Se echó a mucha gente. Esto significó un impacto brutal para una sociedad socialista cuya columna vertebral eran los trabajadores”.
Franco Delle Donne, doctor en Comunicación Política de la Universidad Libre de Berlín, da otros ejemplos: “La discriminación se refleja en lo público y lo privado. De los doscientos cargos empresariales más importantes de Alemania, sólo cinco son ocupados por gente del Este y de cada diez jueces uno es oriental”.
“¿Dónde quedaron los indicadores de identidad cultural de la RDA?”, se pregunta Delle Donne. “Su música, sus referentes culturales han desaparecido. Creer que el bienestar económico iba a generar automáticamente bienestar social y felicidad no funcionó. En lugar de tener en cuenta la cultura y la identidad, se pensó en construir autopistas, trenes y volver más eficientes las fábricas. Este error explica el fuerte descontento de la gente del Este.”
Ambos especialistas coinciden en que muchos jóvenes que se sienten infravalorados y sin expectativas encuentran cobijo en los “grupos identitarios (nacionalismo exacerbado y antipolítica)”. “En los foros asociados a las aplicaciones de los juegos de computadora o en las redes sociales de extrema derecha aparecen estos discursos racistas muy fuertes contra los inmigrantes o contra quienes piensan diferente y captan a jóvenes que, por distintas circunstancias, están aislados o que sufren bulling o que se autoperciben como perdedores”, explicó Delle Donne.
Una nueva generación, un nuevo ciclo político (Angela Merkel se retira en 2021) y una Alemania que reasume un rol de liderazgo europeo no previsto se enfrentan a un mundo inestable y en transición hegemónica. Una vez más, los dados están en el aire.
Telma Luzzani es autora de Todo lo que necesitás saber sobre la Guerra Fría (Paidós, 2019).