Desde el nacimiento mismo de la sociedad argentina, las identidades sexual y genéricamente diversas quedaron en el margen de lo moralmente aceptable, en la patologización de las disciplinas científicas y en la exclusión de reconocimientos civiles y políticos. Quedaron encasilladas en adjetivaciones y nominaciones como “anormales”, “amorales”, “invertidos sexuales”, “niños mariquitas”, “hombres disfrazados de mujer”, “histéricas”, “fetiquistas”, “uranistas”. La educación escolar siempre ha estado interesada en la dimensión de la sexualidad y del género de lxs niñxs y jóvenes pero bajo esta incesante voluntad heterocis obligatoria. Existieron, por ejemplo, debates educativos y psicológicos acerca de la posible “masculinización en las unas y feminización en los otros” debido a los contactos diarios entre niñas y niños en las “escuelas mixtas”, como también “los riesgos” que traían las instituciones pupilas de un solo sexo, por ser estos ambientes propicios para el despierte de deseos homoeróticos.
Fueron recurrentes los discursos que alentaron a una pedagogía sexual normalizante “para evitar el homosexualismo” y que lxs niñxs lleguen a la esperada heterosexualidad, para que “se identifiquen” con sus “opuestos”, cuando la homosexualidad era vista como un momento de “confusión” de los púberes durante el desarrollo sexual. Prescripciones educativas que tenían como objetivo que infantes y jóvenes lograran identificarse con “su sexo”: “ser-varón, ser-mujer”, aprendieran así “su rol sexual adecuado” y sintieran atracción por su “opuesto”. Todo ello con el objetivo de asegurar una futura vida familiar/ matrimonial con fines reproductivos, como efecto “de la complementariedad natural de los cuerpos”. En definitiva, venimos de una verdadera tradición cultural que ha promovido una incesante educación heterosexual.
LA EDUCACIÓN SEXUAL HOY
En la Argentina del siglo XXI se sienten vientos de cambios. Contamos ahora con leyes y normativas de avanzada en el plano del reconocimiento de derechos históricamente negados a los colectivos de lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, transgéneros, travestis, que van a contrapelo de aquellas tradiciones. Este año estamos celebrando los diez años de la aprobación de la unión civil entre personas del mismo sexo, siendo la Argentina el primer país en América latina en contar con este derecho. En 2012 se aprobó la Ley de Identidad de Género, que reconoce la identidad genérico-sexual autopercibida, y en 2015 se sancionó la Ley de Cupo Laboral Trans. Estos y otros avances son el resultado de la militancia y el activismo permanentes de los grupos y movimientos sociales de las disidencias y de los feminismos. Luchas históricas que tienen como horizonte ampliar los marcos de igualdad entre personas, caminar hacia un mayor reconocimiento y respeto por el derecho a la propia identidad: derecho fundamental sobre el cual se erigen todos los otros.
Incluso antes de estos avances, la Argentina daba un paso inicial hacia una sociedad más justa e igualitaria. En octubre de 2006, se sancionaba la Ley de Educación Sexual Integral (ESI), que convertía en derecho educativo y social la enseñanza obligatoria de temas sobre la sexualidad desde una mirada integral (no reducida a la información biomédica y a los “riesgos” de las prácticas sexuales), partiendo de la perspectiva de los derechos humanos (ya no como algo del ámbito doméstico) y desde el enfoque de género (que visibiliza desigualdades entre las personas por su condición de género y/u orientación sexual).
Sin embargo, esos derechos conquistados poco podrán desplegarse si no se asegura una educación que les dé visibilidad. ¿Qué hacer desde las escuelas para acompañar estos reconocimientos desde la perspectiva de la ESI?
LA APUESTA DE LA DIVERSIDAD
El nuevo paradigma de la ESI nos pone en jaque porque nos obliga a pensar de nuevo, de un modo no heteronormado, todo aquello que la cultura y la moral sexual nos ha transmitido durante tanto tiempo. Una educación sexual para este siglo que está empezando, si se pretende integral, laica, diversa y con relevancia social, debe estar más cerca de enseñar la realidad concreta de los múltiples cuerpos existentes, y así dar reconocimiento a las identidades y formas de autopercepción diversas. Entonces, una forma no heterosexista de la educación sexual debería enseñarnos que no siempre los cuerpos/sexos son dos (hombre/mujer), que no todas las personas deben asumir de una vez y para siempre un “rol de género” predeterminado por su asignación de sexo, ya que no todas las personas se identifican con su genitalidad y/o su nombre. Que las prácticas sexuales no se reducen siempre al mecanicismo del esquema “pene-vagina” con fines reproductivos (donde los espermatozoides “luchan” y “mueren” por llegar a “penetrar” el óvulo, que espera pasivo, como nos han enseñado los manuales de Biología y Ciencias Naturales). Que los placeres son varios y variados, y que el único límite (ya no moral, sino ético) debería ser el deseo y el cuerpo del otrx.
Deberíamos poder fomentar una ESI que reconozca que la sexualidad está atravesada por relaciones de poder y, por tanto, que la libertad sexual, corporal y de género son asuntos eminentemente políticos, y con ello, considerar que se trata de un tema público, ya no más privado. Por tanto, enseñar los derechos sexuales y (no) reproductivos, que son inherentes a la educación sexual contemporánea, es enseñar para la libertad de expresión, para el cuidado y el respeto mutuo. Aprender acerca de nuestra sexualidad, lo que deseamos, lo que podemos hacer, cómo debemos tratar en la intimidad a otras personas, cómo esperamos que nos traten, cómo cuidarnos, es un asunto político porque conlleva a aprender a vincularnos con lxs otrxs. De ahí que debamos pensar que el placer sexual es político. Al mismo tiempo, es aprender que debemos reclamar al Estado y a la sociedad toda para que nos asegure marcos de seguridad y de no violencia, ni acosos o abusos en esos planos. Eso es educar en la igualdad, en la medida en que nos hace conscientes de que todxs deberíamos gozar de los mismos derechos en el marco de las diferencias.
Educar desde la diversidad sexogenérica no debería implicar sólo hacer mención de “los problemas de las mujeres” o “los problemas de las personas trans”. Porque si nos quedamos con eso, sólo estaremos interpelando a aquellxs que están ya de por sí interesadxs por esas cuestiones (algo que vemos recurrentemente en clases y talleres de ESI). Debemos entonces cuestionar las formas de producción social de la norma sexual, para mostrar que, incluso aquellxs que se identifican como heterocis, están también atravesadxs por normas impuestas que terminan constriñendo modos de ser, naturalizando unas obligaciones de género y de la orientación sexual, que como las de la masculinidad hegemónica, atraviesa la vida de muchos varones y que por su propia exacerbación (de fuerza, violencia, ausencia de emociones, posición siempre activa en la sexualidad) trae padecimientos psíquicos muy altos al tiempo que coloca a otros que no la cumplen como blanco de burlas, hostigamientos y violencias. Educar desde la diversidad debería servir para ir sentando bases que mejoren el mundo, porque de esas bases dependen el tipo de mundo que les dejaremos a lxs que están llegando, a lxs más jóvenes. Se trata, en definitiva, de educar para convivir con marcos de experiencias subjetivas y sociales más amplias, más libres y, por tanto, más igualitarias.