Murió hace exactos veinte años entre los fierros de una camioneta roja Explorer en un accidente en la autopista Buenos Aires-La Plata, en el que también falleció Fernando Olmedo, el hijo del actor rosarino. La muerte lo encontró en el cenit de su carrera.
La Mona Jiménez lo semblanteaba de reojo y, ante la evidencia del suceso que estaba encarnando, intentaba bajarle el precio señalando que era un “fenómeno porteño”. Y lo fue. Tan porteño que su consagración definitiva ocurrió en el mítico Luna Park y ataviado de boxeador, remedando veladas de viejos ídolos como Nicolino Locche y Carlos Monzón. Llegó a hacer trece funciones ininterrumpidas en el templo de Corrientes y Bouchard, en abril de 2000. Esa seguidilla triunfal sería la catapulta para copar otros territorios. Rodrigo Bueno era muy joven, pero parecía saberlo todo. El arte de la conquista era el que mejor manejaba.
Murió hace exactos veinte años entre los fierros de una camioneta roja Explorer en un accidente en la autopista Buenos Aires-La Plata, en el que también falleció Fernando Olmedo, el hijo del actor rosarino. La muerte lo encontró en el cenit de su carrera. Había saltado los decorados del cuarteto y se había vuelto un torbellino pop adorado por las mujeres, por los programas de TV de la tarde, por los deportistas y por los rockeros.
Algunos forzaron analogías absurdas: murió en la misma fecha que Carlos Gardel y tenía 27 años, una edad paradigmática en la historia del rock que refiere al “Club de los 27” integrado por Brian Jones, Janis Joplin, Jim Morrison, Jimi Hendrix y Kurt Cobain, entre otros. Por supuesto, las dos analogías hubieran sido del agrado de Rodrigo. Aunque quedó más cerca de la leyenda de Gilda, también fallecida trágicamente en un accidente de ruta.
Era una máquina de trabajar y ostentaba una sabiduría innata en el manejo del marketing. Rodrigo inventó su propia marca y a caballo del carisma y del sentido de la oportunidad arrasó en aquella Argentina que empezaba a despeñarse hacia el abismo de 2001. Captó al vuelo lo que representaba Diego Armando Maradona en el imaginario argentino y lanzó un hit inapelable como “La mano de Dios”; conocía perfectamente lo que proyectaba su provincia y la engalanó en “Soy cordobés”. Sobre el fin del milenio parecía angelado: todo lo que hacía se volvía oro.
Le tocó una época en la que se produjo una curiosa operación en la música popular. Durante el menemismo fenómenos como la cumbia y el bolero empezaron a resignificarse y no era extraño escuchar esos géneros en las casas más pudientes. El cuarteto se coló en esa reconversión. “El cuarteto fue muy marginado por los militares y me encanta defenderlo aunque yo no sea el Che Guevara, como también me encanta que tenga su lugar en revista Gente porque eso significa que con el cuarteto pude ganarle a la cumbia”, decía Rodrigo.
Al calor de la masividad de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y de cómo se iba consolidando el llamado “rock chabón”, se acercó sutilmente a artistas que le abrían otro panorama en el mercado de la música. Le interesaba el rock y, de hecho, su imagen desafiante era un prototipo de la rebeldía rocker. “Tengo una cabeza muy amplia para la música. Y sé: no confundo salsa con merengue, o guajira con wawancó. Y así como nunca estuve en la bailanta, también sé que para acercarme al rock me falta. Pero tengo ganas. Soy consumidor de rock pero no soy un exponente. Es muy feo ver una guitarra eléctrica en manos de alguien que no la sepa tocar aunque tenga la plata para comprarla”.
Resulta vano conjeturar hasta dónde hubiera llegado si no ocurría lo que ocurrió en la madrugada del 24 de junio del 2000. Cuando murió tenía un plan que contemplaba tres películas, seis discos, un programa de televisión, un tour nacional, un recital a fin de año en River con la Mona Jiménez y un recital de regreso a Córdoba en el estadio hoy llamado Mario Kempes. También aspiraba recoger de la Córdoba profunda a los veteranos vivos del cuarteto como La Leo y Carlitos Rolán para varearlos de gira a la manera de un Buena Vista Social Club. Estallaba en ideas, era ambicioso y conocía sus límites artísticos.
Aún hoy conserva la corona del cuarteto: es el cantante del género que más se escucha en Spotify, superando los 184 millones de reproducciones. “Ocho cuarenta” tiene más de 25 millones de escuchas; “Soy cordobés”, casi 15, y “La mano de Dios”, prácticamente 13. La data marca una vigencia innegable, más en el terreno de lo fáctico que desde lo mitológico. Su música, evidentemente, se sigue escuchando y bailando.
Era bello, intrépido, indomable. Vivió rápido, murió joven y dejo trunca una carrera que se perfilaba extraordinaria. La marea del fenómeno bajó, inexorablemente, y en las residencias de San Isidro, Barrio Norte y Punta del Este lo olvidaron. En los barrios populares, no.