El carruaje victoriano dejó atrás un caserón de la calle Viamonte, aledaño a la plaza Lavalle, con cuatro pasajeros: don Atilio Basabilbaso Linke; su esposa, la señora Alcira Jara de Basabilbaso, y los hijos, un varoncito de nueve años y una niña de seis. Los seguía un carro sin toldo donde, a espaldas del cochero, se apretujaban dos criadas, una institutriz y el mayordomo entre canastos con víveres y baúles. La ciudad, sin otros seres humanos a la vista, estaba envuelta en un silencio sepulcral. La travesía tenía por destino la quinta de los Jara, en el pueblo veraniego de Belgrano. No se trataba de una escapada vacacional. Corría la mañana del 23 de marzo de 1871.
A fines de enero, imperceptiblemente, se produjo en un conventillo de la calle Bolívar el primer caso de fiebre amarilla. La peste entonces se diseminó por el barrio de San Telmo para luego extenderse a otras zonas sureñas de la ciudad. Al asomarse el otoño, ya comenzaba a flagelar ciertos distritos aristocráticos, cuyos residentes huían en masa hacia las afueras de la gran aldea mientras el conteo trepaba a 200 muertes por jornada.
En aquel éxodo de clase estaban los Basabilbaso. Al mediodía, tras una escala alimentaria en el Buenos Aires Cricket Club (sobre el solar palermitano que actualmente ocupa el Planetario), se adentraron en un camino inhóspito, una tierra de nadie que se alargaba por casi tres kilómetros, hasta la periferia de Belgrano.
FALSA ALARMA
Fue cuando a don Atilio lo alarmó un sonido lejano, aunque creciente. Y sacó la cabeza por la ventanilla para ver a cuatro jinetes que cabalgaban al galope hacia ellos. Entonces acarició el revólver Gasser calibre 11,25 que portaba encartuchado bajo el faldón del saco. Doña Alcira palideció.
Y él empuñó el arma al calcular que los presuntos salteadores estaban ya a 30 metros del carruaje. Doña Alcira abrazó a sus hijos.
A continuación, los ojos del marido se toparon con los del hombre que encabezaba el cuarteto, un gordo con gesto ruin. Y por un instante que pareció eterno, le sostuvo la mirada. Los jinetes, para su asombro, pasaron de largo.
El resto del viaje prosiguió con normalidad.
Don Atilio (sin parentesco alguno con Manuel de Basavilbaso Urtubia, alcalde de Buenos Aires en 1767) era primogénito de un traficante de esclavos y contrabandista, quien tras amasar un capital montó un almacén de productos importados a cien metros de Plaza de la Victoria (la actual Plaza de Mayo). Al morir, el negocio pasó a manos del hijo, por entonces de 32 años. Diestro para el comercio, el heredero no tardó en alternar esa actividad con la explotación de una pequeña fábrica de cerveza en la Plaza del Retiro con dos socios, los hermanos Blas y Estanislao Jara. Este último era el padre de Alcira. Ella fue desposada por Atilio al cumplir 14 años.
Se habían casado en la Basílica de San Francisco, en coincidencia con la inauguración de lo que sería su nido de amor, una mansión de dos plantas, con galería perimetral y un amplio mirador.
En los primeros tiempos, junto a la pareja vivió el joven Faustino, hijo del tío Blas. Seis años mayor que Alcira, encontró cobijo allí después de una grave desavenencia paternofilial cuyas razones jamás trascendieron. Lo cierto es que ella adoraba a su primo. Pero aquel muchacho tarambana y muy afecto al juego terminó por generar la animosidad del anfitrión hacia él, tornando insostenible su permanencia en el hogar de la calle Viamonte. Cabe destacar que su partida afligió sobremanera el ánimo de Alcira.
Desde entonces habían transcurrido casi dos décadas, en las que, entre otras delicias, hubo que celebrar –como se sabe– la llegada de la cigüeña por partida doble. Tanto es así que aquel matrimonio sobrellevaba un presente armónico y venturoso pese a la diferencia de edad. Don Atilio frisaba los 50 y Alcira tenía 32.
BELGRANO, ALLÁ LEJOS
Ahora, exactamente a la dos de la tarde, ambos carruajes ingresaron a la propiedad de los Jara. La quinta poseía un vistoso enrejado color plata, cuyos pilares exhibían imponentes jarrones con cactus; el jardín estaba decorado con unos leones de piedra que retozaban entre plantas exóticas. Y en ambos lados del portón de la vivienda, una construcción de estilo francés, dos inmensas columnas remataban en bustos romanos.
Apoyado en una, Faustino les dio la bienvenida.
Los hermanos Jara, junto a sus cónyuges, disfrutaban la sobremesa en un luminoso salón del ala oeste de la propiedad. Don Atilio se les unió.
En tanto, Faustino guió a la prima hacia las habitaciones que les habían asignado, ubicadas junto a su propia recámara.
Aquel día concluyó de modo apacible, con un exquisito asado en honor a los Basabilbaso.
En la mañana siguiente, mientras los niños jugaban en el jardín bajo la atenta mirada de la institutriz, Alcira se quedó en el dormitorio. El esposo desayunaba con sus socios bajo el alero de la mansión. Y, al terminar, decidió hojear un ejemplar atrasado del diario La Prensa, para lo cual debía ir por sus quevedos a la habitación.
Pero al pasar por la de Faustino, oyó un gemido que le sonó familiar. Eso le bastó para desatar la tragedia.
A Estanislao y Blas les llegó con suma nitidez el estampido del primer disparo. Seguidamente, hubo un grito desgarrador y otras tres detonaciones.
Entonces saltaron de sus asientos para correr hacia la vivienda.
Los estampidos habían provenido del dormitorio de Faustino. Allí, en el lecho, yacía él con Alcira; ambos lucían desnudos, inmóviles y sangrantes.
En paralelo, la institutriz sintió un ramalazo de horror al ver salir a don Atilio por una puerta lateral con el revólver aún humeante en la mano.
El tipo se esfumó de la propiedad a bordo de un sulky.
Por casi un mes, su paradero fue un misterio, pese al esfuerzo del oficial primero Martín Maidana, de la Policía de la Ciudad, para dar con él. Aquella pesquisa le fue encomendada por el mismísimo jefe de la repartición, José de Guerricó. Al final, la pista clave la aportó el encargado de una mísera pensión aledaña al predio de la Compañía de Jesús, en la Chacarita de los Colegiales.
El tipo había acudido a la comisaría del barrio con una preocupación: hacía ya cinco días que uno de los huéspedes no salía de su cuarto, sin dar desde entonces señales de vida.
Una comisión policial acudió de inmediato. La puerta del cuarto en cuestión estaba cerrada con llave por dentro. Los uniformados la derribaron a culatazos y patadas.
Quien en vida fuera Atilio Basabilbaso Linke se encontraba desplomado en el piso, sobre un charco de vómito negro.
La fiebre amarilla había vengado a sus víctimas.