A diferencia de los chilenos, los colombianos no reclaman por 30 pesos en el aumento del precio del subte. Pero coinciden en decirles no a 30 años de neoliberalismo. Para eso recurren a un símbolo de las luchas populares propio del país trasandino aunque en otros contextos: el cacerolazo. Y como viene ocurriendo en la región, en el origen fue una manifestación en teoría controlable por el gobierno derechista de Iván Duque, pero ya costó la vida de un joven estudiante en una feroz represión, pasó por una declaración de estado de sitio y produjo un tembladeral en las estructuras políticas como no ocurría desde 1989.
Duque, hijo político del ultraconservador Álvaro Uribe, llegó al gobierno en 2018 tras dos mandatos de Juan Manuel Santos, quien había firmado los acuerdos de paz con las FARC.
Sin embargo, esa esperanza de terminar con medio siglo de conflicto armado se fue diluyendo a medida que se le daban largas al cumplimiento de algunos de los puntos refrendados en La Habana y certificados por la ONU. Además, el asesinato de referentes sociales y militantes políticos no se detuvo y ya llegan a mil las víctimas de estas masacres que el Estado no logra (o no quiere) evitar.
En este contexto, el presidente colombiano anunció una reforma tributaria, laboral y previsional que sigue a pie juntillas los programas del FMI y la OCDE. El rechazo se plasmó en un paro general decretado por las dirigencias sociales, sindicales, estudiantiles e indígenas para el 21 de noviembre. Semejante coincidencia alertó a las autoridades, que hasta entonces habían confiado en la dispersión de las fuerzas sociales, luego de décadas de discurso estigmatizante de las movilizaciones políticas. La huelga fue total, hubo cortes de rutas y también algunos desmanes, pero la respuesta fue tremenda. El caso más dramático fue el del joven Dilan Cruz, de 21 años, baleado en la cabeza por un policía cuando se manifestaba pacíficamente.
Así nacieron los cacerolazos y velatones, marchas nocturnas con velas encendidas en todo el país. El director del diario El Espectador, el más antiguo de Colombia y cercano al ideario liberal, reflejó en un editorial el momento que vive esa nación: “Fue una reacción espontánea lo que impidió que todo terminara como siempre. La cacerola detuvo la violencia, la protesta se salvó y el curso de la historia entendió que había caminos diferentes por donde avanzar. Ya no importaron tanto las peticiones particulares y particularistas del comité del paro que convocó ese 21N y que apenas fue el detonante de algo mucho mayor: de un estado de malestar ciudadano. De malestar, precisamente, con que la historia se repita y se repita, y nada pase”.
NUEVA CONSTITUCIÓN
Masivas protestas en 1988 con el telón de fondo de negociaciones de paz con el grupo guerrillero M19 llevaron a una nueva Constitución, que se votó en 1991. Allí se plasman garantías civiles y políticas no escritas hasta entonces en una Carta Magna. Pero también se abrieron las puertas a privatizaciones en la salud, la educación y los servicios públicos.
Cada nuevo mandatario avanzó un poco más en esa línea directriz. Duque, que ya no tiene como meta principal la lucha contra las FARC, quiso poner quinta velocidad a un plan que implica bajar impuestos a las empresas más poderosas, a salarios y a beneficios sociales, pero aumentar tributos como el IVA, subir la edad jubilatoria y avanzar hacia un modelo de retiro privado.
Lo primero que dijeron los analistas fue que el paquetazo, que implicaría incrementos en los precios de combustibles y servicios, afectaba directamente a la clase media, sustento tradicional del partido de Uribe y su política de combate militar a la guerrilla. Duque intentó convencer a la población de que sus planes sólo buscan aliviar los impuestos a los generadores de trabajo para incentivar el empleo. Pero el 70 por ciento de la ciudadanía, según afirman las últimas encuestas, no le cree.
Académicos de las universidades más grandes de Colombia, de Berkeley y de la British Columbia, de Canadá, elaboraron un informe que desmiente al presidente. Esos estudios aseguran que concede casi nueve billones de pesos en descuentos tributarios a las grandes empresas sin ninguna prestación a cambio.
Para el establishment colombiano la situación se complica porque a las demandas contra las medidas ultraliberales que pretende imponer Duque se sumaron reclamos estudiantiles por una mejor educación pública; ambientales, de movimientos sociales contra el fracking; de comunidades aborígenes por sus derechos ancestrales, y de mujeres por la igualdad de género.
Como también suele suceder en estas movidas masivas, los medios y el gobierno dan una versión de los hechos que la realidad refuta. Así fue que en las marchas se canta “Dilan no murió, a Dilan lo mataron”, desmintiendo titulares de diarios y a presentadores televisivos alineados con el discurso oficial.
Mientras tanto, va creciendo una fuerza centroizquierdista que se opone al modelo político que rige al país desde hace 30 años. Es así que Gustavo Petro, ex alcalde de Bogotá, logró colarse en la segunda vuelta electoral de junio de 2018 y obtuvo un 42 por ciento de sufragios. Para un ex miembro del M19 caratulado como “filochavista” fue un triunfo.
A principios de noviembre, Claudia López Hernández ganó la alcaldía de Bogotá con una coalición encabezada por su partido, el Verde. Es la primera mujer en llegar a ese cargo en la capital colombiana y además es la primera persona declaradamente homosexual en ser elegida en las urnas. Otra señal de que los tiempos cambian en Colombia.